La última vez que supe de mi
amiga Claudia, estaba desesperada por encontrar pareja. No concebía la vida sin
alguien a su lado. En los últimos meses había conocido a varias personas, pero
ninguna historia acabó de funcionar.
Por eso, el día que me llamó para
pedirme que nos viéramos para contarme algo importante, supe que por fin lo
había conseguido. Su entusiasmo la delató.
Cuando al fin nos vimos, descubrí
que la alegría se había concentrado sólo en su voz. Su aspecto era muy demacrado
y consumido. Su piel estaba grisácea, sus ojos apagados y con ojeras, parecía
veinte años mayor. Pero sonreía.
Él era el hombre perfecto, según
me contó. Estaban casi siempre juntos, le daba todo lo que pedía, se desvivía
por ella, no discutían nunca, por nada.
El siguiente fin de semana
quedamos los tres, para que pudiera conocerle. Claudia y yo llegamos pronto a
la cafetería de siempre y le esperábamos sentados en una de las mesas tomando
un té. “Te va a encantar, ya verás. Siempre está con una sonrisa de oreja a
oreja”, me dijo.
Cuando él entró por la puerta,
descubrí que Claudia lo había dicho en sentido literal.