No era la primera vez que llamaban a
sus padres para que acudieran al colegio. Darío se había
acostumbrado a que sus padres visitaran el despacho del director para
hablar de él. Su padre solía llegar con el semblante muy serio,
casi ni miraba a Darío y se limitaba a inclinar levemente la cabeza
para saludar al director. Su madre era mucho más emotiva y mostraba
más preocupación en la mirada hacia su hijo. Los dos parecían
cansados de repetir la misma situación cada poco tiempo. Sobre todo
después de que sus hermanos ya hubieran pasado por el mismo colegio
y sólo coleccionaran alabanzas y felicitaciones.
El director conocía a los padres de
Darío desde hacia años. Se habían criado juntos en la colonia y,
en su juventud, habían estudiado juntos. Se diría que eran casi
amigos, aunque las circunstancias y las obligaciones les hubieran
separado un tiempo. La seriedad compartida por todos los adultos allí
presentes inundaba el despacho. Aunque fuera hacía un espléndido
día de primavera, parecía que dentro de aquella habitación se
avecinaba una tormenta. Y de las buenas.
Darío esperaba paciente a que alguno
de los mayores se deciciera a hablar. Por su experiencia de otras
ocasiones, aquello seguiría el guión habitual. Una reprimenda del
director, unas disculpas por parte de su padre y un castigo para él
al llegar a casa. Algunos días sin salir ni jugar con sus amigos
parecía que llegarían sin remedio.
Como Darío imaginaba, fue el director
el que rompió el hielo diciendo: "Algo hay que hacer con él,
no puede seguir así...". Esta vez su madre casi rompió a
llorar, aunque supo controlar a duras penas sus lágrimas tratando de
no preocupar a Darío. "Se sigue distrayendo con facilidad en
clase, está siempre pensando en las musarañas..." continuó el
director. Darío sintió como las miradas de sus padres se volvían
hacía él, esperando quizás una justificación o algún tipo de
arrepentimiento. Pero Darío no tenía la más mínima intención de
hablar de aquello en aquel despacho.
Lo que le ocurría es que, casi sin
querer, no podía dejar de imaginarse a las musarañas jugando entre
ellas, bailando al ritmo de la música que tocaban otras, escuchando
sus conversaciones, contemplando cómo se enamoraban, cómo se
enfadaban, cómo reían y lloraban... Todo un mundo de musarañas se
mostraba ante él sin ningún esfuerzo... Y, entre todas ellas,
siempre una llamaba especialmente su atención. Parecía la
protagonista de sus pensamientos, destacaba entre todas. Darío no
sabía si ella también podía verle a él, pero no le importaba.
En esos momentos a Darío se le
ocurrían mil ideas diferentes, nuevas imágenes, historias
maravillosas... Todas protagonizadas por su musaraña favorita. Veía
claramente a su musaraña viajando en un barco pirata, con un parche
en el ojo, recorriendo los siete mares y buscando tesoros escondidos.
La intuía tarareando canciones en la corte del sultán,
entreteniendo a todos los embajadores que acudían a su fiesta. La
imaginaba bailando en un gran teatro, con todo el público en pie,
aplaudiendo entusiasmados. La observaba mientras los garabatos que
esbozaba en un lienzo en blanco iban tomando las formas más
increibles y coloridas que nunca había visto antes.
Entonces Darío no podía contenerse y
aprovechaba sus ocho pequeñas patas para tejer su tela en cualquier
rincón en el que se encontrara. Fluía de él la necesidad de contar
esas historias cómo mejor sabía, con su tela. Y trataba de
representar aquello que sólo él parecía que era capaz de ver.
Algunas de sus compañeras arañas se
burlaban de él por hacer esas cosas tan raras. Otras incluso se
asustaban, pensando que Darío se había vuelto loco y que se había
convertido en una araña peligrosa para las demás. La mayoría ya se
habían acostumbrado y casi ni se inmutaban al ver a Darío tejiendo
su tela, sin enterarse siquiera de qué pasaba a su alrededor. Pero,
como se formaba revuelo en la clase, la profesora doña Carla se veía
obligada sin remedio a expulsar a Darío de clase y enviarle otra vez
al despacho del director. Y eso conllevaba la correspondiente visita
de sus padres. Otra vez.
Darío nunca había contado qué le
pasaba. Le preocupaba que sus padres decidieran aumentarle el castigo
pensando que se burlaba de ellos. O peor aún, que también ellos le
tomaran por loco y le encerraran en alguna torre altísima de algún
castillo perdido en medio de las montañas. Darío pensó que aquella
ocasión no iba a ser diferente.
Sin embargo, cuando sus padres y el
director se quedaron en silencio, pensando infructuosamente en cómo
corregir a Darío, se le ocurrió volver a pensar en su musaraña.
Allí estaba, a su lado, con esos pequeños ojillos mirándole
fijamente. Le sonreía con calma y le preguntó: "¿Por qué no
te dejan jugar conmigo? A todo el mundo le gusta jugar, incluídas
las arañas..."
Darío comprendió entonces que era
mejor sincerarse. Su musaraña llevaba razón, no hacía nada malo. Y
si sus padres o el director o sus compañeros o doña Clara no le
entendían, ellos se lo perdían. Y si lo mandaban al manicomio de
las arañas, su musaraña siempre le acompañaría.
Así que carraspeó un poco para
aclararse la voz y romper el tenso silencio que seguía reinando en
aquel momento. Sus padres y el director giraron sus miradas de nuevo
hacia él, esperando a ver qué quería decir Darío. Les miro
fijamente, les sonrío con calma, como le había enseñado su
musaraña y se atrevió a decirles: "No hago nada malo. Es sólo
que las musarañas me inspiran".
Y así fue como las musarañas se
convirtieron en las musas de las arañas.