Casi un año pensando en
ello, 16 semanas de entrenamientos, unos 500 kilómetros de
preparación, algunos dolores de rodilla, tendones y otros que ya no
recuerdo, 15 sesiones de fisioterapia, cientos de ejercicios de
estiramientos, ciertas renuncias a los alimentos que más me privan
(menos de las que hubiera debido), varias sesiones en muy buena
compañía (más de las que hubiera imaginado), instantes puntuales
de dudas razonables, días de calor, de frío, de lluvia y de viento,
muchos ánimos de gente cercana y no tan cercana, casi 4 kilos menos
de peso, continuas duchas de agua fría para las piernas, unos pocos
madrugones domingueros, horas y más horas corriendo en soledad...
Después de todo esto, ya
sólo quedan 42 kilómetros (y 195 metros). Los últimos, los más
difíciles, los más emocionantes, los más esperados y los más
temidos.
No sé si conseguiré
llegar. Y, si llego, no sé en qué condiciones lo haré. No sé
cuánto me costará recuperarme ni si algún día me volverá a
apetecer salir a correr. Tampoco tengo nada claro en estos momentos
que quiera repetir esta experiencia y pasar de nuevo por todo esto
en el futuro.
Pero lo que sí sé es
que, pase lo que pase, ya habré alcanzado mi meta. La meta de haber
completado toda la preparación y colocarme en la línea de salida.
La meta de saber que se puede conseguir algo con esfuerzo y
constancia, superando adversidades, disfrutando de los momentos
buenos. La meta de tener la certeza que se pueden alcanzar los
objetivos (razonables) que te planteas si realmente lo deseas. La
meta de conocerme un poco más a mi mismo, mis límites y mis
aptitudes, de superarme un poco cada día. La meta de saber tener
paciencia y no esperar a que todo suceda ya. La meta de tratar de
controlar la mente para que la mente trate de controlar al cuerpo.
La meta de aprender a sufrir un poco para saborear mejor los
resultados.
Así que, si el domingo no
puedo con los últimos kilómetros y no recibo ninguna medalla, me
dará igual. Porque yo ya me he llevado mi premio.