Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

martes, 3 de noviembre de 2020

Itamisan


Mi nombre es Sumiye Haindo, soy doctora en Neurología y Biotecnología por la universidad de Osaka. Dirijo el Departamento de Investigación del Dolor de la empresa Shorai Kaisha con sede en Tokyo. La corporación para la que trabajo fue fundada por la familia Koyama a principios del siglo XXI para la producción e instalación de sistemas limpios de climatización por aerotermia. En aquella época, en plena lucha contra el cambio climático, estos sistemas supusieron una autentica revolución en el sector y la inversión en este mercado proporcionó a la familia Koyama unos ingresos millonarios que engrosaron notablemente su ya enorme fortuna. Con los años, la empresa diversificó su actividad y apostó por otros negocios relacionados con la investigación y la innovación tecnológica como la Nanotecnología, la Robótica o la Inteligencia Artificial. Esto la ha convertido en la actualidad en una de las empresas tecnológicas más importantes del mundo.

Hace unos ocho años, Ryota Koyama, el primogénito de la cuarta generación de la familia, tomó posesión como Director General de la empresa. El señor Koyama tuvo una salud delicada desde su infancia, con continuas enfermedades y múltiples dolencias. El dolor marcó su existencia casi a diario, lo que provocó que desarrollara una personalidad arisca y malhumorada, con escaso contacto social y frecuentes ataques de ira. En el momento en el que asumió la dirección de la empresa, eran varios sus males crónicos: frecuentes migrañas, molestias en el maxilar derecho por una negligencia en una intervención quirúrgica, dolor continuo en la zona pélvica, artrosis en las manos y trocanteritis en la cadera izquierda. Esta última patología le proporcionaba una curiosa manera de andar, algo encorvado y con una característica cojera que el señor Koyama trataba de disimular sin éxito. Ninguna de sus dolencias tenía un tratamiento médico efectivo, más allá de dosis frecuentes de analgésicos y relajantes musculares que paliaban levemente sus dolores. Acudía mensualmente a sesiones de psicología y psiquiatría que le ayudaban a controlar en cierta manera la ansiedad que le provocaban sus males y a sobrellevar la vida de la manera más digna posible. Algunos trabajadores de la empresa se burlaban de él en privado llamándole Itamisan, el señor Dolor.

Una de las primeras decisiones del señor Koyama como Director General de la empresa fue crear el departamento que dirijo, cuyo objetivo principal es encontrar una manera de controlar y erradicar el dolor en el ser humano. Esto se convirtió en su principal motivación vital y su mayor obsesión. Quería que los mejores científicos y médicos pusieran en común sus conocimientos sobre el dolor y desarrollaran la tecnología necesaria para mitigarlo. Aunque, en realidad, lo que realmente ansiaba era que alguien pudiera eliminar su propio dolor.

El dolor se crea en el cerebro, algo que casi nadie se para a analizar cuando sufre alguna dolencia. Se tiene la creencia que el dolor se genera en el lugar en el que duele, cuando en realidad es el cerebro el que recibe la información enviada por la zona dañada y la analiza. Si con la información que recibe considera que existe peligro de destrucción de células en el lugar atacado, genera una respuesta a los tejidos de la zona y otros elementos del cuerpo para que respondan al ataque y eviten en lo posible la destrucción de esas células. Es entonces cuando se siente dolor, para avisar de la amenaza. Todas estas señales se envían y reciben desde el cerebro al resto del cuerpo mediante el sistema nervioso central y la médula espinal. Nuestra meta en el departamento era desarrollar un dispositivo que fuera capaz de detectar y clasificar todas esa señales, para discernir las que transmitían el dolor y poder anularlas o, al menos, mitigarlas. Así fue como nació el Proyecto Itami Nashi o Proyecto Sin Dolor.

Decenas de expertos profesionales en Neurología, Biotecnología, Computación Cuántica, Big Data e Inteligencia Artificial avanzamos durante años en la investigación de nuestros respectivos campos. Mi trabajo como coordinadora del proyecto era encontrar los nexos entre todos estos trabajos y unificarlos para conseguir nuestro objetivo. Pretendíamos diseñar un sistema formado por dos nanochips, uno para ser implantado en el cerebro y otro en la base de la espina dorsal. Ambos debían comunicarse y sincronizarse entre sí, además de poseer una velocidad de procesamiento un billón de veces superior al supercomputador más moderno creado hasta la fecha, para tener la capacidad de analizar todas las señales que genera el sistema nervioso. Estos dos nanochips tendrían que monitorizar de manera continua las señales eléctricas que se generaran y recibieran en sus órganos de control. Mediante un sistema de aprendizaje basado en redes neuronales, discernirían cuáles de ellas eran origen y respuesta al dolor. El siguiente paso sería conseguir anular las respuestas del cerebro al dolor, para evitar que el paciente sintiera esa sensación desagradable. Además, los nanochips tendrían que utilizar la propia energía de las señales eléctricas para funcionar y mantenerse en actividad constante. Por supuesto, todo se controlaría estrictamente desde nuestro laboratorio y cada sensación de dolor que fuera detectada quedaría registrada y notificada al paciente mediante un aviso a un dispositivo móvil, por lo que el paciente sería consciente en todo momento de que algún daño se estaba registrando en su cuerpo y podía actuar en consecuencia. De esta manera, un daño grave seguiría requiriendo atención médica del paciente, pero con la ventaja de que no sentiría ningún dolor mientras esperaba a ser atendido. Se dispondría también de la posibilidad de que el paciente pudiera permitir actuar a la respuesta original del cerebro y sentir una sensación dolorosa, adaptando en cada momento su umbral del dolor.

Fueron años de mucho trabajo y dedicación, con algunos fracasos que nos hacia replantearnos si era realmente factible abarcar un proyecto tan ambicioso. En esos momentos de dudas era cuando el señor Koyama solía enfurecerse más. Cuando me reunía con él para comunicarle algún mal resultado o algún error no contemplado que podía retrasar el proyecto solía enfadarse y gritarme fuera de sí. Estuve tentada en varias ocasiones a presentar mi renuncia, pero profesionalmente era el proyecto más importante en el que podía trabajar como científica. Además, si bien es cierto que el trato personal del señor Koyama era deleznable, en muchos casos ampliaba considerablemente el presupuesto asignado al proyecto sin consultar siquiera con la Junta Directiva de la empresa, para contratar más personal o invertir en nuevo material que nos ayudara a avanzar en las investigaciones. Su obsesión era desmedida y ponía a nuestra disposición todos los recursos que estuvieran a su alcance.

Cuando conseguimos un primer modelo teórico que en nuestras simulaciones parecía funcionar, le vi mostrar alegría por primera vez. Estaba exultante, parecía que había olvidado por completo que los dolores no le dejaban vivir y aparcó su mal humor por unas horas. El señor Koyama nos premió ese día con un sueldo extra para cada uno de los trabajadores del proyecto. Yo fui la encargada de rebajar sus desmedidas expectativas, temerosa de recibir otra de sus reprimendas. El modelo que habíamos desarrollado no dejaba de ser una hipótesis de trabajo, un punto de partida basado en datos de distintas fuentes y sin una implantación real factible en ese momento. Quedaba mucho camino por recorrer. A pesar de mis dudas, él estaba convencido que acabaríamos consiguiendo nuestro objetivo, su objetivo.

Después de otros dos años más de ensayos, pruebas, errores y algunos aciertos fuimos capaces de completar una primera versión del dispositivo Itami Nashi, el IN-1. Era una versión de un tamaño demasiado grande para poder implantarse aún dentro de un ser vivo, pero ya era capaz de procesar y diferenciar señales de dolores básicos como pinchazos o pequeños golpes. Las pruebas con roedores en el laboratorio fueron un éxito, aunque únicamente conseguíamos discernir un pequeño grupo de señales cerebrales. Era cuestión de tiempo que la red neuronal del IN-1 aprendiera de la experiencia y consiguiera diferenciar otros tipos de dolor de las señales que se producían en los cerebros de las ratas. Pero el señor Koyama no quería esperar más y ordenó que se empezaran a realizar pruebas con chimpancés, mucho más parecidos al ser humano en su sistema nervioso y cerebro. Insistí al señor Koyama en que era preferible ser más prudente y continuar entrenando al IN-1 para avanzar sobre una base de conocimiento mayor. Su enfado fue enorme, me gritó delante del resto del equipo directivo del proyecto y me amenazó con despedirme si no cumplía su mandato. El criterio científico quedó a un lado en esta ocasión por orden expresa del Director General.

Tardamos otro año y medio más en perfeccionar nuestro dispositivo y conseguir el IN-2, diseñado para ser implantado en el cerebro y médula espinal de un chimpancé. Tuvimos un sujeto con el IN-2 en funcionamiento al año siguiente. Durante seis meses el sistema detectó y clasificó más de tres mil tipos de señales nerviosas diferentes, identificando unas cuatrocientas como susceptibles de ser las responsables de trasladar información relativa al dolor y su respuesta. También fue capaz de identificar algunas de las señales que ordenaban la contracción o relajación de algunos músculos de las extremidades del chimpancé. Aún teníamos que encontrar la manera de identificar las señales de dolores crónicos, aquellos en los que la respuesta del cerebro al dolor en ocasiones puede ser un error de interpretación más que una amenaza concreta. En animales no habíamos experimentado todavía dolores de este tipo, solo dolencias puntuales. Sin embargo, en ese momento fue cuando yo empecé a creer realmente que lo conseguiríamos. Si habíamos avanzado tanto con un chimpancé, estábamos en condiciones de avanzar un paso más en el proyecto y fabricar el IN-3 pensado para ser implantado en humanos. Y, por supuesto, el señor Koyama veía cada vez más cerca el fin de sus días con dolor.

Fue entonces cuando tuvimos que acudir a exponer nuestro proyecto ante el Consejo de Ética Médica del Gobierno. El Consejo es un órgano perteneciente al Ministerio de Sanidad,  Trabajo y Bienestar y son los responsables de auditar y aprobar los proyectos que implican nuevas terapias médicas para que cumplan con todos los principios que rigen el Código Internacional de Ética Médica. Es decir, sin el visto bueno de este Consejo no podríamos avanzar en nuestra investigación y empezar las pruebas con humanos. En la reunión con el Consejo fui la responsable de explicar la parte médica y tecnológica del Itami Nashi. Pero el señor Koyama decidió hacer un alegato final, llevando su intervención a un terreno más personal y emocional, prometiendo el fin del dolor en los seres humanos, así como servir de base para futuras investigaciones relacionadas con otras enfermedades como el Parkinson, la esclerosis múltiple o la recuperación de la movilidad en parapléjicos y tetrapléjicos. Confiábamos en que el Consejo daría su visto bueno a nuestra investigación, por significar un enorme avance para la medicina y para el ser humano. Además, la familia Koyama es muy conocida en la alta sociedad japonesa y tiene importantes amistades entre los miembros del Gobierno. Es también muy reconocida en el ámbito empresarial, invirtiendo en diferentes sectores con éxito. Se podría decir que la familia Koyama pertenece a la élite social y económica del país.

Sin embargo, el informe del Consejo de Ética Médica fue desfavorable a la continuación del proyecto. La principal razón de su negativa fue que la eliminación del dolor en el ser humano era una perversión de la propia naturaleza, transformando a los individuos implantados con el Itami Nashi en seres deshumanizados. Además, alertaba del peligro de que el proyecto fuese utilizado para fines militares o paramilitares, creando ejércitos de soldados o mercenarios sin miedo al dolor, convirtiéndolos en una amenaza para el delicado equilibrio de la paz mundial. Finalmente, objetaba que el coste de un dispositivo así ampliaría aún más la brecha social, segregando a la población por su poder adquisitivo, sin dolor los que pudiesen costearlo y con dolor los que no. De nada sirvieron las alegaciones que realizamos por parte de la empresa ni las promesas de que sería usado únicamente con fines médicos y asequible para la mayor parte de la población. No se nos autorizaba a realizar pruebas con humanos y, en consecuencia, el proyecto no podía continuar.

La decisión del Comité generó una enorme frustración en todo el equipo del proyecto y especialmente en el propio señor Koyama. Después de tantos años y esfuerzo, nunca sabríamos qué habría pasado con el IN-3. Un par de días después de recibir el informe del Comité, el señor Koyama me convocó a una reunión en su despacho. En aquella ocasión no se mostró enfadado o rencoroso. Me encontré frente a un hombre agotado de luchar contra el dolor. Sin muchos preámbulos, se ofreció voluntario para que le fuera implantado el IN-3 y seguir en secreto con el proyecto. Me parecía que se aferraba a su última esperanza para poder vivir sin sus dolores. Confieso que tuve serias dudas de aceptar su propuesta. Los problemas legales que me podía acarrear si éramos descubiertos eran muy importantes, podría llegar incluso a una pena de cárcel y significaría la pérdida de mi credibilidad y prestigio como científica. Sin embargo, también reconozco que el deseo de continuar con un proyecto que había sido mi vida en los últimos ocho años y la ambición de lograr un descubrimiento histórico para la humanidad me cegaron. Así que acepté la propuesta del señor Koyama. Redujimos al mínimo imprescindible el equipo de investigadores y técnicos que trabajarían con nosotros y les hicimos firmar un contrato de confidencialidad que nos eximía de toda responsabilidad en caso de ser delatados.

Implantamos el IN-3 en el señor Koyama hace hoy justo un año y los avances fueron espectaculares. La red neuronal de clasificación de señales nerviosas se adaptó rápidamente al señor Koyama. En sólo cuatro meses alcanzamos una cifra de más de doscientas mil señales diferentes identificadas, clasificándolas no sólo en la categoría de dolor, si no también en movimientos musculares, información relativa a los sentidos como formas, colores, sonidos, olores o sabores, emociones como la ira o la ansiedad, adaptación de la frecuencia respiratoria, contracción y relajación de la vejiga y otras decenas de categorías más. Prácticamente, monitorizábamos y almacenábamos la mayor parte de la actividad cerebral del señor Koyama. Y lo verdaderamente importante, el señor Koyama fue capaz de reducir gran parte de sus dolores crónicos anulando desde su dispositivo móvil personal cualquier alarma que el cerebro emitía como respuesta a una amenaza para su cuerpo. Incluso, al dejar de sentir sus dolores en la cadera izquierda, desapareció su característica cojera y volvió a andar erguido. Sin sus dolencias crónicas acompañándole, el señor Koyama era feliz. Al menos, lo fue durante un tiempo.

Hace algo más de un mes cometí un terrible error. Ordené la actualización del proceso de sincronización entre los nanochips del IN-3. Era una tarea que ya se había realizado antes sin problemas y, en principio, no debía tener ninguna complicación. El ingeniero jefe de Desarrollo Software me alertó de la necesidad de realizar algunas pruebas previas en el simulador, para asegurar que el funcionamiento era correcto. Sin embargo, ante la experiencia previa, decidí omitir las pruebas para ganar tiempo y mandé al ingeniero jefe que hiciese la actualización de inmediato. Al hacerla, el IN-3 del cerebro del señor Koyama y el IN-3 de su espina dorsal perdieron la comunicación. Registramos la desconexión de ambos nanochips durante un periodo de unos pocos minutos. Pero fueron unos minutos fatales. Durante ese periodo, el señor Koyama perdió la posibilidad de detectar y eliminar el dolor, por lo que toda la información de sus dolencias crónicas volvió a circular de nuevo por su sistema nervioso y, en consecuencia, por su cuerpo. Recuerdo perfectamente la mirada del señor Koyama clavada en mi mientras tratábamos de solucionar desesperadamente el problema. Pude leer en sus ojos terror, sufrimiento y un enorme odio. Si el dolor le hubiese permitido moverse, me habría matado en ese mismo momento. Después de meses sin sentir ningún dolor, su corazón no aguantó el impacto de todo ese daño concentrado en pocos minutos y falleció. El médico personal del señor Koyama, obligado por su contrato de confidencialidad, certificó una muerte natural y ocultó en la autopsia las pruebas del IN-3 implantado en su cuerpo. Por segunda vez, el proyecto Itami Nashi había fracasado. Pero lo que sin duda significaba para mi la mayor tragedia, había supuesto la muerte de un ser humano. Y yo era la responsable.

Dos días después, al salir del funeral del señor Koyama, se me acercó un hombre desconocido y se presentó como Hideki Sato. Hideki me contó que conocía al señor Koyama del grupo de terapia contra el dolor crónico al que ambos acudían. Los miembros del grupo compartían en reuniones mensuales su experiencia con los dolores que sufrían, por si podían ayudar a otros pacientes y, a la vez, para servir de desahogo de sus propias dolencias. Ambos establecieron un vínculo especial porque tenían un historial médico muy parecido, de edad similar, con dolores crónicos de la misma naturaleza y con idéntica obsesión por el dolor. Su principal diferencia eran los recursos económicos: mientras uno era un magnate millonario dueño de una empresa de éxito, el otro era un conserje en un hospital público con un sueldo con el que apenas cubría sus gastos médicos. Hideki me dijo que me conocía porque el señor Koyama le había hablado de mí y del Itami Nashi. Me preguntó sin rodeos qué podría recibir a cambio de ofrecerse voluntario para que continuáramos investigando con él, además de dejar de sentir dolor. La pregunta me dejó sin palabras, no sabía qué responder. Era evidente que el señor Koyama no había mantenido el secreto que al equipo científico nos había obligado a guardar, pero suponía una nueva oportunidad que merecía la pena replantearse. Mi orgullo y ambición como científica pudo con mi razón como ser humano.

Tras confirmar que Hideki me había contado la verdad y comprobar que su historial médico era similar a la del señor Koyama, le ofrecí una importante suma de dinero a cuenta del presupuesto del proyecto. Al fin y al cabo, estábamos muy cerca de conseguir nuestro objetivo y las investigaciones estaban ya llegando a su fin, si todo iba según lo previsto. Él, para asegurarse que merecía la pena correr el riesgo de participar en las pruebas, me obligó a que el dinero fuera a parar a su familia en caso de que el experimento fracasara. Si le ocurría lo mismo que al señor Koyama, al menos alguien se beneficiaría de su muerte. Acepté con la condición de que él me dejara implantarle el IN-3 utilizando la base de conocimiento que ya teníamos de la red neuronal del señor Koyama. Con historiales médicos tan parecidos podíamos ganar muchísimo tiempo de aprendizaje, pudiendo conseguir unos resultados mejores en menos tiempo. Hideki asintió sin ser realmente consciente de las consecuencias.

La semana pasada Hideki fue implantado con el IN-3 cargado con la red neuronal del señor Koyama. Cuando fue reanimado tras la intervención vivimos unos momentos de pánico. Hideki estaba fuera de sí, con una fuerza enorme, con todos sus músculos moviéndose de forma espasmódica, apenas podíamos sujetarlo con las correas de la camilla en la que se encontraba. Parecía que sufría una especie de ataque epiléptico. Hablaba sin sentido, los ojos estaban desorbitados y las pupilas dilatadas, la frecuencia cardíaca estaba por encima de doscientas pulsaciones y la respiración era entrecortada. La red neuronal captaba millones de señales pero era incapaz de clasificar prácticamente ninguna, mostrando errores continuamente y emitiendo avisos de señales dolorosas cada dos segundos. Los nanochips del cerebro y de la espina dorsal perdían la conexión y volvían a conectarse de forma intermitente. Creí que Hideki iba a morir en aquel mismo momento y que sobre mi conciencia recaería una segunda muerte en pocos días.

Pero sobrevivió. Poco a poco fue estabilizándose y recuperando unas constantes vitales normales. La red neuronal del IN-3 se reconfiguró con cientos de nuevas categorías diferentes, contabilizando unos dos millones de tipos de señales diferentes. Las pruebas preliminares que le hicimos en el laboratorio confirmaban que era capaz de identificar los dolores básicos y anular su respuesta, Hideki aseguraba no sentir ningún tipo de dolor. Desde un punto de vista científico, el proyecto había alcanzado un éxito rotundo.

Sin embargo, hace dos días Hideki cambió radicalmente. Me refiero a que cambió físicamente. Se modificó su expresión facial, los movimientos de sus brazos, su postura al sentarse, incluso su voz. Empezó a andar encorvado y cojear de la pierna izquierda. En el registro de su actividad cerebral todas las señales que recogía el IN-3 se modificaron y eran idénticas a las que teníamos registradas del señor Koyama, con la salvedad de que ya no identificaba ningún tipo de dolor ni podía anularlos. Hideki estaba sintiendo de nuevo los mismos dolores crónicos que compartía con el señor Koyama. Además cambió drásticamente su actitud hacia el equipo del proyecto, empezó a ser más irascible y no colaboraba en absoluto en sus chequeos de seguimiento. Era evidente que empezó a odiarnos y esas emociones negativas también quedaban almacenadas en el IN-3. En particular, se mostraba especialmente agresivo conmigo. Cuando acudía a verle se registraba una ansiedad elevada y se le aceleraba el pulso. Cuando hablaba su voz era prácticamente igual que la del señor Koyama. Sé que puede parecer una locura y que es una afirmación muy poco científica, pero diría que, en lugar de que la red neuronal del IN-3 del señor Koyama se haya adaptado al cuerpo de Hideki, es el cuerpo de Hideki el que se ha adaptado a la red neuronal del señor Koyama.

Anoche, Hideki desapareció del laboratorio. Nadie sabe cómo o por dónde salió, no hay registro en ninguna de las puertas de acceso ni ninguna grabación en las cámaras de seguridad. El geolocalizador que incluimos en el IN-3 se desactivó, en su última posición estaba ubicado en la habitación en la que Hideki dormía. No tenemos forma de saber dónde se encuentra. Simplemente, se ha esfumado sin dejar rastro.

Esta misma mañana me ha parecido ver desde la ventana de casa a un hombre que cojeaba de la pierna izquierda merodeando cerca de la entrada. Al salir a la calle he encontrado una nota manuscrita en mi buzón: “Sentirás el dolor que yo sentí. Itamisan nunca muere”.

Microcuento

En la inmensidad del olvido el eco gritó su nombre. La respuesta fue un silencio eterno.