Recuerdo
el día que le vi por última vez. Ahí estaba, como cada mañana de
las últimas semanas, fiel a nuestra cita en el semáforo. Era un
hombre joven, no demasiado alto, con pelo corto y rubio y entradas
demasiado pronunciadas para su edad. Se dedicaba a hacer juegos
malabares para ganarse algún dinero entreteniendo a los que
pasábamos por allí. En el momento en que el disco cambiaba a rojo y
los conductores parábamos manteniendo la fila, él se colocaba en el
paso de peatones, mirando a su platea de vehículos, dejando espacio
suficiente para que los viandantes cruzaran sin problemas.
Vestía
siempre ropa informal: camiseta de manga corta, pantalones bombachos
y zapatillas deportivas o sandalias. Ese día llevaba el bombín de
fieltro verde de otras veces. Aunque nunca conjuntaba nada con el
resto de su vestuario, le daba un toque bohemio, de artista que sabe
que se debe a su público. En otras ocasiones, para conseguir el
mismo efecto, cambiaba el bombín por un chaleco negro de corte
elegante.
Saludó
levantando los brazos, sosteniendo las tres mazas blancas con sus
manos y sonriendo, como esperando un aplauso de bienvenida. Lanzó
las mazas al aire y comenzó el espectáculo. Las solía mover con
velocidad, pasando de mano en mano, haciéndolas girar en un baile en
el que no cabía la improvisación. A menudo conseguía pasarse
alguna de ellas por la espalda, cazándola después al vuelo, justo
en el momento en el que él daba una vuelta sobre sí mismo.
Cuando
alguna de las mazas se le caía al suelo, hacía una mueca de
fastidio, muy exagerada, para dejar bien claro que el primer
disgustado con el error era él. Entonces se golpeaba la cabeza con
otra de las mazas, a modo de suave autocastigo condescendiente.
Hábilmente levantaba la maza del suelo con el pie, lanzándola de
nuevo al aire y retomando el show justo donde lo dejó.
No
pasaron ni tres minutos cuando su número finalizó, recogiendo de
nuevo en sus manos las tres mazas blancas después de un último
lanzamiento a mayor altura que el resto. Volvió a saludar con una
reverencia y, siempre sonriendo, se apresuró a acercarse a los
coches que bajaban la ventanilla para darle alguna moneda. Yo le he
dado algo alguna vez y siempre responde con un "Muchas gracias"
con acento que parece de Europa del Este.
El
disco del semáforo cambió a verde y los conductores arrancamos,
mientras él se deslizó rápidamente hasta la acera, disculpándose
con una nueva sonrisa y con un gesto con la mano cuando interrumpió
brevemente el avance de una furgoneta blanca de reparto.
En
el camino hasta la acera desaparecía su sonrisa y agachaba un poco
la cabeza para besar las monedas que había conseguido. Me gustaba
imaginar que piensa en tiempos mejores, pasados y, sobre todo,
futuros, iluminado por los focos y no por las luces cambiantes de un
semáforo.
Un
autobús escolar paró en doble fila y bloqueó el paso al resto de
vehículos, con el correspondiente enfado de los conductores que
quedamos atascados. Así que me consolé con la idea de ver de nuevo
el número del malabarista.
Pero,
cuando llegó a la acera, dos policías municipales le esperaban con
un bloc en las manos y un gesto serio en la cara. Le hablaron durante
menos de un minuto y el malabarista asintió con la cabeza. Guardó
sus mazas en una mochila que le esperaba en el suelo y se marchó,
con su bombín bien alto. Seguramente, en busca de un nuevo
escenario.