Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

jueves, 18 de diciembre de 2014

Microcuento

- Se aprende mucho más de los errores que de los aciertos. 

- Por eso eres tan sabio...

domingo, 14 de diciembre de 2014

Niños




- Venga, es fácil. Sólo tienes que hacer lo que yo te diga.

Alberto me miraba fijamente, completamente convencido que era capaz de hacerlo. Nos habíamos conocido unos meses antes, al comenzar el curso. Yo acababa de llegar a la ciudad y prácticamente no conocía a nadie. Él se había acercado en uno de los recreos, mientras yo observaba cómo los demás niños jugaban, y me había preguntado sin rodeos: "¿Quieres ser mi amigo?" Yo le respondí que sí y desde ese momento nos hicimos inseparables. A los once años uno hace amigos con facilidad.

Esa tarde era una tarde más. Jugábamos a las canicas en el descampado de al lado de su casa después del cole. A veces nos quedábamos hasta que anochecía y casi no distinguíamos las que eran del uno de las del otro. O hasta que su madre le llamaba para ir a cenar y la partida se suspendía.

Entre su tirada y la mía, Alberto me preguntó quién era la niña de la clase que más me gustaba. Yo me puse rojo, como un tomate, no supe qué responder y balbuceé un "Ninguna" muy poco convincente mientras lanzaba mi canica. Alberto se rió y empezó a decirme los nombres de todas, una por una, hasta que al escuchar el nombre de Raquel se me escapó una sonrisilla nerviosa. "¡Sí! ¡Raquel te gusta!" gritó Alberto. Raquel era la niña más guapa que yo había conocido nunca: melena de pelo rubio recogido casi siempre en una coleta, ojos azules como el cielo y una sonrisa angelical. Sí, sin duda, era lo más parecido a cómo yo me imaginaba a un ángel. Además era la más lista de la clase. Siempre sacaba las mejores notas y nunca se olvidaba de hacer los deberes.

- Mañana te acercas a ella, en el recreo o en clase antes de que llegue el profe. Te sientas a su lado y le dices "Raquel, ¿quieres ser mi novia?". Ella te dice que sí, le das un beso y ya sois novios. ¡Es muy fácil!

Para Alberto todo era fácil, directo. Si quería algo, simplemente lo hacía. No tenía vergüenza, ni le preocupaba qué pensarían los demás, ni le molestaba lo que le dijeran.

- Que no, que paso... Si me va a decir que no... Y ya no me va a hablar nunca más... - le respondí.
- ¿Cómo lo sabes? ¡Si no se lo has preguntado! Además, tampoco es que ahora te hable mucho...

En eso llevaba razón. El curso ya estaba terminando y casi no había intercambiado con ella más que algún saludo o alguna despedida cuando nos encontrábamos por casualidad en el pasillo o en la puerta de clase.

Alberto lanzó su canica, la de la suerte según decía, y golpeó una de las mías, lanzándola bien lejos y ganándomela con total mericimiento. Recogió las dos canicas y se despidió de mi, dejándome sin canica y con un montón de dudas.

Al día siguiente llegamos juntos al colegio, como de costumbre. Mientras nos dirigíamos a nuestra clase yo miraba a todos lados, vigilante, expectante, buscando a Raquel en la entrada del colegio, en las escaleras al primer piso, en el pasillo... Llegamos al aula y ni rastro de Raquel. Nos sentamos en la segunda fila, a la derecha de la mesa del profesor y empecé a sacar el libro y mi cuaderno de apuntes de la mochila.

De pronto sentí un codazo en el brazo y miré a Alberto. Me señalaba con la cabeza, con los ojos muy abiertos y mirando de reojo hacia la puerta, justo en el momento en el que entraba Raquel. Otro codazo de Alberto, este más fuerte, me hizo saltar de mi silla. Miré mi reloj y vi que faltaban pocos minutos para las nueve. Calculé que tenía el tiempo justo antes de que llegará el profe para poder hablar con ella. "¡Venga!" me susurró Alberto.

Me acerqué a su mesa, en la primera fila de clase, en la zona de la izquierda del aula. Su compañera de pupitre aún no había llegado y pensé que era ahora o nunca. Me puse delante de ella, separados únicamente por su mesa y le dije con un hilillo de voz:

- Hola, Raquel.

Levantó la mirada de su estuche, perfectamente ordenado, del que sacaba un par de boligrafos y unos rotuladores de colores y creo que se sorprendió de verme. Puede que lo que le sorprendiera fue ver al niño con la cara más colorada del mundo.

- Hola. - me respondió con la voz más dulce que había escuchado nunca.

"Seguro que no sabe ni cómo me llamo", pensé. Pero ya no había marcha atrás. Después de varios meses pensando en ella, en hablar con ella, en decirle todo lo que pensaba de ella, ese era el momento. Tragué saliva y me lancé al vacío.

- Que... Bueno, que... Que he pensado que... O sea, que si tú... Vamos, que si quieres... Que si yo y tú... Bueno, tú y yo...

Raquel sonreía, creo que intuyendo lo que quería decirle. Quise interpretar su sonrisa como un sí anticipado, como un triunfo después de todo ese tiempo. Me llené de ilusión y casi imaginé por un segundo cómo sería pasear con ella de la mano.

- ¿Qué? - me preguntó.
- Que si quieres ser mi novia. - dije de golpe, sin respirar.

En ese momento entró nuestro profe, con su cara seria de siempre y su cartera de piel marrón en la mano, más inoportuno que nunca. No me lo podía creer! No podía quedarme así! Odie al profesor más que nunca, más que cualquier día de examen.

Raquel se acercó un poco a mi, inclinándose sobre el pupitre y sonriendo, mientras su compañera entraba resoplando en el aula y se dirigía hacia su sitio. Pensé, y casi sentí, que llegaba el momento del beso. Me miró a los ojos y me dijo en voz baja:

- Es que a mi me gusta otro...

Y giró la cabeza hacia el lado opuesto del aula, hacia la segunda fila. Seguí su mirada y vi a Alberto mirándonos fijamente, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, intentando adivinar qué decíamos.

- Todo el mundo a su sitio, que empezamos – dijo el profe levantándose hacia la pizarra y abriendo un paquete de tizas.

Me volví a mi sitio, con las manos en los bolsillos y el ánimo por los suelos. Ni me interesaba la clase, ni el profe, ni los deberes que había que entregar ese día. Me senté en mi silla, esperando a que acabara aquel suplicio cuanto antes.

- ¿Qué te ha dicho? - me preguntó Alberto muy bajito.
- Nada. - respondí.

Abrí el libro por el tema que nos dijo el profesor y ya no quise pensar en nada más.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Juegos malabares




Recuerdo el día que le vi por última vez. Ahí estaba, como cada mañana de las últimas semanas, fiel a nuestra cita en el semáforo. Era un hombre joven, no demasiado alto, con pelo corto y rubio y entradas demasiado pronunciadas para su edad. Se dedicaba a hacer juegos malabares para ganarse algún dinero entreteniendo a los que pasábamos por allí. En el momento en que el disco cambiaba a rojo y los conductores parábamos manteniendo la fila, él se colocaba en el paso de peatones, mirando a su platea de vehículos, dejando espacio suficiente para que los viandantes cruzaran sin problemas.


Vestía siempre ropa informal: camiseta de manga corta, pantalones bombachos y zapatillas deportivas o sandalias. Ese día llevaba el bombín de fieltro verde de otras veces. Aunque nunca conjuntaba nada con el resto de su vestuario, le daba un toque bohemio, de artista que sabe que se debe a su público. En otras ocasiones, para conseguir el mismo efecto, cambiaba el bombín por un chaleco negro de corte elegante.


Saludó levantando los brazos, sosteniendo las tres mazas blancas con sus manos y sonriendo, como esperando un aplauso de bienvenida. Lanzó las mazas al aire y comenzó el espectáculo. Las solía mover con velocidad, pasando de mano en mano, haciéndolas girar en un baile en el que no cabía la improvisación. A menudo conseguía pasarse alguna de ellas por la espalda, cazándola después al vuelo, justo en el momento en el que él daba una vuelta sobre sí mismo.


Cuando alguna de las mazas se le caía al suelo, hacía una mueca de fastidio, muy exagerada, para dejar bien claro que el primer disgustado con el error era él. Entonces se golpeaba la cabeza con otra de las mazas, a modo de suave autocastigo condescendiente. Hábilmente levantaba la maza del suelo con el pie, lanzándola de nuevo al aire y retomando el show justo donde lo dejó.


No pasaron ni tres minutos cuando su número finalizó, recogiendo de nuevo en sus manos las tres mazas blancas después de un último lanzamiento a mayor altura que el resto. Volvió a saludar con una reverencia y, siempre sonriendo, se apresuró a acercarse a los coches que bajaban la ventanilla para darle alguna moneda. Yo le he dado algo alguna vez y siempre responde con un "Muchas gracias" con acento que parece de Europa del Este.


El disco del semáforo cambió a verde y los conductores arrancamos, mientras él se deslizó rápidamente hasta la acera, disculpándose con una nueva sonrisa y con un gesto con la mano cuando interrumpió brevemente el avance de una furgoneta blanca de reparto.


En el camino hasta la acera desaparecía su sonrisa y agachaba un poco la cabeza para besar las monedas que había conseguido. Me gustaba imaginar que piensa en tiempos mejores, pasados y, sobre todo, futuros, iluminado por los focos y no por las luces cambiantes de un semáforo.


Un autobús escolar paró en doble fila y bloqueó el paso al resto de vehículos, con el correspondiente enfado de los conductores que quedamos atascados. Así que me consolé con la idea de ver de nuevo el número del malabarista.


Pero, cuando llegó a la acera, dos policías municipales le esperaban con un bloc en las manos y un gesto serio en la cara. Le hablaron durante menos de un minuto y el malabarista asintió con la cabeza. Guardó sus mazas en una mochila que le esperaba en el suelo y se marchó, con su bombín bien alto. Seguramente, en busca de un nuevo escenario.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Microcuento

- ¿Por qué no me quiere?

- Porque no te quieres.

El camino



"Esto sí es vida", piensa. "Levantarme bien temprano, cuando el sol aún no ha empezado a asomarse por el horizonte, zamparme un buen desayuno y salir a caminar por el monte con Samba".

El sendero lleva justo hasta el mirador, en lo más alto de la colina, a un poco menos de diez kilómetros de su casa de veraneo. Es un camino pedregoso, en continúa cuesta arriba. A un lado queda el barranco, escarpado y recubierto de matorrales que han crecido sin control, pintando de marrones y verdes las rocas que sobresalen desde la pared. Al otro, un bosque de pinos casi centenarios, formando un laberinto de troncos que abarrotan la ladera hasta casi la cima.

Empieza la ascensión a buen ritmo, como le recomendó su médico. Es importante para su recuperación, según le dijo. Respira profundamente, dejando que el aire aún fresco de la mañana llegue al fondo de sus pulmones. Inevitablemente le llega el aroma a tierra mojada por la tormenta de la noche anterior. Y, también inevitablemente, se mezcla con el olor de los restos de la digestión de las vacas que pastan por la zona.

Samba va y viene. Es un cruce de labrador con mastín, de ojos inteligentes, pelo negro y cresta rebelde. Acostumbrada al camino, disfruta de él tanto o más que su dueño. A veces se para unos metros por delante, se gira agitando el rabo y le mira para asegurarse de que le sigue. Otras veces desaparece detrás de alguna curva y vuelve corriendo, como para estirar las patas y no perder su excelente tono muscular. Cuando se queda quieta, fija, con las orejas levantadas, es seguro que algún animalillo silvestre anda cerca.

Casi sin darse cuenta lleva ya cuatro kilometros recorridos. Es el momento de mirar hacia atrás y, con un poco de suerte, poder contemplar como el sol anaranjado va apareciendo, dibujando la silueta de los montes que encajonan al valle. Hoy decide esperar a que salga del todo, a que le empiece a molestar en los ojos, escondidos detrás de sus gafas oscuras. Le apetece notar como tiene que ir cerrándolos, poco a poco, dejando algunas cuantas patas de gallo de más y sintiendo como calienta su cara.

Reanuda su camino y siente el dolor en la rodilla, como la última vez. Las secuelas de su operación de menisco no son graves, pero sí molestas. Y más a su edad, en la que hay que empezar a tener en cuenta otros achaques del implacable paso del tiempo. Nunca había sido un deportista, precisamente. Por eso le sorprendió su lesión. Y por eso se tomó tan mal la rehabilitación que le recomendó su médico: "Pasear, andar y caminar." Aunque ahora, unos meses después, había empezado a darse cuenta de lo que se había estado perdiendo durante tantos años.

Intenta no pensar en su articulación y sigue su camino. Sabe que obviar el dolor a veces ayuda a superarlo. Se concentra en escuchar el canto de los pájaros, le cuesta distinguir si es sólo uno multiplicado por el eco o una banda que ha decidido formar su propio grupo musical. Oye a Samba ladrando, seguramente a alguna ardilla que se le ha cruzado en el camino.

La parte final del camino se le hace más dura. El cansancio se le acumula en las piernas, en especial en la rodilla. Siente la espalda mojada por el sudor y algunas gotas caen desde su pelo canoso, le resbalan por las mejillas y se atrincheran en su barba. El sol está cada vez más alto y ha olvidado coger la gorra que le regaló su nieto. Se arrepiente de no haber avisado a su vecino para que le recogiera en el mirador, se hubiera ahorrado el camino de vuelta. "Venga, un esfuerzo más y llego", piensa. Siente un pinchazo en el brazo izquierdo, pero no se ve ningún insecto posado en él ni parece que haya ninguna rama cerca. Samba casi ha debido llegar al mirador y le esperará un poco más arriba.

Se le nubla un poco la vista y siente que se marea. Mira al suelo. El sudor es más frío. El dolor del brazo izquierdo se hace más y más intenso. Se sienta con mucha dificultad, apoyándose en una roca que parece puesta allí a propósito. Se agarra el brazo izquierdo con la mano derecha, intentando sujetar el dolor que es cada vez más insoportable. Busca a Samba pero no la ve ni la oye. Cierra los ojos y cae de rodillas al camino. El dolor es demasiado intenso como para que nadie pueda soportarlo.

"Esto no es vida...", piensa por última vez.


domingo, 9 de noviembre de 2014

La Dama



Un jugador de ajedrez lo piensa todo, es a lo que nos dedicamos: a pensar. Analizamos la situación de nuestras piezas y las del oponente, imaginamos los posibles movimientos y sus consecuencias, evaluamos los riesgos antes de decidir la jugada y, finalmente, jugamos.



Yo soy jugador de ajedrez. Además, soy consciente que de los buenos, de los muy buenos. Mi carrera ha sido meteórica desde que me dediqué profesionalmente a ello. Destaqué desde joven, siendo el único que consiguió tablas con el campeón del momento en una partida simultánea con otros veinte jóvenes aficionados. Los patrocinadores se fijaron en mí y en mi talento natural para anticiparme a mis rivales. Disfruto tanto con este deporte que no hay horas suficientes para seguir jugando.



La vida para mí es un enorme tablero de ajedrez. Las personas que me rodean son las piezas a las que observar y a las que conocer para saber su siguiente movimiento.



Algunos me achacan que me lo tengo muy creído, que me creo superior a mis rivales. A los que me dicen eso, simplemente les reto a una partida y saben que se tienen que retractar. Hay quién dice que llevo los duelos casi al terreno personal, tratando a mis compañeros como simples peones a mi servicio. Y la verdad es que no me importa sacrificar alguno si me compensa lo que consigo a cambio. Se trata de ser el mejor, caiga quién caiga.



Pero, a la vez, sé cuidar muy bien de mis colaboradores más importantes, no debo perderlos. Sé que ellos son las torres que me protegen de ataques de los medios de comunicación, de supuestos expertos en ajedrez y de algún listillo que pretende aprovecharse de mi para hacerse famoso.



Y, entre todos mis colaboradores, nadie tan importante como mi Dama. La conocí en mi primer campeonato profesional, justo cuando ella se me acercó para darme la enhorabuena por haberlo ganado. Antes hubiera sido imposible, no atendía a nadie para no distraerme ni perder la concentración. Su admiración hacia mí se convirtió en amor y comenzamos una relación en la que ella entendía que el ajedrez era lo primero. Después de unos años, consiguió que nos prometiéramos y ahora estamos a sólo un mes de casarnos.



Acabo de llegar al restaurante donde hemos quedado a cenar y hablar, seguramente de los últimos detalles de la boda. Me resulta imposible no estar eufórico por mi última entrevista en la revista “Enroque“. No solo aparezco en la portada por mi primera vez, sino que, además, me dedican un reportaje de cinco páginas. Reconozco que llevo la primera hora de la conversación hablando sobre las aperturas que había comentado, las comparaciones con mi eterno rival, los absurdos argumentos sobre si la máquina conseguirá ganarme en algún momento y la enorme presión que tendré que soportar de cara al próximo mundial.



Cuando termino de contar todos los detalles de mi entrevista, me fijó en ella casi por primera vez desde que he llegado. Cara seria, ojeras parcialmente ocultas por el maquillaje, dedos nerviosos jugando con su anillo de compromiso, ojos que amenazan con convertirse en lágrimas.

Justo antes de levantarse de la mesa para salir por la puerta del restaurante, me dice: “Alberto, te dejo”.



Jaque mate.

jueves, 6 de noviembre de 2014

domingo, 2 de noviembre de 2014

El cuaderno



Aquel verano acompañó a sus padres a pasar unos días en el pueblo. Su tía abuela se encontraba delicada de salud y su madre quería aprovechar para estar unos días con ella. Las tardes eran largas y aburridas en aquella casa. Las conversaciones giraban en torno a personas del pueblo que él no conocía o a parientes de parientes, ya fallecidos, de los que se recordaban anécdotas que había escuchado ya otras cientos de veces. Así que aprovechó para revisar los viejos libros que aún se conservaban en la biblioteca, a la que llamaban así a pesar de ser sólo una pequeña habitación con una única estantería repleta y a punto de caerse por el peso.
Al intentar alcanzar uno de ellos, perdido entre otros tantos ejemplares en el estante superior, una nube de polvo cayó sobre él. Estaba claro que la limpieza no llegaba hasta allí desde hacía años. Dentro del libro, escondido entre sus páginas, encontró uno mucho menos abultado. No tenía título ni en la portada ni en el lomo y, por el tipo de encuadernación, parecía más algún tipo de cuaderno de notas que un libro como tal. Lo abrió para hojearlo y se encontró con múltiples textos manuscritos y fechados. Le pareció evidente que se trataba de una especie de diario o similar, aunque sin entradas de todos los días. Su curiosidad se despertó de golpe, venciendo al sopor de aquella tarde calurosa y estival. Le invitaba a saber más de aquel regalo que había llegado por casualidad, obviando el reparo inicial que le daba leer un diario que parecía personal.
La primera entrada, fechada en Octubre de 1978, decía lo siguiente:
Nunca pensé que lo haría. No sé si seré capaz de volver a repetirlo”.
Fuera lo que fuese, le incitaba a seguir leyendo. La siguiente entrada, de Enero de 1979, era aún más inquietante:
Tengo pesadillas por las noches. No quiero seguir. Pero necesito el dinero. Ya no hay marcha atrás”.
Y continuaba con una lista de varios nombres y apellidos, junto con unas fechas que comprendían desde Octubre de 1978 hasta Enero de 1983.
Su madre apareció de pronto en la puerta de la biblioteca, con los ojos aún entreabiertos y alguna arruga en la mejilla, señal inequívoca que acababa de levantarse de la siesta. “¿Qué haces aquí? Anda, vete un rato con la tía, que pregunta por ti…”
Sin tiempo casi para contestar, le agarró del brazo y ambos volvieron al salón. Su padre preparaba café mientras la tía daba cuerda a su viejo reloj de pared, justo antes de que dieran las cinco en punto de la tarde. Aún llevaba en la mano el polvoriento diario que había encontrado en la biblioteca y preguntó a su tía: “¿Me lo puedo llevar? Es para leer en el viaje de vuelta… Estaba en la biblioteca y me apetece leerlo…” Su tía ni siquiera miró lo que le mostraba en sus manos. “Claro, hijo… Llévate lo que quieras… A tu difunto abuelo seguro que no le importaría que disfrutes de su colección de libros…”
Poco sabía de su abuelo por la familia. Casi nunca le mencionaban cuando estaban en el pueblo y, las veces que les preguntaba, no sacaba mucha información: fue transportista y se pasaba la mayor parte de los días viajando de aquí para allá. En uno de esos viajes se marchó para no volver, dejando a la abuela sola y con cinco hijos que alimentar. No volvieron a saber de él y, aunque nunca hubo ningún entierro, todos le dieron por muerto.
Pasó el resto de la tarde revisando los comentarios del cuaderno. Todos desprendían un enorme sentimiento de culpa y, a la vez, una alta dosis de resignación. Aquello parecía una autentica confesión por escrito, a la que sólo le faltaba el epílogo de la penitencia. El último texto del cuaderno no llevaba fecha y sólo decía “Que Dios me perdone”.
Después de la cena se encerró de nuevo en la biblioteca. Comparó la escritura del cuaderno con algunas cartas que se guardaban en el cajón del aparador. El mismo trazo, la misma inclinación, el mismo rabito de la ‘a’… Aquel cuaderno, sin la menor duda, había sido escrito por la misma mano de su abuelo.
A la mañana siguiente visitó el registro local, buscando alguna información de los nombres que aparecían en el cuaderno. Se estremeció al comprobar que muchos de ellos aparecían en el registro de fallecidos. Pero lo que casi le hizo gritar fue que todos ellos murieron el mismo día de su nacimiento. No podía ser una casualidad. ¿Qué significaba todo aquello?
Los certificados de defunción estaban todos firmados por un tal doctor Ricardo Alcázar. La secretaria del registro, una cincuentona con pelo canoso, algún quilo de más y muchas ganas de conversación, le comentó que fue el médico del pueblo durante algunos años. “Aún vive el viejo doctor, aquí cerca del registro. Es casi un ermitaño, no sale ni para hacer la compra, se la llevan a casa. En el pueblo todos dicen que está medio loco y nadie se le acerca”. Consiguió su dirección a cambio de escuchar un montón de chismes intrascendentes y se dirigió hacia su casa con la esperanza de aclarar algo.
El doctor resultó ser un anciano con más arrugas que años, de estatura menuda y peso aún más menudo. Se mostró bastante desconfiado al abrir la puerta y contemplar a un joven que no conocía de nada. Pero bastó con explicarle el parentesco que le unía con su abuelo para que le dejara pasar con un cierto alivio en la mirada. Le ofreció una vieja silla del salón mientras él se sentaba a duras penas en un sofá de tela verde, desgastado por el uso.
Sabía por experiencia que la mejor manera de interrogar a sus fuentes era ser directo. Le solía funcionar. Así no les daba tiempo a pensar y la gente solía ser más sincera. O, al menos, se le notaban más las mentiras. “He estado en el registro y he visto los partes de defunción de esos niños, del año 78 al 83 ¿Qué pasó?”
Para su sorpresa, aquel viejo médico, acorralado por los años y por la sinceridad de su interlocutor, se echó a llorar. Fue un llanto sordo y sin lágrimas, pero que inundó toda la habitación de una enorme tristeza. Después de unos minutos de eterno silencio, le relató la historia que nunca hubiera querido oír:
Nos pagaban muy bien. A tu abuelo y a mí. Y lo que hacíamos era sencillo, si es que había algo sencillo en esta historia. Cuando nacía un niño en una familia de las más pobres del pueblo, yo certificaba su muerte. A los padres era fácil convencerles. Lo que decía el médico era incuestionable. Entonces lo envolvíamos en unas mantas y tu abuelo se lo llevaba en su camión. Lo llevaba a la casa que le habían dicho, recogía el dinero y me daba mi parte cuando volvía. Yo nunca supe dónde iban, era mejor así. Los dos necesitábamos el dinero: tu abuelo por su familia y yo por mis excesos. Y así hasta la siguiente ocasión. No muy seguido, para no levantar sospechas en el pueblo. Cuando la culpa nos corroía por dentro, nos convencíamos de que era lo mejor para los niños, que ahora estaban mucho mejor que si los hubiéramos dejado con sus auténticos padres. Pero tu abuelo no lo pudo soportar y decidió marcharse para siempre. Yo no tuve el valor de hacerlo. Me quedé viviendo con mis remordimientos y me siguen visitando cada noche. Aún se me aparecen esos niños en mis pesadillas, llorando para que les deje quedarse con sus padres…”
Volvió su llanto sordo y sin lágrimas. Entendió que las había gastado todas después de tantos años de sufrimiento. Se levantó y salió de la casa sin despedirse del viejo doctor. Ya no quería saber nada más. Sólo pensaba que ojalá nunca hubiera encontrado aquel maldito cuaderno.

domingo, 26 de octubre de 2014

Pensando en musarañas


No era la primera vez que llamaban a sus padres para que acudieran al colegio. Darío se había acostumbrado a que sus padres visitaran el despacho del director para hablar de él. Su padre solía llegar con el semblante muy serio, casi ni miraba a Darío y se limitaba a inclinar levemente la cabeza para saludar al director. Su madre era mucho más emotiva y mostraba más preocupación en la mirada hacia su hijo. Los dos parecían cansados de repetir la misma situación cada poco tiempo. Sobre todo después de que sus hermanos ya hubieran pasado por el mismo colegio y sólo coleccionaran alabanzas y felicitaciones.

El director conocía a los padres de Darío desde hacia años. Se habían criado juntos en la colonia y, en su juventud, habían estudiado juntos. Se diría que eran casi amigos, aunque las circunstancias y las obligaciones les hubieran separado un tiempo. La seriedad compartida por todos los adultos allí presentes inundaba el despacho. Aunque fuera hacía un espléndido día de primavera, parecía que dentro de aquella habitación se avecinaba una tormenta. Y de las buenas.

Darío esperaba paciente a que alguno de los mayores se deciciera a hablar. Por su experiencia de otras ocasiones, aquello seguiría el guión habitual. Una reprimenda del director, unas disculpas por parte de su padre y un castigo para él al llegar a casa. Algunos días sin salir ni jugar con sus amigos parecía que llegarían sin remedio.

Como Darío imaginaba, fue el director el que rompió el hielo diciendo: "Algo hay que hacer con él, no puede seguir así...". Esta vez su madre casi rompió a llorar, aunque supo controlar a duras penas sus lágrimas tratando de no preocupar a Darío. "Se sigue distrayendo con facilidad en clase, está siempre pensando en las musarañas..." continuó el director. Darío sintió como las miradas de sus padres se volvían hacía él, esperando quizás una justificación o algún tipo de arrepentimiento. Pero Darío no tenía la más mínima intención de hablar de aquello en aquel despacho.

Lo que le ocurría es que, casi sin querer, no podía dejar de imaginarse a las musarañas jugando entre ellas, bailando al ritmo de la música que tocaban otras, escuchando sus conversaciones, contemplando cómo se enamoraban, cómo se enfadaban, cómo reían y lloraban... Todo un mundo de musarañas se mostraba ante él sin ningún esfuerzo... Y, entre todas ellas, siempre una llamaba especialmente su atención. Parecía la protagonista de sus pensamientos, destacaba entre todas. Darío no sabía si ella también podía verle a él, pero no le importaba.

En esos momentos a Darío se le ocurrían mil ideas diferentes, nuevas imágenes, historias maravillosas... Todas protagonizadas por su musaraña favorita. Veía claramente a su musaraña viajando en un barco pirata, con un parche en el ojo, recorriendo los siete mares y buscando tesoros escondidos. La intuía tarareando canciones en la corte del sultán, entreteniendo a todos los embajadores que acudían a su fiesta. La imaginaba bailando en un gran teatro, con todo el público en pie, aplaudiendo entusiasmados. La observaba mientras los garabatos que esbozaba en un lienzo en blanco iban tomando las formas más increibles y coloridas que nunca había visto antes.

Entonces Darío no podía contenerse y aprovechaba sus ocho pequeñas patas para tejer su tela en cualquier rincón en el que se encontrara. Fluía de él la necesidad de contar esas historias cómo mejor sabía, con su tela. Y trataba de representar aquello que sólo él parecía que era capaz de ver.

Algunas de sus compañeras arañas se burlaban de él por hacer esas cosas tan raras. Otras incluso se asustaban, pensando que Darío se había vuelto loco y que se había convertido en una araña peligrosa para las demás. La mayoría ya se habían acostumbrado y casi ni se inmutaban al ver a Darío tejiendo su tela, sin enterarse siquiera de qué pasaba a su alrededor. Pero, como se formaba revuelo en la clase, la profesora doña Carla se veía obligada sin remedio a expulsar a Darío de clase y enviarle otra vez al despacho del director. Y eso conllevaba la correspondiente visita de sus padres. Otra vez.

Darío nunca había contado qué le pasaba. Le preocupaba que sus padres decidieran aumentarle el castigo pensando que se burlaba de ellos. O peor aún, que también ellos le tomaran por loco y le encerraran en alguna torre altísima de algún castillo perdido en medio de las montañas. Darío pensó que aquella ocasión no iba a ser diferente.

Sin embargo, cuando sus padres y el director se quedaron en silencio, pensando infructuosamente en cómo corregir a Darío, se le ocurrió volver a pensar en su musaraña. Allí estaba, a su lado, con esos pequeños ojillos mirándole fijamente. Le sonreía con calma y le preguntó: "¿Por qué no te dejan jugar conmigo? A todo el mundo le gusta jugar, incluídas las arañas..."

Darío comprendió entonces que era mejor sincerarse. Su musaraña llevaba razón, no hacía nada malo. Y si sus padres o el director o sus compañeros o doña Clara no le entendían, ellos se lo perdían. Y si lo mandaban al manicomio de las arañas, su musaraña siempre le acompañaría.

Así que carraspeó un poco para aclararse la voz y romper el tenso silencio que seguía reinando en aquel momento. Sus padres y el director giraron sus miradas de nuevo hacia él, esperando a ver qué quería decir Darío. Les miro fijamente, les sonrío con calma, como le había enseñado su musaraña y se atrevió a decirles: "No hago nada malo. Es sólo que las musarañas me inspiran".

Y así fue como las musarañas se convirtieron en las musas de las arañas.

martes, 7 de octubre de 2014

La Luna y el Mar



Cuenta la leyenda que, al principio de los tiempos, la Luna tenía miedo a la oscuridad. No soportaba estar en tinieblas y no conseguía superar su temor. Peleaba con el Sol para que le dejara quedarse a su lado durante el día y descansar junto a él cada noche. Pero el Sol, poderoso y brillante, no quería compartir su cielo con ella. Con sus primeros rayos de cada día la apartaba de él y a la Luna no le quedaba más remedio que desaparecer.

Una noche la Luna buscó refugio en el Mar. Quería esconderse en algún sitio donde sentirse segura y encontró un hueco detrás del horizonte, a salvo de la oscuridad. Allí permaneció llorando, lamentándose de su miedo y negándose a salir de su escondite.

El Mar, al encontrarse con la Luna en tal estado y haciendo gala de la inmensidad de su paciencia, se dirigió a ella con toda la calma de la que era capaz.

- ¿Por qué lloras, Luna? - le preguntó.
- Me da miedo la oscuridad. - respondió la Luna entre sollozos.
- ¿Y por qué te da miedo la oscuridad? - siguió preguntando el Mar.
- Pues... Porque no se ve nada, no sé qué hay alrededor... ¿Y si hay alguien que me quiera hacer daño? ¿Y si me pierdo? ¿Y si no sé a dónde tengo que ir? - replicó la Luna casi sin poder parar de llorar.
- Entiendo... - la calmó el Mar. - Por favor, acompáñame. Quiero mostrarte algo.

La Luna dudó un momento si salir de detrás del horizonte. Seguía sintiendo miedo, pero el Mar conseguía transmitirle calma y, además, iría acompañada. Finalmente aceptó salir, muy poco a poco, muy despacio, hasta quedar a muy poca distancia por encima del horizonte, casi sin separarse del Mar.

Cuando estuvo allí, el Mar le dijo en voz baja:
- No mires hacia arriba. Fíjate en tu reflejo en mi, mira cómo brillas...

La Luna hizo caso al Mar y pudo ver como su luz se extendía sobre el Mar con un espectacular color plateado. El Mar tenía una luz como nunca había visto. Sin poder dejar de sorprenderse, escucho al Mar decirle:
- Mira ahora hacia esos árboles de la orilla.

Al mirar hacia donde le indicaba el Mar se maravilló aún más. Los colores verdes, marrones, amarillos, rojos... Todos brillaban de una forma especial, resplandecían serenamente con toques sútiles que transmitían paz.

- Ahora puedes mirar hacia arriba y ver quién te espera.- le susurró lentamente el Mar.

La Luna alzó la vista y contempló el mayor manto de estrellas que nunca pudo imaginar. Brillaban, tililaban, bailaban entre ellas, jugaban y retozaban sin parar alrededor de la propia Luna como en una fiesta sin fin.

Sin saber qué decir, la Luna miró al Mar. El Mar, aún más en calma, le dijo:
- Todo lo que ves, es gracias a tu luz. Tú eres la que ilumina la noche, tú eres la que haces desaparecer la oscuridad de los demás. Por favor, no nos prives de tu presencia cada noche.

Así fue como la Luna perdió su miedo y decidió pasarse las noches iluminando tanto cómo le fuera posible. Y, en agradeciemiento eterno al Mar, decidió reservarle cada noche su mejor luz, para regalársela y reflejarse en él como en ningún otro lugar.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Otoño




El otoño es bohemio.

Días soleados intercalados con otros de cielo encapotado y nubes amenazantes. Ni el calor sofocante del verano ni el negro frío del invierno. El olor a tierra mojada después de una noche lluviosa. El marrón de las hojas que quedan en los árboles reflejándose en el marrón de las hojas que ya cayeron. El viento que golpea las ventanas y agita los primeros abrigos que lucen por las calles.


El otoño es melancólico.

Son recuerdos de la infancia. Juegos en la calle, apurando los últimos momentos del día, antes de que el sol se despida temprano y de la bienvenida a la luna. Un balón que cae en uno de los charcos del improvisado campo de futbol formado por líneas y porterías imaginarias. Una carrera con los amigos para ver quién es el más rápido de la pandilla y que todos en el colegio lo sepan. Unos tebeos nuevos para leer en la cama con la primera gripe del curso.

El otoño es reinicio.

Es el tiempo de nuevos tiempos. Un propósito más realista que los de cada nuevo Año Nuevo. Una pequeña vuelta de tuerca a las rutinas de siempre. Esas no cambiarán mucho, son rutinas porque gustan y forman parte de la propia vida. Uno no es lo mismo sin sus rutinas. Antes era tiempo de nuevos fascículos, nuevas colecciones, muchas de ellas inacabadas para siempre. Ahora ya no hacen falta, el conocimiento y los objetos se compran a distancia y están siempre ahí, a un clic. Se gana tiempo, pero se pierde la ilusión de esperar a que llegue el o la siguiente.


El otoño es equilibrio.

La inocencia de los primeros años y las pequeñas locuras de la juventud dejan paso a la serenidad tranquila de la madurez. Ya no hay que exprimir al máximo los días soleados, sólo hay que disfrutarlos con calma, saborearlos con lentitud, sentirlos despacio para que nada se escape. Por si el siguiente ya no es así. Y los días nublados apetece resguardarse en el espacio de confort, invitando a ejercitar la memoria, la buena memoria.


domingo, 28 de septiembre de 2014

Microcuento

Odiaba la montaña rusa. Las subidas, las bajadas, los mareos, el miedo... Pero tenía un abono que no quería desperdiciar.

lunes, 15 de septiembre de 2014

jueves, 21 de agosto de 2014

Microcuento

- Dicen que es mejor tarde que nunca.

- Entonces, contigo, que sea tarde...

Microcuento

- Buenos días, ¿has tenido algún sueño bonito esta noche?

- No, pero ojalá hubiese soñado contigo...

martes, 19 de agosto de 2014

lunes, 18 de agosto de 2014

Microcuento

- Nadie dijo que iba a ser fácil...

- Ya. Pero nadie me preguntó si quería que fuese difícil...

Microcuento

Le diagnosticaron síndrome de Diógenes. Guardaba todos los besos y abrazos que le habían dado. Y las sonrisas. Y las miradas. Y las caricias. Y los piropos. Y las gracias. Y las confesiones. Y los secretos. Y...

miércoles, 13 de agosto de 2014

Microcuento

Envolvió sus defectos en su lista de virtudes y le dibujó su sonrisa. Y no le quedó más remedio que quererla para siempre.

viernes, 8 de agosto de 2014

Lucía

Lucía como el Sol de mediodía.
Lucía como una estrella invitada.
Lucía como la Luna de medianoche.
Lucía, la sonrisa en tu mirada.

martes, 5 de agosto de 2014

lunes, 4 de agosto de 2014

Microcuento

Todo iba bien hasta que la conoció. A partir de ese momento todo fue, sencillamente, perfecto.

viernes, 1 de agosto de 2014

Microcuento

Se recreaba en su pasado. 

Se imaginaba su futuro. 

Olvidaba vivir su presente.

Microcuento

Le hacía mucho daño verla, pero no lo podía evitar... Además, le encantaba hacerlo.

viernes, 11 de julio de 2014

Microcuento

- Cierra los ojos.

- ¿Por qué? ¿No quieres que te vea?


- No. Prefiero que me sientas.

lunes, 7 de julio de 2014

Microcuento

Murió por una sobredosis de abrazos. Su débil corazón no soportó tanta felicidad.

sábado, 5 de julio de 2014

jueves, 3 de julio de 2014

Microcuento

Una lágrima por cada vez que pudo ser y no fue. Una sonrisa por cada vez que será.

martes, 1 de julio de 2014

No hay


No hay presente sin pasado.
No hay futuro sin presente.
No hay amor sin desengaño.
No hay locura sin demente.

No hay huidas sin un rastro.
No hay pasión con excedentes.
No hay guión sin escenario.
No hay traición sin reincidente.

No hay camino sin los pasos.
No hay censura intermitente.
No hay error sin desacato.
No hay creador sin referente.

No hay entrada sin salida.
No hay maldad sin penitente.
No hay verdades sin mentira.
No hay espejos transparentes.

No hay ficciones sin la vida.
No hay lealtades permanentes.
No hay lección sin maestría.
No hay fiesta irreverente.

No hay lágrima sin sonrisa.
No hay sonrisa deprimente.
No hay palabras sin valía.
No hay poetas suficientes.