Las siete de la mañana. El despertador es implacable, como cada día laboral
desde hace ya unos años. En la emisora de radio suena casualmente “Have you
ever seen the rain” de Creedence Clearwater Revival. Caprichos del destino.
Aún medio dormido y con un movimiento mecanizado de tanto repetirlo, Pablo
apaga el despertador y alcanza su móvil de la mesilla de noche. Consulta la
aplicación del parte meteorológico para comprobar la probabilidad de que hoy
llueva: setenta por ciento. Por suerte, el viento no hará acto de presencia.
Aun así, habrá que salir preparado.
Mientras el olor a café recién hecho se apodera de su pequeño estudio, Pablo
se da una buena ducha. Se siente aliviado por no haber tenido pesadillas esa
noche. Siguen siendo más frecuentes de lo que le gustaría, aunque su psicóloga
le está ayudando a intentar convivir con ellas. La noche anterior fue de las
peores en los últimos tiempos. Volvió a revivir como si fuera totalmente real
el día de la riada. Las lluvias torrenciales durante horas, el sentimiento
agobiante de no poder salir de aquella caravana mientras el ruido ensordecedor
del agua sobre la chapa no le dejaba casi escuchar los intentos para tranquilizarle
de sus padres, los coches y árboles arrastrados por el agua y el barro pasando
por delante de las ventanas, las caras de horror de las personas que veía
flotar intentado agarrase desesperadamente a cualquier sitio para salvar su
vida… Cuando pasas por una situación así con seis años, te marca para siempre.
Ni la medicación consigue borrar esas imágenes de la memoria.
Justo antes de salir de casa, Pablo se asegura de que las dos únicas
ventanas que dan al patio interior están perfectamente cerradas, sin
posibilidad de que una sola gota pueda entrar en todo el día. Revisa que en su
bolsa lleva el paraguas plegable y que el que utilizó el día anterior está ya
completamente seco. Puede que mañana lo vuelva a necesitar.
Al llegar a la calle comprueba con alivio que en ese momento ya no llueve.
Pero los nubarrones negros que se acercan desde el sur le avisan que no tardará
mucho en hacerlo. Decide que irá al trabajo por el camino largo, dando un rodeo
antinatural. Sabe que tardará casi quince minutos más que por el camino más
corto, pero durante el trayecto hay más lugares en los que resguardarse si
comienza a diluviar y el paraguas no es suficiente protección.
Cuando pasa por la cafetería de
la esquina, la mesa que da a la ventana está vacía. Algo extraño a esas horas,
en las que varios clientes suelen desayunar precipitadamente. Pablo se emociona
al recordarse sentado en esa misma mesa hace apenas tres meses, con Lucía. Lamenta
que ella nunca llegará a entenderle del todo.
- Ya sé que estás tratando de solucionarlo, con la psicóloga, la terapia y todo eso. Pero…
- Pero, ¿qué? Hago lo que puedo.
- Pero yo no puedo vivir así, condicionada casi a diario. Si llueve no quieres salir, prefieres que nos quedemos en casa. Y yo necesito hacer cosas diferentes. Si te propongo un viaje a algún sitio lo primero que miras es cuántas precipitaciones se registraron allí en el último año. Y los veranos en el pueblo son imposibles contigo. Sólo el riesgo de tormenta te paraliza. Ni tus amigos de toda la vida pueden verte el pelo en cuanto se oye un trueno en la distancia.
- Se me da bien detectar cuándo va a llover. Igual me dan un premio por batir un record Guinness o algo así…
- Por favor, no bromees. Intento hablar en serio.
- Lucía, ya hemos hablado de esto otras veces…
- Sí. Pero es que ahora me propones lo Almería. Irnos a vivir allí, romper con todo, olvidarnos de lo que tenemos… Es de locos.
- El trabajo que me ofrecen es muy bueno y está bien pagado. Tú también podrías encontrar algo sin problemas en lo tuyo… Y no está tan lejos. En tres horas en coche llegaríamos... He comprobado que también hay buena combinación en tren…
- Y se supone que tendría que renunciar a mi vida aquí, ¿no? Mi familia, mis amigos, mi trabajo, mis aficiones… Eso es pedir demasiado.
- Yo también renunciaría a todo eso. Y creo que podríamos ser felices allí.
- Tú serías más feliz. Los días que no llueva, claro. Yo sería infeliz prácticamente todos.
- Entonces… ¿no te vienes?
- No, no me voy. No puedo soportarlo más. Lo siento, Pablo…
- Ya… Y tampoco te quedas.
- Eso, Pablo… Tampoco me quedo.
- Ya sé que estás tratando de solucionarlo, con la psicóloga, la terapia y todo eso. Pero…
- Pero, ¿qué? Hago lo que puedo.
- Pero yo no puedo vivir así, condicionada casi a diario. Si llueve no quieres salir, prefieres que nos quedemos en casa. Y yo necesito hacer cosas diferentes. Si te propongo un viaje a algún sitio lo primero que miras es cuántas precipitaciones se registraron allí en el último año. Y los veranos en el pueblo son imposibles contigo. Sólo el riesgo de tormenta te paraliza. Ni tus amigos de toda la vida pueden verte el pelo en cuanto se oye un trueno en la distancia.
- Se me da bien detectar cuándo va a llover. Igual me dan un premio por batir un record Guinness o algo así…
- Por favor, no bromees. Intento hablar en serio.
- Lucía, ya hemos hablado de esto otras veces…
- Sí. Pero es que ahora me propones lo Almería. Irnos a vivir allí, romper con todo, olvidarnos de lo que tenemos… Es de locos.
- El trabajo que me ofrecen es muy bueno y está bien pagado. Tú también podrías encontrar algo sin problemas en lo tuyo… Y no está tan lejos. En tres horas en coche llegaríamos... He comprobado que también hay buena combinación en tren…
- Y se supone que tendría que renunciar a mi vida aquí, ¿no? Mi familia, mis amigos, mi trabajo, mis aficiones… Eso es pedir demasiado.
- Yo también renunciaría a todo eso. Y creo que podríamos ser felices allí.
- Tú serías más feliz. Los días que no llueva, claro. Yo sería infeliz prácticamente todos.
- Entonces… ¿no te vienes?
- No, no me voy. No puedo soportarlo más. Lo siento, Pablo…
- Ya… Y tampoco te quedas.
- Eso, Pablo… Tampoco me quedo.
Los nubarrones negros le acompañaron todo el camino, pero aguantaron sin descargar hasta el momento en que Pablo entraba en el edificio de su oficina. Unos pocos minutos más y habría tenido que abrir el paraguas y apretar el paso para sentirse a salvo lo antes posible. Pablo entra en el hall y se dirige hasta el ascensor que le lleva hasta su despacho. Saca el móvil de su bolsillo y vuelve a consultar el parte meteorológico para su hora de salida. Pronostican que las nubes se habrán marchado y hay posibilidad de que luzca el sol. Por si acaso, Pablo vuelve a comprobar que en su bolsa sigue estando su paraguas plegable.