Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

jueves, 28 de mayo de 2015

En el museo





Asco de trabajo... Otro día más a pasear y vigilar por las salas del Museo. Estoy harto de los turistas. La mayoría sólo viene para presumir de los cuadros de pintores famosos que han visto. Nadie quiere venir a Nueva York y decir que no ha estado en el Museo. A todos les gusta decir que vieron los cuadros de Dalí, Picasso, Warhol... Aunque la mayoría sólo pasa por delante de ellos sin detenerse a contemplarlos como se merecen. Para casi todos ellos no es más que una especie de lista de la compra: "Los relojes de Dalí", visto. "El no sé qué de Picasso", visto. "Los botes de sopa de Warhol", visto... Y así con todos. Para luego poder decir a la vuelta, cuando alguien hable de un cuadro, "¡Ah! Yo ese lo he visto en Nueva York. ¡Y en persona!".



Para colmo, hoy es el día de entrada a mitad de precio. Así está esto. Atestado de gente. "Por favor, no se acerquen al cuadro." será la frase más repetida hoy.



Este grupo de tres que no paran de hablar son españoles, seguro. Se les nota.



- ¡Joder! ¡Esto está petado! ¿Por qué no nos vamos a tomar algo y venimos luego?



- Porque ya que estamos aquí, esperamos un poco y vemos lo que hemos venido a ver, ¿no? Que no ha sido nada fácil llegar desde el hotel.



- ¡Pero si así no hay manera de ver nada! Además, con la cola que hay, eso de "esperar un poco" es una coña, ¿no?



- Os lo he dicho en el hotel, yo lo busco en el móvil y en cinco segundos vemos la foto de cualquiera de estos cuadros en alta definición. Un poco de zoom y como si lo viéramos a un palmo de la cara.



- ¡Cómo vas a comparar, eso no es lo mismo! Con esperar que se mueva la gente y podamos acercarnos más, nos ponemos justo enfrente del cuadro y lo vemos en vivo.



- Sí, pero con la gente empujando para ponerse en frente también, no hay tiempo para verlo bien. Por si acaso, voy a ir viendo si hay cobertura...



- Para verlo en el móvil, nos vamos a comer algo y lo vemos tranquilamente sentados, acompañados de una buena cerveza.



- Tú con tal de beber cerveza, pasas de museos, de monumentos y de todo.



- ¡Que no! Que no paso. Y menos de los monumentos. Por cierto, por aquí hay alguno de muy buen ver... Pero digo que en una terracita con una cerveza por delante se verán mejor los cuadros. En el móvil, digo.



- ¿Mejor que en vivo? De eso nada. En una foto, por mucha alta resolución que tenga, no sientes lo mismo que teniéndolo delante. Eso no se puede comparar a nada. Sois un par de paletos.



- ¡Eh, sin faltar! Que yo entiendo de arte... Bueno, que sé cosas de arte....



- Sí, gracias a San Google y Santa Wikipedia.



- Por lo que sea. Pero sé quién era Picasso y Dalí y Miró...



- Que sí, que sí... Pero no sabrías qué se siente al ver uno de sus cuadros si no esperamos para verlos.



- Lo veo en la foto.



- ¡Y dale! ¡Qué tendrá que ver!



- Pues que verlo, verlo, lo veo...

- Mirad, si no queréis esperar la cola, lo entiendo. Id al bar que hay en la esquina, enfrente de la entrada del Museo, y me esperáis allí. Yo prefiero quedarme hasta que me toque y pueda acercarme.

- ¡Vale! Que me he fijado en la camarera cuando hemos pasado por la puerta y...

- Pero si yo no quiero tomar nada, ¡es éste! Yo lo que digo es que, mientras esperamos en la cola, lo vamos viendo en el móvil. Y eso que llevamos ganado.

- Y yo lo que digo es que para verlo en el móvil, lo podemos ver sentados tranquilamente en el bar, en lugar de estar de pie en una cola. Sólo eso. Y con una cerveza...



- Yo lo que no sé es porque vengo con vosotros a estos sitios. Siempre protestáis.



- Yo no protesto.



- ¡Pues yo sí! Estoy harto de estar de pie. Me duele la espalda. Así que os espero fuera, sentado en el bar ese que hemos dicho.



- ¿Y te pierdes ver el cuadro? ¿Después de haber llegado hasta aquí? Yo flipo contigo...



- Pues me llevo el móvil de Jorge y lo veo allí mientras os espero.



- ¡Ja! Mi móvil me lo quedo yo, que no me fío un pelo de ti.



- ¡Qué más te da! Ya sabes que el mío está sin batería.



- Pues te jodes. O te quedas aquí o esperas fuera sin móvil. Tú verás...



- Joder, vale, pues me quedo. Pero cuando esta noche no pueda moverme por el dolor de espalda, me acordaré de vosotros, de vuestras madres y de las madres de los pintores estos.



- ¿Por qué no os calláis un poquito? Que el vigilante ese no para de mirarnos...



Lo que decía: españoles. Si me los conozco. Se les reconoce a la legua... Mejor no les digo nada, que van a notar que yo también soy español y me van a empezar a preguntar.



Asco de trabajo...

miércoles, 20 de mayo de 2015

El caso Waynesburg


Aclarado el fallecimiento del Conde de Waynesburg

La colaboración con un investigador privado, clave para su resolución.

Cuando la mañana del pasado 28 de marzo se descubrió el cadáver del anciano Conde de Waynesburg, de 98 años de edad, sumergido en la bañera de su habitación privada de la mansión Waynesburg (Tucson, Arizona), todo parecía indicar que se trataba de una muerte natural. La avanzada edad del Conde, junto con su largo historial médico por problemas de corazón, apuntaba en esa dirección. A pesar de las evidencias, el juez instructor, a instancias de algunos miembros de la familia más cercana, ordenó la autopsia del multimillonario Conde.

El motivo fundamental, según fuentes de la investigación, era descartar cualquier otra posible causa, teniendo en cuenta que la herencia del Conde pasaba prácticamente en su totalidad a su hija mayor, Michelle de Waynesburg, de 65 años, incluyendo el propio título nobiliario y todas las acciones y cargos en las múltiples empresas familiares. Sus otras dos hijas, Lucy y Loretta, veían reducida su asignación a un pequeño piso en Southampton para las dos, cuyas cargas hipotecarias sobrepasan con creces el propio valor del inmueble. Se daba además la circunstancia que el testamento del Conde había sido modificado y verificado ante notario tan sólo cinco días antes de su fallecimiento.

Dado el carácter excéntrico del Conde, esto no llamó inicialmente la atención de la policía. No era la primera vez que modificaba su testamento y hay que recordar que algunos de los peculiares episodios que el Conde protagonizó en vida ya fueron motivo de escándalo entre los habitantes de la zona. Fue muy comentada su decisión de cerrar para su uso exclusivo el zoo local y poder pasear por el recinto con el féretro de su última esposa en una calesa tirada por dos de los mejores caballos de su cuadra, alegando que era el último deseo de la Condesa. Algo parecido ocurrió cuando invirtió casi una docena de millones de euros en construir un castillo de estilo medieval en la colina más alta de la región, para, según declaró “refugiarse allí en caso de alerta de tsunami”, algo totalmente improbable en una localidad que se encuentra ubicada a más de 300 kilómetros de la costa más cercana.

La autopsia reveló que el fallecimiento había sido provocado por un paro cardíaco. Aunque, según ha trascendido, se encontraron restos de quinina en el cadáver, algo muy poco habitual en personas de la edad del fallecido, a pesar de los múltiples fármacos que tomaba regularmente por prescripción de su médico personal, el doctor Wilson.

Esta peculiar anomalía alertó a las hijas menores del Conde, que recurrieron a los servicios del investigador privado Sheldon Hugues, famoso por colaborar con la policía en casos de cierta dificultad y de gran relevancia para la opinión pública.

En una improvisada rueda de prensa en la finca Waynesburg celebrada esta mañana, el señor Hugues relató las averiguaciones que había llevado a cabo en los días posteriores al suceso para intentar aclarar este turbio asunto: "El cuerpo se encontró en la bañera de su casa, completamente sumergido en el agua y rodeado de su colección personal de patitos de goma. El propio servicio que trabaja en la casa confirmó que se trataba de una costumbre habitual del fallecido. Todos los días se bañaba con su colección de palmípedos plásticos y durante media hora no se le podía molestar. Sin embargo, el Conde no murió ahogado, por lo que la muerte tuvo que producirse antes y se hundió en la bañera con posterioridad. Nadie entró en el baño del Conde hasta que fue hallado muerto, ya que la puerta se encontraba cerrada por dentro y no hay ventanas. Por tanto, algo sucedió durante su aseo diario que le provocó la muerte. La quinina encontrada en la autopsia me recordó a cierto caso en el que también trabajé hace unos años, las cantidades encontradas eran muy similares e igual de sospechosas. En cualquier libro de química pueden leer la combinación necesaria para que la quinina, en reacción con el agua y la glicerina del jabón usado por el Conde, junto con cierta cantidad de cloroformo, provoque una insuficiencia respiratoria leve, inocua para personas con buena salud, pero que puede resultar fatal en personas de edad elevada. Esta insuficiencia respiratoria, junto con los problemas propios del débil corazón del Conde, provocó sin duda el trágico desenlace".

Ante el razonamiento del señor Hugues, se le cuestionó por cómo habrían llegado estos elementos químicos al baño, provocando la muerte del Conde, ya que se encontraba sólo en el momento del fallecimiento. El señor Hugues, en presencia del comisario responsable de la investigación, se limitó a responder "Patitos. Cuá, cuá…" mientras se marchaba del lugar, negándose a responder a ninguna otra pregunta de los medios de comunicación allí presentes.
El comisario confirmó pocas horas después que, tras las explicaciones de Hugues, el doctor Wilson había confesado haber preparado la combinación letal y que Michelle de Waynesburg la habría introducido con una jeringuilla en varios de los patos de goma que el Conde usaba en su baño diario, esperando que la reacción de los elementos químicos hiciera el resto del trabajo. Al parecer, aunque este punto está pendiente de confirmación oficial, el doctor y la heredera mantenían una relación sentimental desde hacía algunos años y habían planificado el crimen para conseguir en exclusiva la fortuna familiar.

Los dos acusados fueron inmediatamente detenidos y ya han pasado a disposición judicial a la espera de la celebración del juicio, que tiene previsto su inicio en los primeros días del próximo mes de Junio.

domingo, 17 de mayo de 2015

La Genia de la lámpara Garavillosa





Había una vez una Genia que vivía dentro de una lámpara mágica. Aunque la lámpara era pequeñita, la Genia era feliz porque con su lámpara viajaba por todo el mundo. Y eso era lo que más le gustaba. Cada nuevo país que visitaba, cada nuevo paisaje que contemplaba, cada nueva comida que probaba, cada nueva melodía que escuchaba, cada nuevo aroma que descubría, la hacía más y más feliz.



En todos los lugares que conocía, la Genia dejaba una huella imborrable. Los que tenían la suerte de conocerla, hablaban maravillas de ella. Todos la llamaban la Genia de la lámpara Garavillosa.



Sin embargo, la Genia tenía desde siempre un sueño que no había podido cumplir. Nunca había podido viajar a la Luna, su lugar favorito. Dentro de su lámpara no podía viajar tan lejos y aunque la Genia podía conceder deseos a los demás, no podía concedérselos a ella misma. Eso no les estaba permitido a los genios. No paraba de buscar el modo de hacer realidad su sueño, pero no lograba descubrir cómo conseguirlo.


En uno de sus múltiples viajes, la Genia se encontró, casi por casualidad, con un trovador. Se llamaba Al-Habino. Al trovador le gustaba mucho inventar historias, aunque pocas veces se atrevía a contarlas en público. Pensaba que sus versos y sus cuentos no eran suficientemente buenos y le daba vergüenza que los demás los escucharan. Así que se conformaba con escribirlos sólo para poder releerlos cuando le apetecía recordar alguno.



La Genia y Al-Habino comenzaron a hablar y descubrieron que se sentían bien. Al trovador le gustaba hablar con la Genia y a la Genia le divertía hablar con el trovador. Decidieron seguir hablando y seguir en contacto, aunque estuvieran a miles de kilómetros de distancia. El trovador compartía a veces con la Genia alguna de sus historias, venciendo el pudor que le daba que alguien tan viajado pudiera apreciar algo interesante en sus relatos. La Genia disfrutaba de las historias y eso animaba al trovador a seguir inventándolas.



Un día la Genia le contó al trovador su sueño de viajar a la Luna y de cómo le gustaría poder hacerlo realidad. Al-Habino se quedó pensando cómo podía ayudar a la Genia a cumplirlo. Pensó en construir un cohete espacial, pero no tenía los medios suficientes para hacerlo. Pensó en atar una cuerda a la Luna y acercarla a la Tierra, para que la Genia pudiera llegar, pero eso era imposible para un simple trovador. Pensó y pensó y pensó y pensó... Hasta que se le ocurrió la manera.



Al-Habino pasó días y días escribiendo un cuento para la Genia. En el cuento describía con todo detalle el viaje a la Luna de una guapa muchacha de ojos grandes y verdes: los preparativos del viaje, la sensación de volar por el espacio, el momento de la llegada y el alunizaje, los paisajes lunares, los paseos sin gravedad por la superficie, las vistas del universo y las infinitas estrellas que le rodeaban, lo pequeña y frágil que parecía la Tierra desde allí, el accidentado viaje de regreso, las explicaciones al volver del viaje a todos sus amigos y conocidos, los sentimientos de la muchacha al recordar toda la aventura...



Cuando tuvo terminado su cuento, Al-Habino se lo contó a la Genia. No podía regalarle la Luna, pero sí intentar con su cuento que la Genia sintiera cómo sería un viaje hasta allí. Con los ojos cerrados, la Genia escuchó con atención el cuento del trovador y pudo imaginar el viaje que tanto había deseado.



La Genia disfrutó tanto del cuento, que decidió conceder al trovador un deseo, el que quisiera: riquezas infinitas, fama mundial, salud eterna, amor verdadero... Al-Habino, tras unos momentos de reflexión, tuvo claro qué pedir. Pidió a la Genia que le siguiera inspirando para inventar cuentos. Le bastaba que le concediera el don de la inspiración y disfrutar de la sensación de que los cuentos que imaginaba pudieran gustar a la Genia. "Eso es muy fácil", dijo la Genia. Y sonrió al trovador.



La imagen de la Genia sonriendo quedó ya para siempre grabada en la memoria de Al-Habino. A partir de ese momento, cada vez que volvía a recordar la sonrisa de la Genia, el trovador sentía la inspiración necesaria para crear una nueva historia que contar. Y, cuando estaba terminada, al trovador le gustaba imaginar que, en algún lugar del mundo, la Genia de la lámpara Garavillosa leería su cuento y volvería a sonreír.


miércoles, 13 de mayo de 2015

Cumpleaños



El chico entra en clase y gran parte de sus compañeros le miran. Algunos de ellos, sus mejores amigos, se acercan con admiración en sus ojos y exclamaciones en sus voces. Le da un poco de vergüenza ser el centro de atención, pero hoy se lo merece. Hoy es su cumpleaños. Y, además de eso, trae su regalo bien visible.

Sus padres se lo han entregado por la mañana, un paquete rectangular envuelto en un papel azul brillante. Casi sin prestar atención al desayuno, lo ha abierto lo más rápido posible. Al romper el papel encuentra el escudo de su equipo de futbol favorito, bien visible en la parte superior de una caja. Y, a través del celofán de la parte delantera, puede ver la camiseta que tanto adora. Blanca, inmaculada, tan bonita como la que se había probado en la tienda unos días antes. Pero con una diferencia: esta es ya suya.

Le cuesta poco convencer a su madre de que le deje llevarla al cole. No lo quiere reconocer, pero sabe que si la lleva puesta, todos van a alucinar. Su madre accede sonriendo, a cambio de que se la ponga por encima del jersey, que aún hace frío y se puede resfriar. "Mejor, más se ve", piensa el chico.

Y ahora, en clase, todos ven que lleva la camiseta que muchos querrían tener. "¿De qué jugador es?", pregunta uno mirándole a la espalda. "Lleva el siete, pero pone mi nombre", responde orgulloso. Se escapa más de un "¡Hala!" entre sus compañeros. "Entonces no es de verdad", le dice Miguel. Y lo ha dicho en voz bien alta, para que todos le oigan. Todos saben que Miguel es un tonto y un envidioso, a nadie le cae bien. "Sí es de verdad, venía en la caja oficial y es de la tienda oficial", le responde el chico, para que todos le oigan. "Ya, pero no es la que lleva en los partidos oficiales. En los partidos oficiales no hay ningún jugador que lleve tu nombre en la camiseta. No es la de verdad". Menos mal que nadie suele hacer caso a lo que dice Miguel.

A la hora del recreo toca partido. Al chico le dejan elegir compañeros, que para eso es su cumpleaños. Mientras los equipos se organizan y empiezan a corretear por el campo de juego, el chico cae en la cuenta de que puede mancharse la camiseta con el balón. Si el primer día se la mancha, su madre le va a regañar y la camiseta irá directa a la lavadora. Y seguro que al lavarla se van borrando las letras. Lo había visto en camisetas de su padre. Recordaba a su madre intentando convencerle de que estaban para tirar a la basura. El chico se quita su camiseta y la guarda en la mochila, apilada junto a todas las demás al lado de una de las porterías. "Ahí no se manchará", piensa.

Cuando acaba el recreo vuelven a clase. El chico ha sudado muchísimo, por el esfuerzo del partido y por el jersey que su madre se empeñó en que llevará puesto. "Si me pongo ahora la camiseta, mi madre dirá que huele mal y la lavará". Volvió a su mente la imagen de algunas de las camisetas de su padre.

Al acabar las clases todos se despiden de él y le vuelven a felicitar mientras reciben alguno de los caramelos que el chico ha llevado para celebrar su cumpleaños. Miguel es el último en despedirse. El chico le da también caramelos, aunque preferiría no tener que hacerlo. "Gracias", le dice Miguel con tono de burla y sonrisa falsa. "Qué idiota...", piensa el chico.

Ya sólo queda el profesor en la clase. El chico abre su mochila para volver a ponerse la camiseta y hacer el recorrido de vuelta a casa con ella puesta. Pero no está. No está en su mochila. La busca entre sus libros, en el fondo, en el bolsillo lateral... No está. "Venga, que te quedas pensando en las musarañas", le apremia el profesor. "¡Tiene que estar! ¡La guardé aquí!", piensa mientras sigue rebuscando sin éxito. Mira debajo de la mesa, al lado de la silla, de nuevo en su mochila. Pero nada.

Los ojos se le empiezan a llenar de lágrimas. "Vengaaaa...", insiste el profesor. El chico se dirige despacio hacia la puerta, mirando en todas direcciones, buscando en cada rincón, fijándose en las perchas... Pero nada. Sale de la clase, con unas ganas enormes de llorar, justo delante del profesor, que cierra la puerta tras él. El chico echa un último vistazo rápido a la clase a través del cristal, por si ocurriera un milagro de esos que cuenta su abuela. Pero nada.

En el pasillo vuelve a mirar dentro de su mochila. Pero nada. Sale corriendo al patio, tan rápido como sus piernas le dejan, yendo directamente hacia la portería del campo de futbol. A lo mejor se le cayó de su mochila sin darse cuenta. Al lado de uno de los postes ve tirado algo en el suelo. No parece blanco, pero podría ser… Pero nada.

En el camino a casa ya no reprime las lágrimas. Ya sólo puede pensar en que es el peor cumpleaños que una persona puede tener en la vida.

martes, 5 de mayo de 2015

Pongamos que hablo de Madrid



Mi padre fue taxista toda la vida. Ser taxista en una ciudad como la nuestra no es nada fácil. El tráfico es infernal, los atascos continuos y los clientes suelen ser muy exigentes. Mi padre era de carácter tranquilo y reservado, de esos taxistas que sólo intentan dar conversación durante el trayecto si notan predispuesto al pasajero. Normalmente llegaba a casa cansado pero nunca de mal humor. Supongo que por las mañanas, antes de salir de casa, desayunaba una buena taza de resignación.

Por eso, la noche que entró en casa dando un portazo y soltando improperios por el pasillo, todos nos asustamos. Y mucho más, cuando le vimos aparecer por la puerta del salón: la camisa con un par de botones menos, por fuera del pantalón, medio despeinado y el ojo izquierdo con un cerco morado a su alrededor.

- Pero, ¡por Dios! ¿Qué te ha pasado? - gritó mi madre mientras iba hacia el cuarto de baño a por el botiquín.

- ¡Valiente imbécil! ¡No se puede ser más gilipollas! ¡Pedazo de mierda! – paró su retahíla al ver las caras de sorpresa de sus hijos al oírlo encadenando vocablos del diccionario de la Real Academia del Insulto.

- Mejor, tráeme un poco de hielo para el ojo... - le dijo más calmado a mi madre al verla llegar con el botiquín en la mano. - Me tenía que tocar a mí... - resopló.

Cuando mi madre le colocó en el ojo el hielo, bien envuelto en un trapo de cocina, mi padre contó qué le había ocurrido:

- Estaba en el aeropuerto, esperando mi turno y ha salido un pasajero a toda velocidad de la terminal, justo por la puerta enfrente de la que yo estaba parado. Yo creo que ni ha mirado qué taxi le tocaba y se ha metido en el mío. Iba a decirle que había otros dos compañeros esperando, pero como ya estaban a punto de recoger a otros pasajeros que salían en ese momento, he arrancado para salir de la fila. Entonces he mirado por el retrovisor y le he dicho "Buenas, ¿a dónde?" y es cuando me he dado cuenta de quién era.

- ¿Quién? - le interrumpió mi madre.

Mi padre le dijo el nombre de un famoso cantante, muy conocido en aquella época por sus canciones y por ciertos rumores sobre sus poco saludables excesos.

- ¿En serio? – a mi madre se le escapó una sonrisa.

- En serio. - a mi padre no le hacía ninguna gracia -. Me dice la dirección, de mala gana, y se pone a mirar por la ventanilla. Yo no le dije nada, ya sabes cómo soy. Si el cliente está de malas, prefiero conducir y punto. Pero cuando llevábamos cinco minutos de trayecto, saca un paquete de tabaco y un mechero de la chaqueta y se enciende un cigarro. ¡Cómo si estuviera en el sofá de su casa! Así que le digo que en el taxi no se puede fumar... ¡Te juro por mi madre que no pude ser más educado! Y, sin decir ni mú, baja la ventanilla y sigue fumando, ¡sin hacerme ni puto caso! Le volví a pedir que dejara de fumar, que está prohibido fumar en el taxi. Y le digo que no es por mí, que a mí no me molesta, pero que luego se me quejan los clientes. ¡Y de verdad que se lo he dicho de buenas! ¡Si hasta le estaba sonriendo!

Mi madre no se atrevía a sonreír, aunque ella siempre dice que se partía de risa mientras mi padre contaba la historia.

- Y va el tío idiota y me dice "Pero, ¿tú sabes quién coño soy yo?". Te prometo que lo primero que pasó por mi mente fue un insulto, pero me contuve. "Sí, claro que lo sé.", le dije. "Pero la prohibición de fumar es para todos. No va por DNI". Ahí ya no le sonreía. Ahí me estaba empezando a tocar los cojones. Y yo seré todo lo bueno que quieras, pero a mí los cojones no me las toca nadie, por muy famosete que sea. Pues no te creas que apagó el cigarro, siguió fumando, mirando por la ventanilla y echando el humo a propósito hacia mi sitio. Y va y me suelta "Gilipollas". Así que me dije “Se acabó”. Me paré en el primer hueco libre que vi al lado de la acera y le dije: "En mi taxi no se fuma, así que se baja aquí. Son 27 euros". Y me dice "¡Y un huevo!" Se baja del taxi ¡y se va sin pagar! Así que yo también me bajé del taxi, le alcancé y, cuando se dio la vuelta, me suelta una hostia en todo el ojo. ¡Será cabrón! Pensaba que yo no sería capaz de pegar a nadie, nunca lo he hecho, pero en ese momento yo le solté otra a él, en toda la boca. ¡Se la merecía! ¡Por maleducado, por insultarme y por pegarme! Creo que le he partido un diente…

Mi madre apretó un poco más el trapo con el hielo sobre su ojo mientras nos señalaba arqueando las cejas. Mi padre arrugó la cara en ese momento por el dolor.

- De la comisaría vengo... – dijo después de unos segundos, en voz más baja y con tono de cierto arrepentimiento.

Nunca me enteré bien del final de aquella historia. Excepto en ese momento, mis padres evitaban comentarla mientras estaba yo delante. Lo que sí recuerdo perfectamente es la noticia en el telediario del día siguiente, avisando de la cancelación del concierto de aquel famoso cantante "por motivos de salud".