Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

sábado, 30 de abril de 2011

El calendario


No era la primera vez que cambiaba de trabajo. Y tenía la sensación de que tampoco sería la última. Había pasado tantas veces por esa situación que casi se hacía cotidiana: nuevo trayecto desde casa, nueva puerta de entrada, nueva mesa, nuevos compañeros, nuevos jefes…

Sin embargo, no podía evitar sentir ese nerviosismo propio del primer día. La sensación de querer agradar desde el principio, el pensamiento de qué pensarán mis compañeros, la incertidumbre de cómo será la oficina, la inseguridad por si no sabía hacer sus nuevas tareas... Todas esas reflexiones pasaban por su mente, una tras otra, sin querer detenerse a profundizar en ninguna de ellas. Había aprendido a que era mucho mejor no tener ideas preconcebidas. Como solía hacer, improvisaría en cada momento, confiando en su instinto curtido después de tantos años.

Al llegar al edificio donde se alojaban las oficinas, muy céntrico en la ciudad y con un aspecto de cierta dejadez y suciedad, sintió la última sensación de pánico ante lo desconocido. O, al menos, eso pensaba en aquel momento.

Su nuevo jefe le recibió de inmediato con una sonrisa demasiado falsa y con un apretón de manos demasiado fuerte, recogiéndole en la entrada mientras explicaba al guarda de seguridad que debían dejarle pasar, que era “el nuevo”. Recordó cuántas veces más había sido “el nuevo” y no le gustó revivir esa sensación.

Después de la típica charla de bienvenida y motivación del jefe, que casi se sabía de memoria cambiando únicamente el nombre de la empresa, le acompañó hasta su lugar de trabajo. Las presentaciones fueron pocas y rápidas. Ni había mucha gente a la que presentar ni los que estaban tenían la mínima intención de confraternizar con “el nuevo”. Supuso, como en otras ocasiones, que no era bien recibido el sustituto del antiguo compañero despedido, jubilado o, lo que era aún peor, fallecido.

Su nuevo sitio consistía en una sencilla mesa en forma de L y una silla de oficina con indicios de no cumplir con las normas de prevención de riesgos laborales. Sobre la mesa, dominada por un ordenador de penúltima generación con pantalla plana de 15 pulgadas, encontró algunos utensilios típicos de oficina: un paquete de folios, un cubilete con varios bolígrafos de distintos colores, dos cuadernos de tamaño A4, un archivador AZ vacío y un calendario de mesa. Sintió un escalofrío al sentarse en la silla de oficina que había heredado. Lo achacó a una corriente o al aire acondicionado que refrescaba el ambiente…

Revisó los cajones para vaciarlos y poder guardar su cartera y su cepillo de dientes de viaje. Los encontró vacíos y limpios, por lo que tardó mucho menos de lo que hubiera querido emplear en esa primera tarea. Encendió el ordenador y comprobó que, como era de esperar, le pedía un usuario y contraseña. Recordó que su jefe le prometió facilitárselas lo antes posible… Ordenó los folios y el cuaderno, cambiándolos de sitio, y certificó que la mitad de los bolígrafos parecían haberse quedado sin tinta.

Sintió las miradas de un par de hombres que pasaron al lado de su mesa, cuchicheando entre ellos. No fue capaz de recordar sus nombres. Una chica de mediana edad y mediana estatura estuvo unos minutos revisando su teléfono y le comunicó que le habían asignado la extensión 19. No le dio tiempo a preguntar si podía llamar fuera de la oficina porque se marchó tan rápido como apareció…

Sin nada que hacer y sin saber a dónde mirar, se percató de que el calendario estaba desactualizado. Se había quedado en la hoja del viernes anterior, justo una semana antes de su incorporación. Pasó las siete hojas correspondientes hasta que apareció la del día actual.

Pasó la siguiente media hora esbozando un croquis de lo que conocía de la oficina y escribiendo los nombres de los que recordaba en los sitios en los que estaban ubicados. En otras ocasiones le había ayudado a relacionar los nombres con las caras. Se encontraba remarcando algunos de los nombres, de los que estaba seguro de no equivocarse, cuando apareció junto a su mesa su jefe. Le facilitó el usuario y contraseña del ordenador y, una vez puesto en marcha, pasó el resto del día tomando notas de todo lo que le iba explicando. Sólo hicieron una pausa de 15 minutos para tomar un café.

Al llegar a casa le invadió la misma sensación de otras ocasiones: este trabajo es un horror. Se consoló con la idea de que el día siguiente no podía ser peor…

Después de algunos días aprendiendo los pocos entresijos de su nuevo trabajo, monótono y aburrido, la rutina se apoderó de su día a día. Seguía sintiendo la indiferencia de sus compañeros y empezó a sentir el tedio de su trabajo.

Lo único que cambiaba cada día era la hoja del calendario. Cada mañana, al llegar a su mesa, encontraba pasada la hoja del calendario, de manera que no tenía que hacerlo por él mismo. Daba igual que fuera lunes o víspera de día festivo, siempre aparecía con el día actualizado. Al principio pensó que se trataba de algún compañero meticuloso, que se dedicaba a actualizar los calendarios de todas las mesas. Pero comprobó que otros compañeros sí pasaban sus hojas del calendario al llegar y sólo el suyo aparecía actualizado cada mañana.

Cuando comentó con sus amigos del barrio la anécdota del calendario, los más graciosos jugueteaban con teorías de lo más dispar: algún desequilibrado que se había obsesionado con él, alguna admiradora secreta y tímida que no se atrevía a declararse y era su forma de llamar la atención, alguna novatada de un grupo de compañeros gamberros… Ninguna de esas opciones parecía acercarse a la realidad, sobre todo teniendo en cuenta el anodino ambiente de trabajo que le rodeaba y el poco sentido del humor que reinaba en aquella oficina…

Al mes y medio de empezar a trabajar tuvo que hacer horas extras para solucionar un problema que le había tocado por ser el último en llegar. Como casi siempre. Cuando llegó la hora de la salida sus compañeros se fueron marchando de la oficina. Algún compañero se despidió con un “Hasta mañana”, pero la mayoría se marchó sin más. Media hora más tarde estaba completamente sólo en aquella planta. O, al menos, eso pensaba…

Casi le da un infarto cuando apareció por el pasillo aquella señora espigada, huesuda, casi cadavérica, y muy sonriente. No era fácil calcular su edad y lucía un pelo abundante en canas con un corte que le recordó al de su abuela. Empujaba su carrito de la limpieza, lleno de productos y botes, canturreando alguna canción que no llegó a descifrar. Parecía no encajar en el marco de aquella oficina por la alegría con la que desempeñaba su trabajo. Empezó a limpiar el polvo de las primeras mesas que se encontraba y a vaciar las papeleras con rapidez y determinación, muy segura de cómo hacer su trabajo. Al llegar junto a su lado le saludó alegremente con la mano, dándole las buenas tardes con voz baja y grave, y pasó la hoja de su calendario guiñando con complicidad uno de sus ojos, negrísimo y brillante. Dobló la esquina del pasillo casi tan rápido cómo había aparecido, mientras seguía canturreando su canción y un repentino aire frío invadió su lugar de trabajo. A pesar de eso, y sin saber por qué, en apenas dos minutos sintió que era la persona más cercana de todas las que trabajaban en aquella oficina…

Al día siguiente, al llegar a su sitio y ver el calendario actualizado, cayó en la cuenta de que no había podido agradecer a la señora de la limpieza su meticulosa actualización del día en que vivía. Se le ocurrió que para agradecérselo, como no tenía la más mínima intención de quedarse hasta que ella hiciera su ronda, podía dejarle una nota en el propio calendario. Así que, al finalizar su horario laboral, cogió uno de los bolígrafos que aún conservaban algo de tinta y le escribió en la hoja del día: “Gracias”.

Tal y cómo esperaba, apareció un “De nada” al día siguiente… Le caía bien la señora de la limpieza.

Un par de semanas después volvió a quedarse a trabajar hasta tarde. Nuevo marrón, mismo pardillo. Esta vez se sintió mínimamente aliviado por el hecho de poder volver a ver la única cara agradable de aquel lugar y agradecerle en persona sus cuidados… Sin embargo, esa tarde, apareció por el pasillo, anunciada por algún taco en voz demasiado alta, otra persona que no era la esperada.

La nueva mujer de la limpieza rondaba los cincuenta años, era regordeta y bastante más patosa. Además, por cada mesa por la que pasaba, limpiada sin mucho esmero, exclamaba algún comentario despectivo acerca de su dueño y de su capacidad para entorpecer su trabajo. Y su cara era tan agria como sus comentarios.

Al llegar a su mesa, le miró con indiferencia y pasó de largo. Por supuesto, ni miró al calendario… Un impulso irracional le hizo preguntarle: “Perdone, ¿y la otra señora de la limpieza?”. La nueva señora de la limpieza le miró entre sorprendida y fastidiada por tener que hablar. “¿Qué? Hijo, no hay otra señora de la limpieza. Llevo trabajando en este sitio desde hace 15 años, sin faltar ni un solo día… ¡Ni por un resfriado he dejado de venir! Y que se me ocurra faltar…”. Y se marchó refunfuñando entre dientes…

Al llegar a la oficina la mañana siguiente, la hoja del calendario estaba actualizada. Y volvió a sentir el mismo escalofrío del primer día…

No entendía qué estaba ocurriendo… Pero se le ocurrió una manera de intentar averiguarlo. Cogió el mismo bolígrafo de siempre y, con un ligero temblor de su mano derecha, escribió en el calendario “¿Quién eres? ¿Por qué actualizas mi calendario?”. Se marchó a casa más nervioso de lo que había estado nunca, con la sensación de no saber realmente si quería saber qué estaba ocurriendo…

Esa noche casi no pudo dormir. Quería echarle la culpa a los tres cafés que había tomado en el día, pero sabía que lo que le impedía dormir era la imagen de aquella señora sonriente, guiñándole aquel ojo… Los pocos ratos que el sueño le vencía se llenaban de pesadillas surrealistas y se despertaba con la respiración agitada y sudando abundantemente. No llegó a dormir más de dos horas en toda la noche.

Cuando a la mañana siguiente se acercó a su mesa, su mirada se dirigió de inmediato al calendario, con el día actualizado. El mensaje le provocó otro de aquellos escalofríos: “Los días pasan para ti… Igual que pasaron para mi…”.