Aquel
verano acompañó a sus padres a pasar unos días en el pueblo. Su
tía abuela se encontraba delicada de salud y su madre quería
aprovechar para estar unos días con ella. Las tardes eran largas y
aburridas en aquella casa. Las conversaciones giraban en torno a
personas del pueblo que él no conocía o a parientes de parientes,
ya fallecidos, de los que se recordaban anécdotas que había
escuchado ya otras cientos de veces. Así que aprovechó para revisar
los viejos libros que aún se conservaban en la biblioteca, a la que
llamaban así a pesar de ser sólo una pequeña habitación con una
única estantería repleta y a punto de caerse por el peso.
Al
intentar alcanzar uno de ellos, perdido entre otros tantos ejemplares
en el estante superior, una nube de polvo cayó sobre él. Estaba
claro que la limpieza no llegaba hasta allí desde hacía años.
Dentro del libro, escondido entre sus páginas, encontró uno mucho
menos abultado. No tenía título ni en la portada ni en el lomo y,
por el tipo de encuadernación, parecía más algún tipo de cuaderno
de notas que un libro como tal. Lo abrió para hojearlo y se encontró
con múltiples textos manuscritos y fechados. Le pareció evidente
que se trataba de una especie de diario o similar, aunque sin
entradas de todos los días. Su curiosidad se despertó de golpe,
venciendo al sopor de aquella tarde calurosa y estival. Le invitaba a
saber más de aquel regalo que había llegado por casualidad,
obviando el reparo inicial que le daba leer un diario que parecía
personal.
La
primera entrada, fechada en Octubre de 1978, decía lo siguiente:
“Nunca
pensé que lo haría. No sé si seré capaz de volver a repetirlo”.
Fuera
lo que fuese, le incitaba a seguir leyendo. La siguiente entrada, de
Enero de 1979, era aún más inquietante:
“Tengo
pesadillas por las noches. No quiero seguir. Pero necesito el dinero.
Ya no hay marcha atrás”.
Y
continuaba con una lista de varios nombres y apellidos, junto con
unas fechas que comprendían desde Octubre de 1978 hasta Enero de
1983.
Su
madre apareció de pronto en la puerta de la biblioteca, con los ojos
aún entreabiertos y alguna arruga en la mejilla, señal inequívoca
que acababa de levantarse de la siesta. “¿Qué haces aquí? Anda,
vete un rato con la tía, que pregunta por ti…”
Sin
tiempo casi para contestar, le agarró del brazo y ambos volvieron al
salón. Su padre preparaba café mientras la tía daba cuerda a su
viejo reloj de pared, justo antes de que dieran las cinco en punto de
la tarde. Aún llevaba en la mano el polvoriento diario que había
encontrado en la biblioteca y preguntó a su tía: “¿Me lo puedo
llevar? Es para leer en el viaje de vuelta… Estaba en la biblioteca
y me apetece leerlo…” Su tía ni siquiera miró lo que le
mostraba en sus manos. “Claro, hijo… Llévate lo que quieras… A
tu difunto abuelo seguro que no le importaría que disfrutes de su
colección de libros…”
Poco
sabía de su abuelo por la familia. Casi nunca le mencionaban cuando
estaban en el pueblo y, las veces que les preguntaba, no sacaba mucha
información: fue transportista y se pasaba la mayor parte de los
días viajando de aquí para allá. En uno de esos viajes se marchó
para no volver, dejando a la abuela sola y con cinco hijos que
alimentar. No volvieron a saber de él y, aunque nunca hubo ningún
entierro, todos le dieron por muerto.
Pasó
el resto de la tarde revisando los comentarios del cuaderno. Todos
desprendían un enorme sentimiento de culpa y, a la vez, una alta
dosis de resignación. Aquello parecía una autentica confesión por
escrito, a la que sólo le faltaba el epílogo de la penitencia. El
último texto del cuaderno no llevaba fecha y sólo decía “Que
Dios me perdone”.
Después
de la cena se encerró de nuevo en la biblioteca. Comparó la
escritura del cuaderno con algunas cartas que se guardaban en el
cajón del aparador. El mismo trazo, la misma inclinación, el mismo
rabito de la ‘a’… Aquel cuaderno, sin la menor duda, había
sido escrito por la misma mano de su abuelo.
A
la mañana siguiente visitó el registro local, buscando alguna
información de los nombres que aparecían en el cuaderno. Se
estremeció al comprobar que muchos de ellos aparecían en el
registro de fallecidos. Pero lo que casi le hizo gritar fue que todos
ellos murieron el mismo día de su nacimiento. No podía ser una
casualidad. ¿Qué significaba todo aquello?
Los
certificados de defunción estaban todos firmados por un tal doctor
Ricardo Alcázar. La secretaria del registro, una cincuentona con
pelo canoso, algún quilo de más y muchas ganas de conversación, le
comentó que fue el médico del pueblo durante algunos años. “Aún
vive el viejo doctor, aquí cerca del registro. Es casi un ermitaño,
no sale ni para hacer la compra, se la llevan a casa. En el pueblo
todos dicen que está medio loco y nadie se le acerca”. Consiguió
su dirección a cambio de escuchar un montón de chismes
intrascendentes y se dirigió hacia su casa con la esperanza de
aclarar algo.
El
doctor resultó ser un anciano con más arrugas que años, de
estatura menuda y peso aún más menudo. Se mostró bastante
desconfiado al abrir la puerta y contemplar a un joven que no conocía
de nada. Pero bastó con explicarle el parentesco que le unía con su
abuelo para que le dejara pasar con un cierto alivio en la mirada. Le
ofreció una vieja silla del salón mientras él se sentaba a duras
penas en un sofá de tela verde, desgastado por el uso.
Sabía
por experiencia que la mejor manera de interrogar a sus fuentes era
ser directo. Le solía funcionar. Así no les daba tiempo a pensar y
la gente solía ser más sincera. O, al menos, se le notaban más las
mentiras. “He estado en el registro y he visto los partes de
defunción de esos niños, del año 78 al 83 ¿Qué pasó?”
Para
su sorpresa, aquel viejo médico, acorralado por los años y por la
sinceridad de su interlocutor, se echó a llorar. Fue un llanto sordo
y sin lágrimas, pero que inundó toda la habitación de una enorme
tristeza. Después de unos minutos de eterno silencio, le relató la
historia que nunca hubiera querido oír:
“Nos
pagaban muy bien. A tu abuelo y a mí. Y lo que hacíamos era
sencillo, si es que había algo sencillo en esta historia. Cuando
nacía un niño en una familia de las más pobres del pueblo, yo
certificaba su muerte. A los padres era fácil convencerles. Lo que
decía el médico era incuestionable. Entonces lo envolvíamos en
unas mantas y tu abuelo se lo llevaba en su camión. Lo llevaba a la
casa que le habían dicho, recogía el dinero y me daba mi parte
cuando volvía. Yo nunca supe dónde iban, era mejor así. Los dos
necesitábamos el dinero: tu abuelo por su familia y yo por mis
excesos. Y así hasta la siguiente ocasión. No muy seguido, para no
levantar sospechas en el pueblo. Cuando la culpa nos corroía por
dentro, nos convencíamos de que era lo mejor para los niños, que
ahora estaban mucho mejor que si los hubiéramos dejado con sus
auténticos padres. Pero tu abuelo no lo pudo soportar y decidió
marcharse para siempre. Yo no tuve el valor de hacerlo. Me quedé
viviendo con mis remordimientos y me siguen visitando cada noche. Aún
se me aparecen esos niños en mis pesadillas, llorando para
que les deje quedarse con sus padres…”
Volvió
su llanto sordo y sin lágrimas. Entendió que las había gastado
todas después de tantos años de sufrimiento. Se levantó y salió
de la casa sin despedirse del viejo doctor. Ya no quería saber nada
más. Sólo pensaba que ojalá nunca hubiera encontrado aquel maldito
cuaderno.