Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

domingo, 30 de noviembre de 2014

Juegos malabares




Recuerdo el día que le vi por última vez. Ahí estaba, como cada mañana de las últimas semanas, fiel a nuestra cita en el semáforo. Era un hombre joven, no demasiado alto, con pelo corto y rubio y entradas demasiado pronunciadas para su edad. Se dedicaba a hacer juegos malabares para ganarse algún dinero entreteniendo a los que pasábamos por allí. En el momento en que el disco cambiaba a rojo y los conductores parábamos manteniendo la fila, él se colocaba en el paso de peatones, mirando a su platea de vehículos, dejando espacio suficiente para que los viandantes cruzaran sin problemas.


Vestía siempre ropa informal: camiseta de manga corta, pantalones bombachos y zapatillas deportivas o sandalias. Ese día llevaba el bombín de fieltro verde de otras veces. Aunque nunca conjuntaba nada con el resto de su vestuario, le daba un toque bohemio, de artista que sabe que se debe a su público. En otras ocasiones, para conseguir el mismo efecto, cambiaba el bombín por un chaleco negro de corte elegante.


Saludó levantando los brazos, sosteniendo las tres mazas blancas con sus manos y sonriendo, como esperando un aplauso de bienvenida. Lanzó las mazas al aire y comenzó el espectáculo. Las solía mover con velocidad, pasando de mano en mano, haciéndolas girar en un baile en el que no cabía la improvisación. A menudo conseguía pasarse alguna de ellas por la espalda, cazándola después al vuelo, justo en el momento en el que él daba una vuelta sobre sí mismo.


Cuando alguna de las mazas se le caía al suelo, hacía una mueca de fastidio, muy exagerada, para dejar bien claro que el primer disgustado con el error era él. Entonces se golpeaba la cabeza con otra de las mazas, a modo de suave autocastigo condescendiente. Hábilmente levantaba la maza del suelo con el pie, lanzándola de nuevo al aire y retomando el show justo donde lo dejó.


No pasaron ni tres minutos cuando su número finalizó, recogiendo de nuevo en sus manos las tres mazas blancas después de un último lanzamiento a mayor altura que el resto. Volvió a saludar con una reverencia y, siempre sonriendo, se apresuró a acercarse a los coches que bajaban la ventanilla para darle alguna moneda. Yo le he dado algo alguna vez y siempre responde con un "Muchas gracias" con acento que parece de Europa del Este.


El disco del semáforo cambió a verde y los conductores arrancamos, mientras él se deslizó rápidamente hasta la acera, disculpándose con una nueva sonrisa y con un gesto con la mano cuando interrumpió brevemente el avance de una furgoneta blanca de reparto.


En el camino hasta la acera desaparecía su sonrisa y agachaba un poco la cabeza para besar las monedas que había conseguido. Me gustaba imaginar que piensa en tiempos mejores, pasados y, sobre todo, futuros, iluminado por los focos y no por las luces cambiantes de un semáforo.


Un autobús escolar paró en doble fila y bloqueó el paso al resto de vehículos, con el correspondiente enfado de los conductores que quedamos atascados. Así que me consolé con la idea de ver de nuevo el número del malabarista.


Pero, cuando llegó a la acera, dos policías municipales le esperaban con un bloc en las manos y un gesto serio en la cara. Le hablaron durante menos de un minuto y el malabarista asintió con la cabeza. Guardó sus mazas en una mochila que le esperaba en el suelo y se marchó, con su bombín bien alto. Seguramente, en busca de un nuevo escenario.