Cuenta la leyenda que, al principio de
los tiempos, la Luna tenía miedo a la oscuridad. No soportaba estar
en tinieblas y no conseguía superar su temor. Peleaba con el Sol
para que le dejara quedarse a su lado durante el día y descansar
junto a él cada noche. Pero el Sol, poderoso y brillante, no quería
compartir su cielo con ella. Con sus primeros rayos de cada día la
apartaba de él y a la Luna no le quedaba más remedio que
desaparecer.
Una noche la Luna buscó refugio en el
Mar. Quería esconderse en algún sitio donde sentirse segura y
encontró un hueco detrás del horizonte, a salvo de la oscuridad.
Allí permaneció llorando, lamentándose de su miedo y negándose a
salir de su escondite.
El Mar, al encontrarse con la Luna en
tal estado y haciendo gala de la inmensidad de su paciencia, se
dirigió a ella con toda la calma de la que era capaz.
- ¿Por qué lloras, Luna? - le
preguntó.
- Me da miedo la oscuridad. - respondió
la Luna entre sollozos.
- ¿Y por qué te da miedo la
oscuridad? - siguió preguntando el Mar.
- Pues... Porque no se ve nada, no sé
qué hay alrededor... ¿Y si hay alguien que me quiera hacer daño?
¿Y si me pierdo? ¿Y si no sé a dónde tengo que ir? - replicó la
Luna casi sin poder parar de llorar.
- Entiendo... - la calmó el Mar. - Por
favor, acompáñame. Quiero mostrarte algo.
La Luna dudó un momento si salir de
detrás del horizonte. Seguía sintiendo miedo, pero el Mar conseguía
transmitirle calma y, además, iría acompañada. Finalmente aceptó
salir, muy poco a poco, muy despacio, hasta quedar a muy poca
distancia por encima del horizonte, casi sin separarse del Mar.
Cuando estuvo allí, el Mar le dijo en
voz baja:
- No mires hacia arriba. Fíjate en tu
reflejo en mi, mira cómo brillas...
La Luna hizo caso al Mar y pudo ver
como su luz se extendía sobre el Mar con un espectacular color
plateado. El Mar tenía una luz como nunca había visto. Sin poder
dejar de sorprenderse, escucho al Mar decirle:
- Mira ahora hacia esos árboles de la
orilla.
Al mirar hacia donde le indicaba el Mar
se maravilló aún más. Los colores verdes, marrones, amarillos,
rojos... Todos brillaban de una forma especial, resplandecían
serenamente con toques sútiles que transmitían paz.
- Ahora puedes mirar hacia arriba y ver
quién te espera.- le susurró lentamente el Mar.
La Luna alzó la vista y contempló el
mayor manto de estrellas que nunca pudo imaginar. Brillaban,
tililaban, bailaban entre ellas, jugaban y retozaban sin parar
alrededor de la propia Luna como en una fiesta sin fin.
Sin saber qué decir, la Luna miró al
Mar. El Mar, aún más en calma, le dijo:
- Todo lo que ves, es gracias a tu luz.
Tú eres la que ilumina la noche, tú eres la que haces desaparecer
la oscuridad de los demás. Por favor, no nos prives de tu presencia
cada noche.
Así fue como la Luna perdió su miedo
y decidió pasarse las noches iluminando tanto cómo le fuera
posible. Y, en agradeciemiento eterno al Mar, decidió reservarle
cada noche su mejor luz, para regalársela y reflejarse en él como
en ningún otro lugar.