Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

jueves, 25 de febrero de 2016

Tomo nota



A primera vista parecía un lector más. No debía pasar de los cuarenta años, aunque su pelo canoso podría hacer pensar lo contrario. Su posición erguida y sus hombros anchos demostraban que era asiduo al gimnasio o a la piscina. Las gafas y su manera de vestir hacía tiempo que ya no estaban de moda, parecían de los últimos años del siglo pasado.

Era muy educado, siempre saludaba cuando entraba cada mañana por la puerta de la biblioteca y pasaba por delante del mostrador de préstamos. También se despedía al salir. Solía dirigirse a las estanterías de forma decidida, como si tuviera muy claro qué es lo que quería y dónde encontrarlo. En menos de un minuto había seleccionado uno de los ejemplares de la balda correspondiente. Lo curioso es que nunca se le vio consultar los catálogos que hay a disposición de los usuarios. Ni los de papel que cuelgan al principio de cada pasillo ni los electrónicos en los ordenadores de la sala.

Revisando su ficha no se detectaba ni un solo retraso en la devolución de los libros, ninguna incidencia con algún ejemplar que hubiera quedado defectuoso, nada extraño en su expediente. Sólo se le podía achacar un hambre voraz por la lectura, ya que eran varios los títulos que tomaba prestados cada mes.

Cuando localizaba el volumen que quería, se sentaba en uno de los puestos de lectura que estaban libres, encendía la luz individual situada enfrente y comenzaba a pasar páginas. Las pasaba a de una en una, sin pausa, a una velocidad que impediría a cualquiera leer una sola línea. Era imposible que estuviera realmente leyendo el libro en cuestión. Podía permanecer pasando las páginas el tiempo que fuera necesario, hasta que llegaba al final del libro. Entonces se acercaba al mostrador y pedía llevárselo, siempre cortés y poco hablador, usando las palabras estrictamente necesarias para solicitar el préstamo al bibliotecario.

En todo el tiempo que el lector estuvo frecuentando la biblioteca, únicamente en dos ocasiones se salió de su extraña rutina habitual. Y en ambas ocasiones fue para avisar al bibliotecario que había un error en el libro. En la primera ocasión, el bibliotecario miró con incredulidad al lector:

- ¿Perdón? - se le ocurrió preguntar un poco desconcertado.
- Sí, este libro está mal. No tiene el número de páginas correcto. Hay un error en la numeración de las páginas. Se salta de la ciento treinta y cuatro a la ciento treinta y seis. Falta la ciento treinta y cinco. - La voz era firme, sin rastro de duda.
- ¿Dice que falta la ciento treinta y cinco? ¿Ha contado y revisado la numeración de todas las páginas del libro?
- Sí.
- Pero ¡este libro debe tener más de trescientas páginas!
- Trescientas quince, para ser exactos. Aunque la última página está numerada con el trescientos dieciséis. Ya le digo que las he contado. – seguía con el mismo tono firme.

El bibliotecario buscó la página ciento treinta y cinco del libro que tenía en sus manos. Efectivamente, tal y como el lector había dicho, esa página no existía.
- Vale... Y ¿qué se supone que tengo hacer? Seguramente hubo un error en la publicación del libro. Pero eso ya no se puede solucionar.
- Lo sé, lo sé. Sólo quería notificarlo, para que tome nota. Que quede constancia por si alguien más se lo dice.
- De acuerdo... Tomo nota. – el bibliotecario llegó a pensar que aquello se trataba de una broma de cámara oculta. - ¿Se lo lleva?
- No, no. No puedo leer un libro que tiene mal la paginación.
- Pero el contenido del libro estará bien.
- Eso no lo puedo saber con seguridad, la verdad es que no lo he leído.
- Entonces, ¿no puede leer un libro si la numeración de las páginas está mal?
- Eso es.

El lector volvió a las estanterías a buscar otro libro y repetir su rutina. El bibliotecario se quedó hojeando el libro que le acababa de entregar, aún perplejo, sin tener muy claro cómo contaría la historia a su supervisor.

En la segunda ocasión, unos cuantos meses después, el bibliotecario ya estaba alerta y no le pilló desprevenido. Cuando el lector le comentó que aquel libro estaba mal paginado, esbozó una sonrisilla cómplice y le respondió de inmediato: "De acuerdo, tomo nota".

martes, 16 de febrero de 2016

33 RPM





¡Lo conseguí! Diez años me ha costado. Diez años de ensayos, ensayos y más ensayos. Diez años de llamar a muchas puertas, de tocar en bares y locales a los que casi no iba ni el dueño, peleando por un sueño que hoy parece que empieza a hacerse realidad. Diez años de los que hago balance mientras me pellizco para asegurarme que todo esto es real y me ha pasado a mí, por fin.


No fue fácil conseguir el dinero para pagarme las clases en el conservatorio, el profesor de canto y un instrumento en condiciones. No es suficiente sólo con tener algo de talento, hay que invertir mucho tiempo y mucho dinero para mejorar y perfeccionarse. Ya me lo recordaba mi profesor después de cada clase: “Un uno por ciento de talento y un noventa y nueve por ciento de trabajo”.


También tuve que luchar contra mi timidez y cambiar mi actitud en el escenario. Mi aspecto desgarbado, delgado y no especialmente agraciado no ayudaban mucho al principio. Mis ojos son demasiado pequeños y mi pelo escasea cada vez más. No soy para nada el prototipo de ídolo de jovencitas, ni parezco sacado de una portada de revista. Además cometía el error de dedicar más tiempo a pensar en cómo me veía mi escaso público a cómo quería verme yo. A veces pensaba que hasta el espejo se cansaba de verme ensayar en frente suyo.


Hubo muchos momentos en los que me apeteció arrojar la toalla y renunciar a seguir peleando. Como el día que un manager cabrón quiso timarme para que le adelantara el dinero que necesitaba para ir gestionando unas actuaciones que nunca existieron. Menos mal que nunca confié en él del todo y le dije que no. Y todavía se atrevió a amenazarme con que les hablaría a sus contactos de mí para que nunca me contrataran. Me di cuenta que en este mundo siempre habrá gente dispuesta a engañar y hacer negocio con las ilusiones de los demás.


O como la noche después de aquel concierto en una conocida sala de actuaciones en mi ciudad. Los ojeadores de las discográficas solían asistir a esa sala buscando nuevos artistas, ¿por qué no iba a ser yo? Estaba convencido que esa podía a ser mi gran noche, la primera en la que tendría repercusión más allá de mi reducido grupo de amigos. Si aquel concierto salía bien, tendría muchas posibilidades de dar un salto enorme en mi carrera.  Pero todo salió mal, desde el principio. Empezando por una indisposición un par de días antes que me dejó casi sin voz y sin descansar lo suficiente, siguiendo por un sonido pésimo que el técnico no quiso o no supo solucionar y acabando por un público más pendiente de pedir una copa que de escuchar alguno de mis temas. Cuando salí de aquel local pensé que era el momento de dejarlo. Se acabaron los conciertos, se acabaron los ensayos, se acabó la música.


Pero la pasión pudo a la razón, afortunadamente para mí. Además, supieron aconsejarme bien y yo hice bien en dejarme aconsejar. Continúe haciendo lo que más me gusta y aprendí que tropezar una vez no significa quedarse tirado en el suelo. Cuesta, pero hay que levantarse. Y una noche de inspiración las musas me ayudaron a componer el tema que me dará a conocer. Se lo debo todo a ellas. A ellas y a la suerte de estar en el momento adecuado en el lugar adecuado: un productor que me conoce gracias a las redes sociales, escucha ese tema, le gusta, me conoce, conoce el resto de mi trabajo, apuesta por mí y me ofrece un contrato. ¡Un contrato! ¡Poder vivir de la música, de mi pasión! ¡Una pasada!


Ahora sé que me queda mucho camino por delante. Sé que esto no va a ser fácil, que necesitaré dedicarle mucho más tiempo que hasta ahora, que tendré que renunciar a algunas de las cosas que he hecho hasta hoy. Pero también sé que si algún día un desconocido me para por la calle y me dice que una de mis canciones le ha emocionado, todo esto habrá merecido la pena.

miércoles, 10 de febrero de 2016

El grupo





No entiendo por qué se enfada mi nieta conmigo, no hago nada malo. Siempre me dice que allí me comen la cabeza, que se aprovechan de mí, de mi desesperación. Pero no estoy desesperada. En el grupo lo paso bien, he hecho amigas y amigos, nos distraemos y nos hacemos compañía unos a otros. ¿Qué hay de malo en eso? Es verdad que tengo que pagar veinte euros todos los meses, en eso lleva razón. Pero son para ayudar a los que lo necesitan. Ángel es de fiar y reparte el dinero entre los que lo necesitan. Y sus charlas son maravillosas, después de tantos años de rezos y plegarias que no me servían para nada. Pero las charlas de Ángel sí me ayudan. Ahora sí creo de verdad. Cuando llegue el momento, estaré preparada. Ángel nos ha prometido a todos que estaremos preparados. La verdadera felicidad llegará y entenderemos el verdadero significado de este valle de lágrimas.



Cuando mi Fede murió se fue sin nada, sin esperanza. Él nunca creyó en nadie, sólo en él. El cura del pueblo siempre le reprochaba eso. "Mucho venir por la iglesia de paseo, pero ni rezas ni participas como Dios manda", le decía. A mi Fede eso le traía sin cuidado. Mientras tuviera su plato en la mesa a la hora de comer y su ropa para el campo preparada, no necesitaba nada más. Ni siquiera a mí, después de casi cincuenta años casados, me hacía caso. "Como no te arrepientas de tus pecados y te redimas, irás al infierno", le recordaba yo cuando me enfadaba con él. Mi Fede se reía y decía "El infierno no puede ser peor que esto". Sé que me quería. A su manera, pero me quería. Ojalá mi Fede hubiese conocido a Ángel. Él hubiera sabido explicarle y habría cambiado. Siempre se lo digo a Ángel después de sus charlas. Y me da la razón. Pero ya es demasiado tarde para él. Pero no para mí.


Por eso me alegro de que Ángel se me acercara aquel día en la puerta de la iglesia. Fue muy agradable conmigo y me acompañó a casa para que no fuera sola. Ese día no necesité mi muleta para caminar, me apoyé en él, era como si fuera de mi familia, como si le conociera de toda la vida. Por eso no entiendo por qué mi nieta no puede ni verle. Ángel lo sabe y por eso no se acerca a ella. Recuerdo lo bien que me explicó cómo estaba formando un grupo de gente de mi edad, que solemos estar solos. "Cuánta razón, hijo", le dije. Me gustó que quisiera cuidar de nosotros. Todas las actividades que me propuso eran perfectas para mi edad: reuniones para hablar de nuestras vidas, de nuestras anécdotas, lecturas de libros que él nos recomendaría, charlas de algunos amigos suyos para que estuviéramos entretenidos, proyectos de solidaridad entre todos, ayudando a los que más lo necesitan... Todo bueno, nada malo. Me pareció poco lo de los veinte euros. El dinero a nosotros ya no nos vale para mucho, con tener nuestras necesidades cubiertas. Y a ellos les hace muchísima falta, cualquier ayuda es poca.


Estoy deseando llegar al local para ver de qué nos habla hoy. Seguro que hoy nos tiene preparado algo interesante, siempre encuentra temas que nos gustan. Si no fuera por la lata de la muleta, habría llegado hace rato. Ahí está, ya llego. ¿Por qué habrá hoy tanta gente en la puerta? ¿Y por qué está la persiana cerrada? Ángel no ha debido llegar todavía y le estarán esperando fuera. A estas horas suele estar, se ha debido retrasar hoy. Pero ¿y esos coches de policía? Qué raro. Y esa que está con los policías parece mi nieta… ¿Qué habrá pasado?

miércoles, 3 de febrero de 2016

Llueve sobre mojado




Las siete de la mañana. El despertador es implacable, como cada día laboral desde hace ya unos años. En la emisora de radio suena casualmente “Have you ever seen the rain” de Creedence Clearwater Revival. Caprichos del destino.

Aún medio dormido y con un movimiento mecanizado de tanto repetirlo, Pablo apaga el despertador y alcanza su móvil de la mesilla de noche. Consulta la aplicación del parte meteorológico para comprobar la probabilidad de que hoy llueva: setenta por ciento. Por suerte, el viento no hará acto de presencia. Aun así, habrá que salir preparado.

Mientras el olor a café recién hecho se apodera de su pequeño estudio, Pablo se da una buena ducha. Se siente aliviado por no haber tenido pesadillas esa noche. Siguen siendo más frecuentes de lo que le gustaría, aunque su psicóloga le está ayudando a intentar convivir con ellas. La noche anterior fue de las peores en los últimos tiempos. Volvió a revivir como si fuera totalmente real el día de la riada. Las lluvias torrenciales durante horas, el sentimiento agobiante de no poder salir de aquella caravana mientras el ruido ensordecedor del agua sobre la chapa no le dejaba casi escuchar los intentos para tranquilizarle de sus padres, los coches y árboles arrastrados por el agua y el barro pasando por delante de las ventanas, las caras de horror de las personas que veía flotar intentado agarrase desesperadamente a cualquier sitio para salvar su vida… Cuando pasas por una situación así con seis años, te marca para siempre. Ni la medicación consigue borrar esas imágenes de la memoria.

Justo antes de salir de casa, Pablo se asegura de que las dos únicas ventanas que dan al patio interior están perfectamente cerradas, sin posibilidad de que una sola gota pueda entrar en todo el día. Revisa que en su bolsa lleva el paraguas plegable y que el que utilizó el día anterior está ya completamente seco. Puede que mañana lo vuelva a necesitar.

Al llegar a la calle comprueba con alivio que en ese momento ya no llueve. Pero los nubarrones negros que se acercan desde el sur le avisan que no tardará mucho en hacerlo. Decide que irá al trabajo por el camino largo, dando un rodeo antinatural. Sabe que tardará casi quince minutos más que por el camino más corto, pero durante el trayecto hay más lugares en los que resguardarse si comienza a diluviar y el paraguas no es suficiente protección.

Cuando pasa por la cafetería de la esquina, la mesa que da a la ventana está vacía. Algo extraño a esas horas, en las que varios clientes suelen desayunar precipitadamente. Pablo se emociona al recordarse sentado en esa misma mesa hace apenas tres meses, con Lucía. Lamenta que ella nunca llegará a entenderle del todo.

- Ya sé que estás tratando de solucionarlo, con la psicóloga, la terapia y todo eso. Pero…
- Pero, ¿qué? Hago lo que puedo. 
- Pero yo no puedo vivir así, condicionada casi a diario. Si llueve no quieres salir, prefieres que nos quedemos en casa. Y yo necesito hacer cosas diferentes. Si te propongo un viaje a algún sitio lo primero que miras es cuántas precipitaciones se registraron allí en el último año. Y los veranos en el pueblo son imposibles contigo. Sólo el riesgo de tormenta te paraliza. Ni tus amigos de toda la vida pueden verte el pelo en cuanto se oye un trueno en la distancia.
- Se me da bien detectar cuándo va a llover. Igual me dan un premio por batir un record Guinness o algo así… 
- Por favor, no bromees. Intento hablar en serio. 
- Lucía, ya hemos hablado de esto otras veces… 
- Sí. Pero es que ahora me propones lo Almería. Irnos a vivir allí, romper con todo, olvidarnos de lo que tenemos… Es de locos. 
- El trabajo que me ofrecen es muy bueno y está bien pagado. Tú también podrías encontrar algo sin problemas en lo tuyo… Y no está tan lejos. En tres horas en coche llegaríamos... He comprobado que también hay buena combinación en tren… 
- Y se supone que tendría que renunciar a mi vida aquí, ¿no? Mi familia, mis amigos, mi trabajo, mis aficiones… Eso es pedir demasiado. 
- Yo también renunciaría a todo eso. Y creo que podríamos ser felices allí. 
- Tú serías más feliz. Los días que no llueva, claro. Yo sería infeliz prácticamente todos. 
- Entonces… ¿no te vienes? 
- No, no me voy. No puedo soportarlo más. Lo siento, Pablo… 
- Ya… Y tampoco te quedas. 
- Eso, Pablo… Tampoco me quedo. 

Al final lo de Almería no se concretó, muy a su pesar. Vivir en la ciudad con menos probabilidad de precipitaciones de todo el país era un reclamo muy tentador para él y su fobia a la lluvia. Desgraciadamente para él, lo de Lucía sí se concretó, ya no quería volver con él.

Los nubarrones negros le acompañaron todo el camino, pero aguantaron sin descargar hasta el momento en que Pablo entraba en el edificio de su oficina. Unos pocos minutos más y habría tenido que abrir el paraguas y apretar el paso para sentirse a salvo lo antes posible. Pablo entra en el hall y se dirige hasta el ascensor que le lleva hasta su despacho. Saca el móvil de su bolsillo y vuelve a consultar el parte meteorológico para su hora de salida. Pronostican que las nubes se habrán marchado y hay posibilidad de que luzca el sol. Por si acaso, Pablo vuelve a comprobar que en su bolsa sigue estando su paraguas plegable.