Mi
guitarra se llama Raquel. Se llama así porque, cuando la compré,
estaba enamorado hasta las trancas de una chica que se llamaba
Raquel. Y en aquel momento pensé que a las dos les haría ilusión
compartir nombre: a la chica y a la guitarra. La chica nunca supo que
mi guitarra se llamaba como ella. En realidad, ni siquiera supo
que tenía una guitarra y, mucho menos, que estuve enamorado de ella.
Pero la guitarra y yo estamos ya a punto de cumplir las bodas de
plata.
Raquel
descansa en un soporte con recubrimiento de espuma que compré
especialmente para ella. Ocupa un lugar privilegiado en el salón de
casa, alejada del sol en verano y de la calefacción en invierno,
para que no sufra con las temperaturas extremas y no se ponga
enferma. Y no ha cambiado de sitio desde que me mudé al piso que
ahora ocupo.
Ayer,
al llegar a casa después de un nuevo y largo día más de trabajo,
me fijé en ella, casi por casualidad, y noté que estaba triste. Su
caja había perdido el brillo que siempre tuvo y una fina capa de
polvo ocultaba el lustre que la caracterizaba. Los trastes estaban
más desgastados de lo que recordaba y el dorado de sus clavijas
había mutado a un cobrizo apagado y mate. La quinta cuerda parecía
a punto de romperse, amenazando con mutilar el perfecto paralelismo
de sus cinco compañeras. Las cicatrices que las púas habían ido
dejando en el protector a lo largo de los años me resultaron más
numerosas y más profundas. Diría, incluso, que vi una lágrima que
resbalaba por su mástil.
Colgué
mi abrigo en el perchero de la entrada y deje el portátil y el móvil
encima de la mesa del salón. Intenté acordarme de la última vez
que la había tocado, pero no fui capaz de recordarlo. Las prisas, el
trabajo, las obligaciones, la rutina... Todo eso había hecho que
casi me olvidara de ella y no le prestara la atención que merecía.
Aunque ella nunca se había quejado ni me había reprochado nada. Me
esperaba, paciente y silenciosa, hasta que yo quisiera dedicarle
parte de mi tiempo.
Me
acerqué a ella y la abracé, apoyándola suavemente en mi pierna
derecha, como había hecho tantas veces en el pasado. Incluso después
de todo este tiempo, seguía desprendiendo ese olor a madera de caoba
que me enamoró en nuestro primer encuentro.
Un
único intento de hacerle susurrar un Mi y un Do fue suficiente para
confirmarme lo que me temía. El intento de susurro fue en realidad
un grito apagado y leve, carente de cariño y armonía. Su alma se
había desafinado por culpa de mi indiferencia. Le había hecho daño
y no fui consciente hasta ese momento. ¡Tantas veces había sido mi
cómplice! ¡Tantas veces me había acompañado en los malos y buenos
momentos! ¡Tantas veces me había desahogado con ella! Y así le
devolvía yo su dedicación incondicional...
En
ese momento sonó el móvil con el tono electrónico y artificial que
indicaba que la llamada era del jefe. Me levanté a cogerlo, lo miré
unos pocos segundos y supe lo que tenía que hacer. Dejé el móvil
de nuevo encima de la mesa, apagando el volumen para no volver a
oírlo. Ya inventaría al día siguiente alguna excusa creíble para
el jefe.
Cogí
la gamuza y el limpiador y le di un buen repaso a Raquel. Dediqué
casi una hora al polvo, a dejar suave cada uno de sus rincones y
curvas, a sacar de nuevo la belleza que llevaba dentro. Le regalé un
juego nuevo de cuerdas que guardaba desde hacía tiempo en su funda
para un momento especial. Tensé y afiné cada una de ellas,
haciéndolas vibrar y retomando el tono brillante y alegre que tuvo
en nuestros primeros años juntos.
Y la
toqué. La toqué hasta que mis dedos, mis manos, mis brazos y mi
espalda llegaron a su límite. No sé exactamente cuánto tiempo
estuvimos juntos anoche. Ni sé si los vecinos se quejarán por no
dejarles dormir. Pero sí sé que fue una noche de las de antes, en
la que los dos estuvimos riendo todo el tiempo, juntos una vez más.
Con
una última caricia la volví a dejar en su soporte y le prometí que
volvería a por ella al día siguiente.