La lluvia siempre le recordaba a
él. En ocasiones todavía se angustiaba al levantarse por las mañanas y ver las
ventanas empapadas. Incluso las noches en las que escuchaba los golpecitos
arrítmicos de las gotas sobre el cristal presentía que tendría pesadillas. Y no
se solía equivocar.
Esos días de lluvia eran
especialmente duros al entrar en la furgoneta y arrancarla. Le era imposible no
temblar un poco y que sus kilos de más se agitaran en un escalofrío. Se intentaba
consolar pensando que era por los cientos de miles de kilómetros que el motor llevaba
ya a sus espaldas. Ni siquiera con el cinturón puesto y circulando a baja
velocidad se sentía seguro. El movimiento hipnótico del limpiaparabrisas no
conseguía tranquilizarle, casi todo lo contrario. Todo su cuerpo iba rígido, en
tensión. Si no tuviese que utilizar el vehículo para hacer el reparto, nunca
hubiese vuelto a conducir.
Para colmo, su ruta diaria pasaba
por delante del colegio de él. Sentía pavor con sólo imaginarse que pudiera cruzarse
con la madre del chico por los alrededores. Su otro hijo también iba al mismo
colegio y desde aquel día temía encontrársela. Sabía que no podría mirarle a la
cara sin sentir que se quería morir en aquel mismo momento. Cada vez que pasaba
por allí recordaba todo con detalle.
Recordaba su última juerga, como
pasaron de las cañas a las copas, como se animaban unos a otros para seguir con
la fiesta y tomarse la última. “¡La
penúltima!” gritaba siempre alguno. El reloj marcaba las ocho y media de la
mañana. Recordaba la sensación de mareo al llegar hasta su coche y la tentación
de coger un taxi. Incluso recordaba la vergüenza que creyó sentir al imaginar
lo que le dirían sus amigos al día siguiente si se enteraban que había vuelto
en taxi: “¡Serás nenaza!”. Decidió que no estaba tan mal y que su casa no
estaba demasiado lejos. Serían solo unos minutos.
Recordaba el olor a alcohol
mientras conducía y la música a todo volumen para no dormirse. Intentaba seguir
la letra de “Highway to hell” de AC/DC, trabándose en cada estrofa por su mal
inglés y por su peor beber. Recordaba un semáforo en ámbar y un acelerón para
pasarlo rápido. Luego sólo el ruido de un impacto seco contra el parachoques y
un frenazo muy largo chirriando en sus oídos. Ya no escuchaba la música,
escuchaba el pitido interminable del claxon averiado por el golpe.
Recordaba salir del coche dando
tumbos y mirar hacia atrás, hacia la calzada. Y ver a un cuerpecito pequeño
tirado en el suelo, con la cara pegada al asfalto y una mochila en la espalda.
Un paraguas repleto de coches rojos y sonrientes abierto al lado del cuerpo.
Entonces fue cuando vio la sangre, deslizándose desde la cabeza del niño y
diluyéndose entre los charcos que no dejaban de acumular gotas de lluvia.
Y recordaba como todo se volvió confusión de repente.
En su cabeza se mezclaron gritos desde la acera y un llanto desgarrador. Se confundían
con los sonidos de sirenas y con luces azules y amarillas brillantes. Con
preguntas que casi no entendía de algún policía o enfermero o bombero o quién
sabe quién. Con la lluvia mojándole entero, desde el pelo hasta los pies. Con
la sensación de humedad y frío. Con las ganas de vomitar. Con una llamada de
teléfono a su mujer. Con el miedo. Con sus lágrimas. Con la culpa.