Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

martes, 22 de marzo de 2016

Mea culpa




La lluvia siempre le recordaba a él. En ocasiones todavía se angustiaba al levantarse por las mañanas y ver las ventanas empapadas. Incluso las noches en las que escuchaba los golpecitos arrítmicos de las gotas sobre el cristal presentía que tendría pesadillas. Y no se solía equivocar.


Esos días de lluvia eran especialmente duros al entrar en la furgoneta y arrancarla. Le era imposible no temblar un poco y que sus kilos de más se agitaran en un escalofrío. Se intentaba consolar pensando que era por los cientos de miles de kilómetros que el motor llevaba ya a sus espaldas. Ni siquiera con el cinturón puesto y circulando a baja velocidad se sentía seguro. El movimiento hipnótico del limpiaparabrisas no conseguía tranquilizarle, casi todo lo contrario. Todo su cuerpo iba rígido, en tensión. Si no tuviese que utilizar el vehículo para hacer el reparto, nunca hubiese vuelto a conducir.


Para colmo, su ruta diaria pasaba por delante del colegio de él. Sentía pavor con sólo imaginarse que pudiera cruzarse con la madre del chico por los alrededores. Su otro hijo también iba al mismo colegio y desde aquel día temía encontrársela. Sabía que no podría mirarle a la cara sin sentir que se quería morir en aquel mismo momento. Cada vez que pasaba por allí recordaba todo con detalle.


Recordaba su última juerga, como pasaron de las cañas a las copas, como se animaban unos a otros para seguir con la fiesta y tomarse  la última. “¡La penúltima!” gritaba siempre alguno. El reloj marcaba las ocho y media de la mañana. Recordaba la sensación de mareo al llegar hasta su coche y la tentación de coger un taxi. Incluso recordaba la vergüenza que creyó sentir al imaginar lo que le dirían sus amigos al día siguiente si se enteraban que había vuelto en taxi: “¡Serás nenaza!”. Decidió que no estaba tan mal y que su casa no estaba demasiado lejos. Serían solo unos minutos.


Recordaba el olor a alcohol mientras conducía y la música a todo volumen para no dormirse. Intentaba seguir la letra de “Highway to hell” de AC/DC, trabándose en cada estrofa por su mal inglés y por su peor beber. Recordaba un semáforo en ámbar y un acelerón para pasarlo rápido. Luego sólo el ruido de un impacto seco contra el parachoques y un frenazo muy largo chirriando en sus oídos. Ya no escuchaba la música, escuchaba el pitido interminable del claxon averiado por el golpe.


Recordaba salir del coche dando tumbos y mirar hacia atrás, hacia la calzada. Y ver a un cuerpecito pequeño tirado en el suelo, con la cara pegada al asfalto y una mochila en la espalda. Un paraguas repleto de coches rojos y sonrientes abierto al lado del cuerpo. Entonces fue cuando vio la sangre, deslizándose desde la cabeza del niño y diluyéndose entre los charcos que no dejaban de acumular gotas de lluvia.


Y recordaba como todo se volvió confusión de repente. En su cabeza se mezclaron gritos desde la acera y un llanto desgarrador. Se confundían con los sonidos de sirenas y con luces azules y amarillas brillantes. Con preguntas que casi no entendía de algún policía o enfermero o bombero o quién sabe quién. Con la lluvia mojándole entero, desde el pelo hasta los pies. Con la sensación de humedad y frío. Con las ganas de vomitar. Con una llamada de teléfono a su mujer. Con el miedo. Con sus lágrimas. Con la culpa.

martes, 15 de marzo de 2016

Microcuento

Sólo pedía más ética y menos estética.

Señales de humo





Bruno entró deprisa en el bar. Eran casi las tres de la madrugada de la nochevieja del año dos mil diez. Posiblemente, una de las últimas oportunidades que le quedaban de disfrutar de la vida nocturna como a él le gustaba. Como realmente le gustaba.

Buscó con la mirada entre los grupos de gente que abarrotaban el bar. Chicas jóvenes con vestidos de fiesta, chicos jóvenes con traje y corbata, algún adolescente que seguramente se habría colado, grupos de amigos bebiendo y bailando al ritmo machacón de la música a todo volumen… Entre tanta gente, estaba seguro que encontraría a alguien.

Se movió como pudo entre la muchedumbre, empujando levemente a alguno de los asistentes a la fiesta para poder pasar. Consiguió llegar a la escalera que subía al piso superior, en la que estaban las mesas para los que querían sentarse un rato para poder aguantar hasta la mañana siguiente. Desde el rellano echó un vistazo a cada una de las mesas, escondidas entre tanta diversión. Era un vistazo rápido, pero suficiente para intentar localizar su objetivo.

Al fondo pudo ver un grupo de cinco chicas, sentadas en círculo en varios taburetes. Se acercó un poco más a ellas mientras sentía que se le aceleraba el pulso. El corazón le latía acompasado con el último éxito musical que retumbaba en los altavoces. Una gota de sudor le recorrió la espalda, desde la nuca, diluyéndose en el tejido de su camisa. Al llegar a unos pocos metros del grupo se dio cuenta de que no se había equivocado.

Dos de las chicas fumaban, una morena y otra pelirroja. Pudo ver los cigarrillos encendidos sujetos en sus manos. La morena era muy guapa, pero la pelirroja tenía algo especial. Algo que ya había sentido otras veces. Apoyaba en el reposapiés su pie derecho, calzada con botines negros de charol, y cruzaba la otra pierna, dejando ver hasta medio muslo por la apertura lateral de la falda. Llevaba un vestido negro largo, de manga corta y escote  generoso. Sobre los hombros un pañuelo de encaje negro, que casi no dejaba ver su cuello. De piel muy pálida, casi de aspecto enfermizo. Los ojos oscuros parecían dos puntos en un lienzo en blanco. Una melena larga, rizada y brillante la coronaba como su miss nochevieja dos mil diez.

Pero lo que más destacaba para Bruno era su boca. Roja y carnosa. Cada calada al cigarrillo formaba una O perfecta, sin arrugas, sin comisuras. Aspiraba levemente y la punta del cigarrillo se encendía, brillaba con el mismo tono de los labios de la pelirroja. Y Bruno se encendía también. Exhalaba el humo en círculos y reía. Reía a carcajadas. Todo su cuerpo se estremecía con la risa, envuelta en el humo que la rodeaba. Y Bruno se estremecía también. Otra calada más, un poco más larga, recreándose en el sabor del tabaco que se extendía por toda la boca. Y Bruno se recreaba también. En la boquilla quedaba marcado el pintalabios de la pelirroja, un poco más cada vez. Y Bruno saboreaba el sabor de ese pintalabios. La pelirroja acariciaba con el pulgar su cigarrillo lentamente, entre calada y calada, golpeándolo suavemente para que la ceniza cayera. Y Bruno se acariciaba los labios con su pulgar, entre calada y calada.

Cuando la pelirroja estaba a punto de consumir el cigarrillo y apuraba los últimos restos de nicotina, Bruno supo que era su oportunidad. Posiblemente, una de las últimas oportunidades. Sacó un cigarrillo del paquete que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y se acercó a la pelirroja. Con su mejor sonrisa, le preguntó: “Disculpa, ¿tienes fuego?”

martes, 8 de marzo de 2016

Por partes





Un metro y ochenta y cinco centímetros de altura. Noventa y siete kilos de peso. Lleva una camiseta blanca ajustada y un pantalón vaquero negro, también ajustado. Músculos muy desarrollados, especialmente los del tren superior. Antebrazos completamente tatuados con motivos tribales y algunas palabras en latín escritas con letra gótica. Manos inusualmente largas, con dedos muy finos (como las típicas manos de los pianistas). Una enorme cicatriz recorre todo el dorso de la mano izquierda. Cráneo afeitado al cero, pero con barba de una semana, aproximadamente. Cejas pobladas y muy juntas, casi se tocan. Ojos negros y muy juntos, casi se tocan. Boca de labios finos y apretados. Expresión seria y serena.

Comienza el interrogatorio.

-          ¿Nombre?
-          James K. Sweetborn.
-          ¿Fecha de nacimiento?
-          Dos de marzo de mil novecientos setenta y uno.
-          Es su cumpleaños hoy.
-          Eso es. Cuarenta y cinco años.
-          Felicidades.
-          Gracias.
-          ¿Vive en el número quince de Felton Street?
-          Sí. En el piso superior.
-          ¿Tiene familia? ¿Vive con alguien?
-          No, vivo solo.
-          ¿A qué se dedica, James?
-          Soy carnicero.
-       ¿Es el propietario de la carnicería situada en el piso inferior del número quince de Felton Street?
-          Eso es.
-          ¿Desde cuándo?
-         Desde que falleció mi padre en el año dos mil uno. Nos mudamos allí a finales del dos mil. La heredé como negocio familiar.
-         ¿Su padre también era carnicero?
-         Sí. Y creo que mi abuelo y mi bisabuelo también lo eran. Aunque no estoy muy seguro de eso. Mi padre no hablaba mucho de ellos.
-         ¿Le gusta su profesión?
-        Ni me gusta ni me disgusta. Es simplemente la manera que tengo de ganarme la vida. Creo que no se me da mal, sinceramente. He aprendido desde pequeño muchos trucos que mi padre iba enseñándome cada día.
-          ¿Su padre fue el que le enseñó la profesión?
-          Sí. Al viejo tampoco se le daba mal. Cuando volvía del colegio me pasaba un buen rato con él en la tienda. Allí me explicaba cómo hacer un buen corte en la carne, cómo trocear las piezas de manera rápida, con golpes certeros, cómo limpiar y deshuesar cochinillos, terneras, cabritillos... Lo que fuera.
-          ¿Diría que su padre disfrutaba con su trabajo?
-      Diría que sí. Él era apasionado usando los cuchillos. No le importaba pasar horas y horas trabajando. A veces sólo le veía el rato que pasábamos juntos en la carnicería. Yo nunca tuve su pasión, por mucho que trataba de imitarlo.
-          ¿Sabe quién es Susan Smith? ¿La conocía?
-          Sí. Era una yonqui que vivía en el callejón que está al lado de mi carnicería.
-         ¿Qué relación tenía con ella?
-         Ninguna, realmente. La veía chutarse en el callejón. A todas horas. Le daba igual que hubiera alguien cerca y que la vieran. A veces lo hacía incluso delante de los niños. Era una desgraciada. Muchos días importunaba a mis clientes, les gritaba pidiendo ayuda. Algunos decidían no entrar si ella estaba cerca.
-          ¿Sabe que le estamos interrogando en relación con su desaparición?
-          Me imagino.
-     ¿Y sabe que hemos encontrado en uno de los congeladores de su carnicería piezas que podrían ser de origen humano? Se están analizando en estos momentos.
-          Ya. Por eso estoy aquí, ¿no?
-          ¿Por qué no me cuenta qué ocurrió exactamente? Así acabaremos pronto con esta historia.
-         Esa yonqui era un despojo humano. Ya le he dicho que sólo se drogaba y vivía de la limosna de los vecinos. Seguramente hubiera acabado tirada en ese callejón con una sobredosis.
-          ¿Y usted decidió que había que adelantar ese momento?
-       Se aprovechaba de la gente, les daba lástima. Hace un par de semanas la encontré a las cinco de la mañana en la puerta de mi carnicería. Estaba dormida y la desperté. Me preguntó si le podía dar algo de comer. Le prometí que le daría unos buenos filetes si me acompañaba al interior de la tienda. Cuando le estaba preparando los filetes me pidió que le dejara un poco de dinero. Para comprar su mierda, supongo. Me pareció que quería aprovecharse de mi generosidad, como hacía con todos. Sólo tuve que acercarme por detrás y colocar mi cuchillo en el sitio adecuado. Un leve empujón hacia atrás y su corazón quedó destrozado. Era una enclenque y puede que estuviera aún drogada. Seguro que ni se dio cuenta de lo que pasaba.
-          ¿Qué hizo con el cuerpo de Susan?
-      Lo coloqué en mi mesa de trabajo. Primero lo limpié bien por dentro y le quité todas las vísceras. Las tiré a la basura, con los restos del género que se me había estropeado. Así no olerían ni darían el cante. Puede que alguno de los gatos con los que la yonqui compartía el callejón se haya comido parte de su hígado. Luego desmembré el cuerpo y retiré los músculos y la grasa. Lo envasé todo al vacío y lo congelé. En alguna de las bolsas que han encontrado estarán sus muslos y sus pechugas. Los pies, las manos, la cabeza y los huesos los machaqué con el mortero y los metí en la trituradora. Así me cupo todo en una caja de cartón que llevé directamente al vertedero. No sabría recordar dónde la puse exactamente. Aunque tampoco les valdría de mucho que se lo dijera, no se la podría reconocer.
-          ¿No se puso nervioso al hacer todo lo que nos está contando?
-          No. Es mi trabajo.
-          ¿Su trabajo es matar personas?
-          No. Mi trabajo es descuartizar cuerpos.
-          Pero cuerpos de animales.
-          Le aseguro que no hay mucha diferencia. Son carne y huesos, nada más. El cuchillo los corta igual.
-          ¿Sabe que esta confesión valdrá para condenarle a la pena de muerte?
-          Sí.
-          ¿Y no le importa?
-          Ya no hay nada que hacer. Así que, ¿qué más da?
-          ¿Ni siquiera se arrepiente de lo que ha hecho?
-          Tampoco valdría ya de nada.
-          ¿Quiere añadir algo más a su declaración?
-        Sí. Quiero volver a hacer constar que casi todo lo que sé de la profesión me lo enseñó mi padre.