Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

domingo, 26 de octubre de 2014

Pensando en musarañas


No era la primera vez que llamaban a sus padres para que acudieran al colegio. Darío se había acostumbrado a que sus padres visitaran el despacho del director para hablar de él. Su padre solía llegar con el semblante muy serio, casi ni miraba a Darío y se limitaba a inclinar levemente la cabeza para saludar al director. Su madre era mucho más emotiva y mostraba más preocupación en la mirada hacia su hijo. Los dos parecían cansados de repetir la misma situación cada poco tiempo. Sobre todo después de que sus hermanos ya hubieran pasado por el mismo colegio y sólo coleccionaran alabanzas y felicitaciones.

El director conocía a los padres de Darío desde hacia años. Se habían criado juntos en la colonia y, en su juventud, habían estudiado juntos. Se diría que eran casi amigos, aunque las circunstancias y las obligaciones les hubieran separado un tiempo. La seriedad compartida por todos los adultos allí presentes inundaba el despacho. Aunque fuera hacía un espléndido día de primavera, parecía que dentro de aquella habitación se avecinaba una tormenta. Y de las buenas.

Darío esperaba paciente a que alguno de los mayores se deciciera a hablar. Por su experiencia de otras ocasiones, aquello seguiría el guión habitual. Una reprimenda del director, unas disculpas por parte de su padre y un castigo para él al llegar a casa. Algunos días sin salir ni jugar con sus amigos parecía que llegarían sin remedio.

Como Darío imaginaba, fue el director el que rompió el hielo diciendo: "Algo hay que hacer con él, no puede seguir así...". Esta vez su madre casi rompió a llorar, aunque supo controlar a duras penas sus lágrimas tratando de no preocupar a Darío. "Se sigue distrayendo con facilidad en clase, está siempre pensando en las musarañas..." continuó el director. Darío sintió como las miradas de sus padres se volvían hacía él, esperando quizás una justificación o algún tipo de arrepentimiento. Pero Darío no tenía la más mínima intención de hablar de aquello en aquel despacho.

Lo que le ocurría es que, casi sin querer, no podía dejar de imaginarse a las musarañas jugando entre ellas, bailando al ritmo de la música que tocaban otras, escuchando sus conversaciones, contemplando cómo se enamoraban, cómo se enfadaban, cómo reían y lloraban... Todo un mundo de musarañas se mostraba ante él sin ningún esfuerzo... Y, entre todas ellas, siempre una llamaba especialmente su atención. Parecía la protagonista de sus pensamientos, destacaba entre todas. Darío no sabía si ella también podía verle a él, pero no le importaba.

En esos momentos a Darío se le ocurrían mil ideas diferentes, nuevas imágenes, historias maravillosas... Todas protagonizadas por su musaraña favorita. Veía claramente a su musaraña viajando en un barco pirata, con un parche en el ojo, recorriendo los siete mares y buscando tesoros escondidos. La intuía tarareando canciones en la corte del sultán, entreteniendo a todos los embajadores que acudían a su fiesta. La imaginaba bailando en un gran teatro, con todo el público en pie, aplaudiendo entusiasmados. La observaba mientras los garabatos que esbozaba en un lienzo en blanco iban tomando las formas más increibles y coloridas que nunca había visto antes.

Entonces Darío no podía contenerse y aprovechaba sus ocho pequeñas patas para tejer su tela en cualquier rincón en el que se encontrara. Fluía de él la necesidad de contar esas historias cómo mejor sabía, con su tela. Y trataba de representar aquello que sólo él parecía que era capaz de ver.

Algunas de sus compañeras arañas se burlaban de él por hacer esas cosas tan raras. Otras incluso se asustaban, pensando que Darío se había vuelto loco y que se había convertido en una araña peligrosa para las demás. La mayoría ya se habían acostumbrado y casi ni se inmutaban al ver a Darío tejiendo su tela, sin enterarse siquiera de qué pasaba a su alrededor. Pero, como se formaba revuelo en la clase, la profesora doña Carla se veía obligada sin remedio a expulsar a Darío de clase y enviarle otra vez al despacho del director. Y eso conllevaba la correspondiente visita de sus padres. Otra vez.

Darío nunca había contado qué le pasaba. Le preocupaba que sus padres decidieran aumentarle el castigo pensando que se burlaba de ellos. O peor aún, que también ellos le tomaran por loco y le encerraran en alguna torre altísima de algún castillo perdido en medio de las montañas. Darío pensó que aquella ocasión no iba a ser diferente.

Sin embargo, cuando sus padres y el director se quedaron en silencio, pensando infructuosamente en cómo corregir a Darío, se le ocurrió volver a pensar en su musaraña. Allí estaba, a su lado, con esos pequeños ojillos mirándole fijamente. Le sonreía con calma y le preguntó: "¿Por qué no te dejan jugar conmigo? A todo el mundo le gusta jugar, incluídas las arañas..."

Darío comprendió entonces que era mejor sincerarse. Su musaraña llevaba razón, no hacía nada malo. Y si sus padres o el director o sus compañeros o doña Clara no le entendían, ellos se lo perdían. Y si lo mandaban al manicomio de las arañas, su musaraña siempre le acompañaría.

Así que carraspeó un poco para aclararse la voz y romper el tenso silencio que seguía reinando en aquel momento. Sus padres y el director giraron sus miradas de nuevo hacia él, esperando a ver qué quería decir Darío. Les miro fijamente, les sonrío con calma, como le había enseñado su musaraña y se atrevió a decirles: "No hago nada malo. Es sólo que las musarañas me inspiran".

Y así fue como las musarañas se convirtieron en las musas de las arañas.

martes, 7 de octubre de 2014

La Luna y el Mar



Cuenta la leyenda que, al principio de los tiempos, la Luna tenía miedo a la oscuridad. No soportaba estar en tinieblas y no conseguía superar su temor. Peleaba con el Sol para que le dejara quedarse a su lado durante el día y descansar junto a él cada noche. Pero el Sol, poderoso y brillante, no quería compartir su cielo con ella. Con sus primeros rayos de cada día la apartaba de él y a la Luna no le quedaba más remedio que desaparecer.

Una noche la Luna buscó refugio en el Mar. Quería esconderse en algún sitio donde sentirse segura y encontró un hueco detrás del horizonte, a salvo de la oscuridad. Allí permaneció llorando, lamentándose de su miedo y negándose a salir de su escondite.

El Mar, al encontrarse con la Luna en tal estado y haciendo gala de la inmensidad de su paciencia, se dirigió a ella con toda la calma de la que era capaz.

- ¿Por qué lloras, Luna? - le preguntó.
- Me da miedo la oscuridad. - respondió la Luna entre sollozos.
- ¿Y por qué te da miedo la oscuridad? - siguió preguntando el Mar.
- Pues... Porque no se ve nada, no sé qué hay alrededor... ¿Y si hay alguien que me quiera hacer daño? ¿Y si me pierdo? ¿Y si no sé a dónde tengo que ir? - replicó la Luna casi sin poder parar de llorar.
- Entiendo... - la calmó el Mar. - Por favor, acompáñame. Quiero mostrarte algo.

La Luna dudó un momento si salir de detrás del horizonte. Seguía sintiendo miedo, pero el Mar conseguía transmitirle calma y, además, iría acompañada. Finalmente aceptó salir, muy poco a poco, muy despacio, hasta quedar a muy poca distancia por encima del horizonte, casi sin separarse del Mar.

Cuando estuvo allí, el Mar le dijo en voz baja:
- No mires hacia arriba. Fíjate en tu reflejo en mi, mira cómo brillas...

La Luna hizo caso al Mar y pudo ver como su luz se extendía sobre el Mar con un espectacular color plateado. El Mar tenía una luz como nunca había visto. Sin poder dejar de sorprenderse, escucho al Mar decirle:
- Mira ahora hacia esos árboles de la orilla.

Al mirar hacia donde le indicaba el Mar se maravilló aún más. Los colores verdes, marrones, amarillos, rojos... Todos brillaban de una forma especial, resplandecían serenamente con toques sútiles que transmitían paz.

- Ahora puedes mirar hacia arriba y ver quién te espera.- le susurró lentamente el Mar.

La Luna alzó la vista y contempló el mayor manto de estrellas que nunca pudo imaginar. Brillaban, tililaban, bailaban entre ellas, jugaban y retozaban sin parar alrededor de la propia Luna como en una fiesta sin fin.

Sin saber qué decir, la Luna miró al Mar. El Mar, aún más en calma, le dijo:
- Todo lo que ves, es gracias a tu luz. Tú eres la que ilumina la noche, tú eres la que haces desaparecer la oscuridad de los demás. Por favor, no nos prives de tu presencia cada noche.

Así fue como la Luna perdió su miedo y decidió pasarse las noches iluminando tanto cómo le fuera posible. Y, en agradeciemiento eterno al Mar, decidió reservarle cada noche su mejor luz, para regalársela y reflejarse en él como en ningún otro lugar.