¡Lo conseguí! Diez años me ha
costado. Diez años de ensayos, ensayos y más ensayos. Diez años de llamar a
muchas puertas, de tocar en bares y locales a los que casi no iba ni el dueño,
peleando por un sueño que hoy parece que empieza a hacerse realidad. Diez años
de los que hago balance mientras me pellizco para asegurarme que todo esto es
real y me ha pasado a mí, por fin.
No fue fácil conseguir el dinero
para pagarme las clases en el conservatorio, el profesor de canto y un
instrumento en condiciones. No es suficiente sólo con tener algo de talento,
hay que invertir mucho tiempo y mucho dinero para mejorar y perfeccionarse. Ya
me lo recordaba mi profesor después de cada clase: “Un uno por ciento de
talento y un noventa y nueve por ciento de trabajo”.
También tuve que luchar contra mi
timidez y cambiar mi actitud en el escenario. Mi aspecto desgarbado, delgado y
no especialmente agraciado no ayudaban mucho al principio. Mis ojos son
demasiado pequeños y mi pelo escasea cada vez más. No soy para nada el
prototipo de ídolo de jovencitas, ni parezco sacado de una portada de revista.
Además cometía el error de dedicar más tiempo a pensar en cómo me veía mi
escaso público a cómo quería verme yo. A veces pensaba que hasta el espejo se
cansaba de verme ensayar en frente suyo.
Hubo muchos momentos en los que me
apeteció arrojar la toalla y renunciar a seguir peleando. Como el día que un
manager cabrón quiso timarme para que le adelantara el dinero que necesitaba para
ir gestionando unas actuaciones que nunca existieron. Menos mal que nunca
confié en él del todo y le dije que no. Y todavía se atrevió a amenazarme con
que les hablaría a sus contactos de mí para que nunca me contrataran. Me di
cuenta que en este mundo siempre habrá gente dispuesta a engañar y hacer
negocio con las ilusiones de los demás.
O como la noche después de aquel
concierto en una conocida sala de actuaciones en mi ciudad. Los ojeadores de
las discográficas solían asistir a esa sala buscando nuevos artistas, ¿por qué
no iba a ser yo? Estaba convencido que esa podía a ser mi gran noche, la
primera en la que tendría repercusión más allá de mi reducido grupo de amigos.
Si aquel concierto salía bien, tendría muchas posibilidades de dar un salto
enorme en mi carrera. Pero todo salió
mal, desde el principio. Empezando por una indisposición un par de días antes
que me dejó casi sin voz y sin descansar lo suficiente, siguiendo por un sonido
pésimo que el técnico no quiso o no supo solucionar y acabando por un público
más pendiente de pedir una copa que de escuchar alguno de mis temas. Cuando
salí de aquel local pensé que era el momento de dejarlo. Se acabaron los
conciertos, se acabaron los ensayos, se acabó la música.
Pero la pasión pudo a la razón,
afortunadamente para mí. Además, supieron aconsejarme bien y yo hice bien en
dejarme aconsejar. Continúe haciendo lo que más me gusta y aprendí que tropezar
una vez no significa quedarse tirado en el suelo. Cuesta, pero hay que
levantarse. Y una noche de inspiración las musas me ayudaron a componer el tema
que me dará a conocer. Se lo debo todo a ellas. A ellas y a la suerte de estar
en el momento adecuado en el lugar adecuado: un productor que me conoce gracias
a las redes sociales, escucha ese tema, le gusta, me conoce, conoce el resto de
mi trabajo, apuesta por mí y me ofrece un contrato. ¡Un contrato! ¡Poder vivir
de la música, de mi pasión! ¡Una pasada!
Ahora sé que me queda mucho
camino por delante. Sé que esto no va a ser fácil, que necesitaré dedicarle
mucho más tiempo que hasta ahora, que tendré que renunciar a algunas de las
cosas que he hecho hasta hoy. Pero también sé que si algún día un desconocido
me para por la calle y me dice que una de mis canciones le ha emocionado, todo
esto habrá merecido la pena.