Un metro y
ochenta y cinco centímetros de altura. Noventa y siete kilos de peso. Lleva una
camiseta blanca ajustada y un pantalón vaquero negro, también ajustado.
Músculos muy desarrollados, especialmente los del tren superior. Antebrazos
completamente tatuados con motivos tribales y algunas palabras en latín
escritas con letra gótica. Manos inusualmente largas, con dedos muy finos (como
las típicas manos de los pianistas). Una enorme cicatriz recorre todo el dorso
de la mano izquierda. Cráneo afeitado al cero, pero con barba de una semana,
aproximadamente. Cejas pobladas y muy juntas, casi se tocan. Ojos negros y muy
juntos, casi se tocan. Boca de labios finos y apretados. Expresión seria y
serena.
Comienza el
interrogatorio.
-
¿Nombre?
-
James K.
Sweetborn.
-
¿Fecha de
nacimiento?
-
Dos de marzo
de mil novecientos setenta y uno.
-
Es su
cumpleaños hoy.
-
Eso es.
Cuarenta y cinco años.
-
Felicidades.
-
Gracias.
-
¿Vive en el
número quince de Felton Street?
-
Sí. En el
piso superior.
-
¿Tiene
familia? ¿Vive con alguien?
-
No, vivo
solo.
-
¿A qué se
dedica, James?
-
Soy carnicero.
- ¿Es el
propietario de la carnicería situada en el piso inferior del número quince de
Felton Street?
-
Eso es.
-
¿Desde
cuándo?
- Desde que
falleció mi padre en el año dos mil uno. Nos mudamos allí a finales del dos
mil. La heredé como negocio familiar.
- ¿Su padre
también era carnicero?
-
Sí. Y creo
que mi abuelo y mi bisabuelo también lo eran. Aunque no estoy muy seguro de
eso. Mi padre no hablaba mucho de ellos.
- ¿Le gusta su
profesión?
- Ni me gusta
ni me disgusta. Es simplemente la manera que tengo de ganarme la vida. Creo que
no se me da mal, sinceramente. He aprendido desde pequeño muchos trucos que mi
padre iba enseñándome cada día.
-
¿Su padre
fue el que le enseñó la profesión?
-
Sí. Al viejo
tampoco se le daba mal. Cuando volvía del colegio me pasaba un buen rato con él
en la tienda. Allí me explicaba cómo hacer un buen corte en la carne, cómo
trocear las piezas de manera rápida, con golpes certeros, cómo limpiar y
deshuesar cochinillos, terneras, cabritillos... Lo que fuera.
-
¿Diría que
su padre disfrutaba con su trabajo?
- Diría que
sí. Él era apasionado usando los cuchillos. No le importaba pasar horas y horas
trabajando. A veces sólo le veía el rato que pasábamos juntos en la carnicería.
Yo nunca tuve su pasión, por mucho que trataba de imitarlo.
-
¿Sabe quién
es Susan Smith? ¿La conocía?
-
Sí. Era una
yonqui que vivía en el callejón que está al lado de mi carnicería.
-
¿Qué
relación tenía con ella?
-
Ninguna,
realmente. La veía chutarse en el callejón. A todas horas. Le daba igual que
hubiera alguien cerca y que la vieran. A veces lo hacía incluso delante de los
niños. Era una desgraciada. Muchos días importunaba a mis clientes, les gritaba
pidiendo ayuda. Algunos decidían no entrar si ella estaba cerca.
-
¿Sabe que le
estamos interrogando en relación con su desaparición?
-
Me imagino.
- ¿Y sabe que
hemos encontrado en uno de los congeladores de su carnicería piezas que podrían
ser de origen humano? Se están analizando en estos momentos.
-
Ya. Por eso
estoy aquí, ¿no?
-
¿Por qué no
me cuenta qué ocurrió exactamente? Así acabaremos pronto con esta historia.
- Esa yonqui
era un despojo humano. Ya le he dicho que sólo se drogaba y vivía de la limosna
de los vecinos. Seguramente hubiera acabado tirada en ese callejón con una
sobredosis.
-
¿Y usted
decidió que había que adelantar ese momento?
- Se
aprovechaba de la gente, les daba lástima. Hace un par de semanas la encontré a
las cinco de la mañana en la puerta de mi carnicería. Estaba dormida y la
desperté. Me preguntó si le podía dar algo de comer. Le prometí que le daría
unos buenos filetes si me acompañaba al interior de la tienda. Cuando le estaba
preparando los filetes me pidió que le dejara un poco de dinero. Para comprar
su mierda, supongo. Me pareció que quería aprovecharse de mi generosidad, como
hacía con todos. Sólo tuve que acercarme por detrás y colocar mi cuchillo en el
sitio adecuado. Un leve empujón hacia atrás y su corazón quedó destrozado. Era
una enclenque y puede que estuviera aún drogada. Seguro que ni se dio cuenta de
lo que pasaba.
-
¿Qué hizo
con el cuerpo de Susan?
- Lo coloqué
en mi mesa de trabajo. Primero lo limpié bien por dentro y le quité todas las
vísceras. Las tiré a la basura, con los restos del género que se me había
estropeado. Así no olerían ni darían el cante. Puede que alguno de los gatos
con los que la yonqui compartía el callejón se haya comido parte de su hígado.
Luego desmembré el cuerpo y retiré los músculos y la grasa. Lo envasé todo al
vacío y lo congelé. En alguna de las bolsas que han encontrado estarán sus
muslos y sus pechugas. Los pies, las manos, la cabeza y los huesos los machaqué
con el mortero y los metí en la trituradora. Así me cupo todo en una caja de
cartón que llevé directamente al vertedero. No sabría recordar dónde la puse
exactamente. Aunque tampoco les valdría de mucho que se lo dijera, no se la
podría reconocer.
-
¿No se puso
nervioso al hacer todo lo que nos está contando?
-
No. Es mi
trabajo.
-
¿Su trabajo
es matar personas?
-
No. Mi
trabajo es descuartizar cuerpos.
-
Pero cuerpos
de animales.
-
Le aseguro
que no hay mucha diferencia. Son carne y huesos, nada más. El cuchillo los
corta igual.
-
¿Sabe que
esta confesión valdrá para condenarle a la pena de muerte?
-
Sí.
-
¿Y no le
importa?
-
Ya no hay
nada que hacer. Así que, ¿qué más da?
-
¿Ni siquiera
se arrepiente de lo que ha hecho?
-
Tampoco
valdría ya de nada.
-
¿Quiere
añadir algo más a su declaración?
- Sí. Quiero
volver a hacer constar que casi todo lo que sé de la profesión me lo enseñó mi
padre.