El otoño es bohemio.
Días soleados intercalados con
otros de cielo encapotado y nubes amenazantes. Ni el calor sofocante del verano
ni el negro frío del invierno. El olor a tierra mojada después de una noche
lluviosa. El marrón de las hojas que quedan en los árboles reflejándose en el
marrón de las hojas que ya cayeron. El viento que golpea las ventanas y agita
los primeros abrigos que lucen por las calles.
El otoño es melancólico.
Son recuerdos de la infancia.
Juegos en la calle, apurando los últimos momentos del día, antes de que el sol
se despida temprano y de la bienvenida a la luna. Un balón que cae en uno de
los charcos del improvisado campo de futbol formado por líneas y porterías
imaginarias. Una carrera con los amigos para ver quién es el más rápido de la
pandilla y que todos en el colegio lo sepan. Unos tebeos nuevos para leer en la
cama con la primera gripe del curso.
El otoño es reinicio.
Es el tiempo de nuevos tiempos. Un
propósito más realista que los de cada nuevo Año Nuevo. Una pequeña vuelta de
tuerca a las rutinas de siempre. Esas no cambiarán mucho, son rutinas porque
gustan y forman parte de la propia vida. Uno no es lo mismo sin sus rutinas.
Antes era tiempo de nuevos fascículos, nuevas colecciones, muchas de ellas
inacabadas para siempre. Ahora ya no hacen falta, el conocimiento y los objetos
se compran a distancia y están siempre ahí, a un clic. Se gana tiempo, pero se
pierde la ilusión de esperar a que llegue el o la siguiente.
El otoño es equilibrio.
La inocencia de los primeros años
y las pequeñas locuras de la juventud dejan paso a la serenidad tranquila de la
madurez. Ya no hay que exprimir al máximo los días soleados, sólo hay que
disfrutarlos con calma, saborearlos con lentitud, sentirlos despacio para que
nada se escape. Por si el siguiente ya no es así. Y los días nublados apetece
resguardarse en el espacio de confort, invitando a ejercitar la memoria, la
buena memoria.