Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

martes, 28 de abril de 2015

Raquel


Mi guitarra se llama Raquel. Se llama así porque, cuando la compré, estaba enamorado hasta las trancas de una chica que se llamaba Raquel. Y en aquel momento pensé que a las dos les haría ilusión compartir nombre: a la chica y a la guitarra. La chica nunca supo que mi guitarra se llamaba como ella. En realidad, ni siquiera supo que tenía una guitarra y, mucho menos, que estuve enamorado de ella. Pero la guitarra y yo estamos ya a punto de cumplir las bodas de plata.



Raquel descansa en un soporte con recubrimiento de espuma que compré especialmente para ella. Ocupa un lugar privilegiado en el salón de casa, alejada del sol en verano y de la calefacción en invierno, para que no sufra con las temperaturas extremas y no se ponga enferma. Y no ha cambiado de sitio desde que me mudé al piso que ahora ocupo.



Ayer, al llegar a casa después de un nuevo y largo día más de trabajo, me fijé en ella, casi por casualidad, y noté que estaba triste. Su caja había perdido el brillo que siempre tuvo y una fina capa de polvo ocultaba el lustre que la caracterizaba. Los trastes estaban más desgastados de lo que recordaba y el dorado de sus clavijas había mutado a un cobrizo apagado y mate. La quinta cuerda parecía a punto de romperse, amenazando con mutilar el perfecto paralelismo de sus cinco compañeras. Las cicatrices que las púas habían ido dejando en el protector a lo largo de los años me resultaron más numerosas y más profundas. Diría, incluso, que vi una lágrima que resbalaba por su mástil.



Colgué mi abrigo en el perchero de la entrada y deje el portátil y el móvil encima de la mesa del salón. Intenté acordarme de la última vez que la había tocado, pero no fui capaz de recordarlo. Las prisas, el trabajo, las obligaciones, la rutina... Todo eso había hecho que casi me olvidara de ella y no le prestara la atención que merecía. Aunque ella nunca se había quejado ni me había reprochado nada. Me esperaba, paciente y silenciosa, hasta que yo quisiera dedicarle parte de mi tiempo.



Me acerqué a ella y la abracé, apoyándola suavemente en mi pierna derecha, como había hecho tantas veces en el pasado. Incluso después de todo este tiempo, seguía desprendiendo ese olor a madera de caoba que me enamoró en nuestro primer encuentro.



Un único intento de hacerle susurrar un Mi y un Do fue suficiente para confirmarme lo que me temía. El intento de susurro fue en realidad un grito apagado y leve, carente de cariño y armonía. Su alma se había desafinado por culpa de mi indiferencia. Le había hecho daño y no fui consciente hasta ese momento. ¡Tantas veces había sido mi cómplice! ¡Tantas veces me había acompañado en los malos y buenos momentos! ¡Tantas veces me había desahogado con ella! Y así le devolvía yo su dedicación incondicional...



En ese momento sonó el móvil con el tono electrónico y artificial que indicaba que la llamada era del jefe. Me levanté a cogerlo, lo miré unos pocos segundos y supe lo que tenía que hacer. Dejé el móvil de nuevo encima de la mesa, apagando el volumen para no volver a oírlo. Ya inventaría al día siguiente alguna excusa creíble para el jefe.



Cogí la gamuza y el limpiador y le di un buen repaso a Raquel. Dediqué casi una hora al polvo, a dejar suave cada uno de sus rincones y curvas, a sacar de nuevo la belleza que llevaba dentro. Le regalé un juego nuevo de cuerdas que guardaba desde hacía tiempo en su funda para un momento especial. Tensé y afiné cada una de ellas, haciéndolas vibrar y retomando el tono brillante y alegre que tuvo en nuestros primeros años juntos.



Y la toqué. La toqué hasta que mis dedos, mis manos, mis brazos y mi espalda llegaron a su límite. No sé exactamente cuánto tiempo estuvimos juntos anoche. Ni sé si los vecinos se quejarán por no dejarles dormir. Pero sí sé que fue una noche de las de antes, en la que los dos estuvimos riendo todo el tiempo, juntos una vez más.



Con una última caricia la volví a dejar en su soporte y le prometí que volvería a por ella al día siguiente.














lunes, 20 de abril de 2015

Microcuento

- ¿Miedo?

- Ni a subir ni a bajar. Ni a sentir ni a pensar. Ni a no ir ni a llegar. Ni a vivir ni a esperar.

miércoles, 8 de abril de 2015

Microcuento

- ¿Sabes que la avaricia rompe el saco?
- Sí, pero mientras no rompa el corazón...