Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

martes, 8 de marzo de 2016

Por partes





Un metro y ochenta y cinco centímetros de altura. Noventa y siete kilos de peso. Lleva una camiseta blanca ajustada y un pantalón vaquero negro, también ajustado. Músculos muy desarrollados, especialmente los del tren superior. Antebrazos completamente tatuados con motivos tribales y algunas palabras en latín escritas con letra gótica. Manos inusualmente largas, con dedos muy finos (como las típicas manos de los pianistas). Una enorme cicatriz recorre todo el dorso de la mano izquierda. Cráneo afeitado al cero, pero con barba de una semana, aproximadamente. Cejas pobladas y muy juntas, casi se tocan. Ojos negros y muy juntos, casi se tocan. Boca de labios finos y apretados. Expresión seria y serena.

Comienza el interrogatorio.

-          ¿Nombre?
-          James K. Sweetborn.
-          ¿Fecha de nacimiento?
-          Dos de marzo de mil novecientos setenta y uno.
-          Es su cumpleaños hoy.
-          Eso es. Cuarenta y cinco años.
-          Felicidades.
-          Gracias.
-          ¿Vive en el número quince de Felton Street?
-          Sí. En el piso superior.
-          ¿Tiene familia? ¿Vive con alguien?
-          No, vivo solo.
-          ¿A qué se dedica, James?
-          Soy carnicero.
-       ¿Es el propietario de la carnicería situada en el piso inferior del número quince de Felton Street?
-          Eso es.
-          ¿Desde cuándo?
-         Desde que falleció mi padre en el año dos mil uno. Nos mudamos allí a finales del dos mil. La heredé como negocio familiar.
-         ¿Su padre también era carnicero?
-         Sí. Y creo que mi abuelo y mi bisabuelo también lo eran. Aunque no estoy muy seguro de eso. Mi padre no hablaba mucho de ellos.
-         ¿Le gusta su profesión?
-        Ni me gusta ni me disgusta. Es simplemente la manera que tengo de ganarme la vida. Creo que no se me da mal, sinceramente. He aprendido desde pequeño muchos trucos que mi padre iba enseñándome cada día.
-          ¿Su padre fue el que le enseñó la profesión?
-          Sí. Al viejo tampoco se le daba mal. Cuando volvía del colegio me pasaba un buen rato con él en la tienda. Allí me explicaba cómo hacer un buen corte en la carne, cómo trocear las piezas de manera rápida, con golpes certeros, cómo limpiar y deshuesar cochinillos, terneras, cabritillos... Lo que fuera.
-          ¿Diría que su padre disfrutaba con su trabajo?
-      Diría que sí. Él era apasionado usando los cuchillos. No le importaba pasar horas y horas trabajando. A veces sólo le veía el rato que pasábamos juntos en la carnicería. Yo nunca tuve su pasión, por mucho que trataba de imitarlo.
-          ¿Sabe quién es Susan Smith? ¿La conocía?
-          Sí. Era una yonqui que vivía en el callejón que está al lado de mi carnicería.
-         ¿Qué relación tenía con ella?
-         Ninguna, realmente. La veía chutarse en el callejón. A todas horas. Le daba igual que hubiera alguien cerca y que la vieran. A veces lo hacía incluso delante de los niños. Era una desgraciada. Muchos días importunaba a mis clientes, les gritaba pidiendo ayuda. Algunos decidían no entrar si ella estaba cerca.
-          ¿Sabe que le estamos interrogando en relación con su desaparición?
-          Me imagino.
-     ¿Y sabe que hemos encontrado en uno de los congeladores de su carnicería piezas que podrían ser de origen humano? Se están analizando en estos momentos.
-          Ya. Por eso estoy aquí, ¿no?
-          ¿Por qué no me cuenta qué ocurrió exactamente? Así acabaremos pronto con esta historia.
-         Esa yonqui era un despojo humano. Ya le he dicho que sólo se drogaba y vivía de la limosna de los vecinos. Seguramente hubiera acabado tirada en ese callejón con una sobredosis.
-          ¿Y usted decidió que había que adelantar ese momento?
-       Se aprovechaba de la gente, les daba lástima. Hace un par de semanas la encontré a las cinco de la mañana en la puerta de mi carnicería. Estaba dormida y la desperté. Me preguntó si le podía dar algo de comer. Le prometí que le daría unos buenos filetes si me acompañaba al interior de la tienda. Cuando le estaba preparando los filetes me pidió que le dejara un poco de dinero. Para comprar su mierda, supongo. Me pareció que quería aprovecharse de mi generosidad, como hacía con todos. Sólo tuve que acercarme por detrás y colocar mi cuchillo en el sitio adecuado. Un leve empujón hacia atrás y su corazón quedó destrozado. Era una enclenque y puede que estuviera aún drogada. Seguro que ni se dio cuenta de lo que pasaba.
-          ¿Qué hizo con el cuerpo de Susan?
-      Lo coloqué en mi mesa de trabajo. Primero lo limpié bien por dentro y le quité todas las vísceras. Las tiré a la basura, con los restos del género que se me había estropeado. Así no olerían ni darían el cante. Puede que alguno de los gatos con los que la yonqui compartía el callejón se haya comido parte de su hígado. Luego desmembré el cuerpo y retiré los músculos y la grasa. Lo envasé todo al vacío y lo congelé. En alguna de las bolsas que han encontrado estarán sus muslos y sus pechugas. Los pies, las manos, la cabeza y los huesos los machaqué con el mortero y los metí en la trituradora. Así me cupo todo en una caja de cartón que llevé directamente al vertedero. No sabría recordar dónde la puse exactamente. Aunque tampoco les valdría de mucho que se lo dijera, no se la podría reconocer.
-          ¿No se puso nervioso al hacer todo lo que nos está contando?
-          No. Es mi trabajo.
-          ¿Su trabajo es matar personas?
-          No. Mi trabajo es descuartizar cuerpos.
-          Pero cuerpos de animales.
-          Le aseguro que no hay mucha diferencia. Son carne y huesos, nada más. El cuchillo los corta igual.
-          ¿Sabe que esta confesión valdrá para condenarle a la pena de muerte?
-          Sí.
-          ¿Y no le importa?
-          Ya no hay nada que hacer. Así que, ¿qué más da?
-          ¿Ni siquiera se arrepiente de lo que ha hecho?
-          Tampoco valdría ya de nada.
-          ¿Quiere añadir algo más a su declaración?
-        Sí. Quiero volver a hacer constar que casi todo lo que sé de la profesión me lo enseñó mi padre.