Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

jueves, 18 de diciembre de 2014

Microcuento

- Se aprende mucho más de los errores que de los aciertos. 

- Por eso eres tan sabio...

domingo, 14 de diciembre de 2014

Niños




- Venga, es fácil. Sólo tienes que hacer lo que yo te diga.

Alberto me miraba fijamente, completamente convencido que era capaz de hacerlo. Nos habíamos conocido unos meses antes, al comenzar el curso. Yo acababa de llegar a la ciudad y prácticamente no conocía a nadie. Él se había acercado en uno de los recreos, mientras yo observaba cómo los demás niños jugaban, y me había preguntado sin rodeos: "¿Quieres ser mi amigo?" Yo le respondí que sí y desde ese momento nos hicimos inseparables. A los once años uno hace amigos con facilidad.

Esa tarde era una tarde más. Jugábamos a las canicas en el descampado de al lado de su casa después del cole. A veces nos quedábamos hasta que anochecía y casi no distinguíamos las que eran del uno de las del otro. O hasta que su madre le llamaba para ir a cenar y la partida se suspendía.

Entre su tirada y la mía, Alberto me preguntó quién era la niña de la clase que más me gustaba. Yo me puse rojo, como un tomate, no supe qué responder y balbuceé un "Ninguna" muy poco convincente mientras lanzaba mi canica. Alberto se rió y empezó a decirme los nombres de todas, una por una, hasta que al escuchar el nombre de Raquel se me escapó una sonrisilla nerviosa. "¡Sí! ¡Raquel te gusta!" gritó Alberto. Raquel era la niña más guapa que yo había conocido nunca: melena de pelo rubio recogido casi siempre en una coleta, ojos azules como el cielo y una sonrisa angelical. Sí, sin duda, era lo más parecido a cómo yo me imaginaba a un ángel. Además era la más lista de la clase. Siempre sacaba las mejores notas y nunca se olvidaba de hacer los deberes.

- Mañana te acercas a ella, en el recreo o en clase antes de que llegue el profe. Te sientas a su lado y le dices "Raquel, ¿quieres ser mi novia?". Ella te dice que sí, le das un beso y ya sois novios. ¡Es muy fácil!

Para Alberto todo era fácil, directo. Si quería algo, simplemente lo hacía. No tenía vergüenza, ni le preocupaba qué pensarían los demás, ni le molestaba lo que le dijeran.

- Que no, que paso... Si me va a decir que no... Y ya no me va a hablar nunca más... - le respondí.
- ¿Cómo lo sabes? ¡Si no se lo has preguntado! Además, tampoco es que ahora te hable mucho...

En eso llevaba razón. El curso ya estaba terminando y casi no había intercambiado con ella más que algún saludo o alguna despedida cuando nos encontrábamos por casualidad en el pasillo o en la puerta de clase.

Alberto lanzó su canica, la de la suerte según decía, y golpeó una de las mías, lanzándola bien lejos y ganándomela con total mericimiento. Recogió las dos canicas y se despidió de mi, dejándome sin canica y con un montón de dudas.

Al día siguiente llegamos juntos al colegio, como de costumbre. Mientras nos dirigíamos a nuestra clase yo miraba a todos lados, vigilante, expectante, buscando a Raquel en la entrada del colegio, en las escaleras al primer piso, en el pasillo... Llegamos al aula y ni rastro de Raquel. Nos sentamos en la segunda fila, a la derecha de la mesa del profesor y empecé a sacar el libro y mi cuaderno de apuntes de la mochila.

De pronto sentí un codazo en el brazo y miré a Alberto. Me señalaba con la cabeza, con los ojos muy abiertos y mirando de reojo hacia la puerta, justo en el momento en el que entraba Raquel. Otro codazo de Alberto, este más fuerte, me hizo saltar de mi silla. Miré mi reloj y vi que faltaban pocos minutos para las nueve. Calculé que tenía el tiempo justo antes de que llegará el profe para poder hablar con ella. "¡Venga!" me susurró Alberto.

Me acerqué a su mesa, en la primera fila de clase, en la zona de la izquierda del aula. Su compañera de pupitre aún no había llegado y pensé que era ahora o nunca. Me puse delante de ella, separados únicamente por su mesa y le dije con un hilillo de voz:

- Hola, Raquel.

Levantó la mirada de su estuche, perfectamente ordenado, del que sacaba un par de boligrafos y unos rotuladores de colores y creo que se sorprendió de verme. Puede que lo que le sorprendiera fue ver al niño con la cara más colorada del mundo.

- Hola. - me respondió con la voz más dulce que había escuchado nunca.

"Seguro que no sabe ni cómo me llamo", pensé. Pero ya no había marcha atrás. Después de varios meses pensando en ella, en hablar con ella, en decirle todo lo que pensaba de ella, ese era el momento. Tragué saliva y me lancé al vacío.

- Que... Bueno, que... Que he pensado que... O sea, que si tú... Vamos, que si quieres... Que si yo y tú... Bueno, tú y yo...

Raquel sonreía, creo que intuyendo lo que quería decirle. Quise interpretar su sonrisa como un sí anticipado, como un triunfo después de todo ese tiempo. Me llené de ilusión y casi imaginé por un segundo cómo sería pasear con ella de la mano.

- ¿Qué? - me preguntó.
- Que si quieres ser mi novia. - dije de golpe, sin respirar.

En ese momento entró nuestro profe, con su cara seria de siempre y su cartera de piel marrón en la mano, más inoportuno que nunca. No me lo podía creer! No podía quedarme así! Odie al profesor más que nunca, más que cualquier día de examen.

Raquel se acercó un poco a mi, inclinándose sobre el pupitre y sonriendo, mientras su compañera entraba resoplando en el aula y se dirigía hacia su sitio. Pensé, y casi sentí, que llegaba el momento del beso. Me miró a los ojos y me dijo en voz baja:

- Es que a mi me gusta otro...

Y giró la cabeza hacia el lado opuesto del aula, hacia la segunda fila. Seguí su mirada y vi a Alberto mirándonos fijamente, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, intentando adivinar qué decíamos.

- Todo el mundo a su sitio, que empezamos – dijo el profe levantándose hacia la pizarra y abriendo un paquete de tizas.

Me volví a mi sitio, con las manos en los bolsillos y el ánimo por los suelos. Ni me interesaba la clase, ni el profe, ni los deberes que había que entregar ese día. Me senté en mi silla, esperando a que acabara aquel suplicio cuanto antes.

- ¿Qué te ha dicho? - me preguntó Alberto muy bajito.
- Nada. - respondí.

Abrí el libro por el tema que nos dijo el profesor y ya no quise pensar en nada más.