Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

lunes, 14 de diciembre de 2015

viernes, 27 de noviembre de 2015

Maratón





Casi un año pensando en ello, 16 semanas de entrenamientos, unos 500 kilómetros de preparación, algunos dolores de rodilla, tendones y otros que ya no recuerdo, 15 sesiones de fisioterapia, cientos de ejercicios de estiramientos, ciertas renuncias a los alimentos que más me privan (menos de las que hubiera debido), varias sesiones en muy buena compañía (más de las que hubiera imaginado), instantes puntuales de dudas razonables, días de calor, de frío, de lluvia y de viento, muchos ánimos de gente cercana y no tan cercana, casi 4 kilos menos de peso, continuas duchas de agua fría para las piernas, unos pocos madrugones domingueros, horas y más horas corriendo en soledad...

Después de todo esto, ya sólo quedan 42 kilómetros (y 195 metros). Los últimos, los más difíciles, los más emocionantes, los más esperados y los más temidos.

No sé si conseguiré llegar. Y, si llego, no sé en qué condiciones lo haré. No sé cuánto me costará recuperarme ni si algún día me volverá a apetecer salir a correr. Tampoco tengo nada claro en estos momentos que quiera repetir esta experiencia y pasar de nuevo por todo esto en el futuro.

Pero lo que sí sé es que, pase lo que pase, ya habré alcanzado mi meta. La meta de haber completado toda la preparación y colocarme en la línea de salida. La meta de saber que se puede conseguir algo con esfuerzo y constancia, superando adversidades, disfrutando de los momentos buenos. La meta de tener la certeza que se pueden alcanzar los objetivos (razonables) que te planteas si realmente lo deseas. La meta de conocerme un poco más a mi mismo, mis límites y mis aptitudes, de superarme un poco cada día. La meta de saber tener paciencia y no esperar a que todo suceda ya. La meta de tratar de controlar la mente para que la mente trate de controlar al cuerpo. La meta de aprender a sufrir un poco para saborear mejor los resultados.

Así que, si el domingo no puedo con los últimos kilómetros y no recibo ninguna medalla, me dará igual. Porque yo ya me he llevado mi premio.

martes, 3 de noviembre de 2015

Microcuento

Mientras perseguía un imposible descubrió que lo inesperado era siempre lo más probable.

domingo, 27 de septiembre de 2015

viernes, 28 de agosto de 2015

Imagina



Imagina que vives en un país que está en guerra. Que tu objetivo de cada día es evitar que te mate una bomba o un disparo. Que ves como algunos de tus amigos y familiares ya no están contigo. Que intentas por todos los medios que tus hijos no descubran lo cruel que es una situación así. Que algunos de tus vecinos pueden delatarte simplemente por pensar diferente o profesar otra religión que no es la suya. Que la comida escasea cada vez más y que las casas son destruidas a tu alrededor sin importar si hay alguien viviendo dentro.

Imagina que vives en un un lugar sin recursos. Un lugar en el que la pobreza no es una excepción, es la norma. Un lugar donde sabes que el hambre convive con prácticamente todos los que viven allí y en el que la esperanza de vida se va reduciendo cada año. Un lugar en el que, a pesar de ser tu hogar, no quieres estar nunca más.

Imagina que alguien sin escrúpulos te hace saber que tienes oportunidad de una vida mejor en otro sitio. Alguien que te promete que, a cambio de una cantidad de dinero que ni siquiera puedes reunir por ti mismo, puedes cerrar este capítulo y conseguir lo que jamás soñaste con llegar a tener. Alguien que te insiste tanto en que es posible, que consigue que superares el miedo a perder la vida en el intento.

Imagina que llegas una noche a la orilla del mar donde te espera una barcaza, con pinta de poco resistente. Y donde esperan otras decenas de personas que también han sido convencidas por el tipo sin escrúpulos que se frota las manos contando los billetes que has conseguido reunir. Decenas de personas en las que sólo ves miedo y desesperación, lo mismo que ellos ven en ti. Imagina que en lugar de la orilla del mar es el comienzo de un desierto, la ascensión a una escarpada cordillera, una carretera inhóspita o una enorme valla metálica a la que tienes que escalar.

Imagina que, mientras estás en la barcaza en mitad de un mar embravecido, caminando en la oscuridad de la noche, escondido en algún recoveco de un camión o encaramado en la valla metálica, piensas en los tuyos. En esos que saben que te has marchado y que no tienen manera de saber de ti durante días o semanas o incluso meses. Imagina que cuando estás allí, piensas en todos los que salieron antes que tú y nunca llegaron. Los que se quedaron en el camino, ahogados, enfermos, despeñados, atropellados... Esos que fueron tan valientes como tú y que no obtuvieron el premio que tú esperas. Esos que no obtuvieron ningún premio, que sólo consiguieron una muerte solitaria en mitad de ningún sitio.

Imagina el frío, la humedad, el cansancio, la deshidratación, el hambre, el temor a ser descubierto. Así durante horas, en las que sólo puedes esperar. Esperar y rezar a algún Dios que evite que la barca se hunda, que el camión se estrelle, que las fuerzas flaqueen, que el desanimo se contagie, que la esperanza se pierda.

Imagina que consigues sobrevivir al viaje y llegas a tu destino. Ese lugar que tú esperas como un paraíso y en el que te reciben como un problema, no como el ser humano que eres. Un lugar en el que existen unas leyes que no conoces y en las que apareces catalogado como delincuente, sin tener en cuenta de dónde vienes o lo que has sufrido. Ese en el que se mezclan los llantos de los niños con las súplicas de las madres para que les dejen estar. Ese lugar en el que no entiendes qué te dicen, pero sí comprendes que no eres bien recibido.

Imagina que tienes la suerte de pasar al otro lado y llegar a un lugar completamente desconocido, en el que no conoces a nadie y en el que algunos te odian por ser simplemente diferente. Imagina que tienes que buscar una manera de ganar dinero para poder alimentarte, para poder pagar un sitio en el que dormir, para intentar contactar con tu familia para decirles que estás vivo, para hacérselo llegar a tus hijos o tus padres y que puedan vivir un mes más. Y que otro individuo sin escrúpulos te ofrece una miseria a cambio de esclavizarte y tener que trabajar mil horas escondido en algún taller clandestino o vendiendo cualquier cosa en playas, plazas, mercados... Ocultándote siempre de la policía y de los indeseables que quieres echarte de su país para que no le quites el trabajo.

Imagina si no te plantearías si a esto se le puede considerar vida.

¿Te cuesta imaginártelo? Pues es la realidad de cada día de muchísimos seres humanos.

martes, 4 de agosto de 2015

Microcuento


Ella esperaba la pregunta. 
Él esperaba una respuesta. 
Y el que llegó para quedarse fue el silencio.

lunes, 3 de agosto de 2015

Letra a letra



Llevas una vida en la que todo encaja, jugando cada día a que hoy sea perfecto. Colocas con cuidado cada una de tus fichas, para que todo siga en orden. Es verdad que, en ocasiones, las jugadas no son tan buenas como quisieras y las fichas te dan una mala puntuación. Pero sigues jugando, no lo puedes evitar. Es por culpa de esa especie de adicción que supone el no saber qué vendrá después, qué jugará el otro, cómo acabará la partida. Sabes que puedes ganar pero también sabes que puedes perder. Bien o mal, todo va encajando en el juego de la vida.

Pero cuando menos lo esperas, algo se cruza, alguien te encuentra, lo que nunca imaginabas que pasaría, pasa. El azar es así de inesperado. Es parte de su encanto. Un día, casi sin darte cuenta, tus fichas se descuadran y todo se descoloca. No lo has visto venir, ha sido sólo un instante. Zas! Todo ha cambiado de golpe.

Antes pensabas a menudo en que te DESNUDARA y ahora tu único pensamiento es que te quieres DESANUDAR. Antes nadie os podía DESVIAR de vuestro camino y ahora los días son DERIVAS infinitas. Antes tenías una COSA y ahora tienes el CAOS. Antes ERAMOS AMORES.

Y ahora, ¿qué?

La parte negativa es que nadie conoce tus fichas, sólo tú. Nadie puede ayudarte a ganar. La parte negativa es que no conoces las fichas de los demás. ¿Cómo saber entonces cuál debe ser tu siguiente movimiento? Es muy arriesgado porque un movimiento en falso y todo acaba. Una ficha mal colocada y pierdes de nuevo la partida. Y tú ya has perdido demasiado. En realidad, a nadie le gusta perder. Hay quién te recomienda que preguntes a los demás qué fichas tienen, así sabes a qué atenerte. Claro, qué sencillo parece todo cuando no eres uno de los jugadores. ¿Y si no te responden? Peor aún, ¿cómo sabes si te están diciendo la verdad? ¿Confías en que los demás jugadores sean igual de leales que tú? Nadie puede estar seguro de eso. Incluso dudas de ti mismo, de cómo de leal serías si alguien te las preguntara a ti.

Entonces, ¿qué?

La parte positiva es que sabes que, cuantas más partidas juegues, más irás aprendiendo. Además, tus fichas las gestionas tú y sólo tú las conoces. Puedes guardarte alguna para colocarla más adelante. Puedes esperar a qué te llegue la ficha que mejor se adecua a tu juego. Puedes cambiar de fichas si las que ya tienes son difíciles de colocar. Puedes pasar de jugar por un momento, dejando el peso de la partida a los demás, para darte tiempo a pensar mejor la jugada. La parte positiva es que ganar el juego está también en tus manos.

Así que tú decides... ¿Juegas?

martes, 14 de julio de 2015

Había una vez...



Había una vez un Niño que, ya desde pequeño, le gustaba más jugar solo que con otros niños. Algunos de ellos pensaban que era un poco raro. ¿Cómo le puede gustar más estar sólo que jugando con nosotros? ¡Eso es muy aburrido! Los mayores decían que lo hacía porque era tímido. A veces, le obligaban a jugar con los demás. No puedes estar solo, tienes que jugar con los otros niños.

Lo que nadie sabía es que el Niño prefería estar sólo porque así podía inventarse todos los juegos que él quisiera, con las reglas que quisiera, con la gente que quisiera, sin ninguna limitación más allá de su propia imaginación. Así conseguía que sus juguetes hicieran cosas increíbles que no se les ocurrían a otros niños.

Además, al Niño le encantaba leer. Se podía pasar las horas sentado en la misma posición, casi sin moverse, leyendo cuentos, tebeos y, sobre todo, libros de aventuras. No había nada más placentero para él que descubrir en cada página a nuevos personajes, nuevos lugares y nuevas historias que casi podía vivir en primera persona y que podía recrear en cualquier momento con sus juguetes. No sabía si alguna vez iría a Rusia, pero sabía los peligros que allí le podrían esperar si tenía que cruzarla para entregar una carta. Quizás no viera nunca un submarino, pero era capaz de viajar en uno una distancia de veinte mil leguas en una sola tarde. Puede que jamás encontrará el mapa de un tesoro, pero conocía una isla en la que los piratas escondían uno a buen recaudo.

El Niño nunca veía las noticias en la televisión ni leía los periódicos. Todo lo que allí aparecía eran historias tristes que no gustaban a nadie, al Niño tampoco. Un día se le ocurrió que él podría escribir su propio periódico, con noticias que todos quisieran leer. No debía ser muy difícil, aunque nunca hubiera escrito ninguna. Así que cogió un cuaderno en blanco y escribió en cada página la noticia que le gustaría leer: un coche de policía volaba a la Luna con un equipo de astronautas para jugar un partido de futbol con los extraterrestres, los indios y los vaqueros ponían fin a la guerra y firmaban la paz en el fuerte, triunfaba un nuevo grupo musical que tocaba con raquetas como si fueran guitarras y con la papelera como si fuera un tambor, el Rey daba un discurso para anunciar que ampliaba las vacaciones escolares un mes más...

Al Niño también le gustaba Raquel. Era la niña más guapa del mundo. Bueno, no conocía a todas las niñas del mundo. Ni siquiera conocía a todas las niñas de su colegio. Pero sí conocía a todas las niñas de su clase y ella era la más guapa de todas. Supo en clase de lengua que le encantaba la poesía. Así que el Niño le escribió en una página especial de su cuaderno una poesía que se titulaba “Para Raquel”. Puede que "pelo" con "cielo" y "sonrisa" con "brisa" no fueran las mejores rimas que un poeta pudiera escribir, pero el Niño pensó que a Raquel le gustarían mucho. Fue una pena que Raquel se marchara del colegio ese mismo curso y nunca leyera la poesía. Aun así, El Niño siguió escribiéndole poesías, por si algún día ella regresaba.

En ese cuaderno el Niño también escribía cuando se sentía muy triste o cuando se sentía muy alegre. El cuaderno siempre le entendía, nunca le replicaba, siempre se alegraba por él, nunca le ponía pegas. Era muy fácil contarle todo al cuaderno. Además, cuando releía las páginas anteriores, le ayudaban a sentirse mejor, dándose cuenta que nunca nada fue tan terrible y que siempre se encontraba un motivo para sentirse mejor.

Con el paso de los años, el cuaderno del Niño se fue quedando en el olvido. Tenía demasiadas obligaciones y no le quedaba tiempo para escribir nuevas noticias imaginarias. Como sólo el Niño conocía la existencia del cuaderno, al final acabó por desaparecer. Quizás se perdió en alguna mudanza, quizás se lo llevó alguno de los personajes de las historias a uno de sus viajes y ya no quiso volver.

Sin embargo el Niño nunca olvidó que siempre hay nuevos cuadernos en los que poder escribir. Y, de vez en cuando, encuentra el tiempo suficiente para imaginar una nueva historia y volver a escribir, al menos, una nueva página.

domingo, 12 de julio de 2015

martes, 7 de julio de 2015

Hoy



Huellas en la arena de una playa sin mar.
Cenizas de una hoguera que murió.
Recetas de cocina sin una pizca de sal.
Canciones que sólo el espejo recitó.

Libros de aventuras que no tienen final.
Noches en vela sin luna ni sol.
Mañanas de silencio al despertar.
Dioses que hipotecan su perdón.

Sombras sin un dueño al que espiar.
Juegos en tableros de cartón.
Nombres que no se pueden ni nombrar.
Almas vagando alrededor.

Palabras que el viento no se quiere llevar.
Amantes huérfanos de pasión.
Hijos sin regalo en Navidad.
Heridas que sólo el destino decidió.

Caminos por los que no se puede regresar.
Tormentas de reproches sin control.
Tostadas untadas de verdad.
Pecados que el santo confesó.

Risas que se camuflan entre la soledad.
Lágrimas que simulan emoción.
Errores reiterados al errar.
Permisos para volar sin dirección.

Danzas sin música, nada que bailar.
Vacaciones en el limbo del rencor.
Principios que nadie quiere terminar.
Miedo a volver, donde todo empezó.

martes, 30 de junio de 2015

Sobre la empatía



Un buen amigo me dijo hace no mucho una frase a propósito de la complicada situación de la sociedad actual y de la actitud de nuestros políticos frente a la misma: “Hace falta menos simpatía y más empatía”. Al margen de si estoy de acuerdo o no sobre la afirmación de mi amigo, esta conversación me hizo reflexionar sobre la empatía y cómo de importante es para el ser humano.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la empatía se define como “Identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro.” El concepto parece sencillo. Todos hemos conversado con algún amigo o familiar, escuchando algún problema o conflicto que tiene en su vida y le hemos intentado aconsejar sobre cómo actuar, diciéndole frases del tipo “Si yo fuera tú…”, “En tu caso yo lo que haría…” o “Si estuviera en tu lugar…”. También todos hemos intentado animar a otro en momentos de bajo estado de ánimo, tratando de convencerles, siendo supuestamente objetivos y sin estar viviendo o sufriendo en primera persona ese momento, que la situación mejorará y que saldrá del bache emocional. Incluso, en algunos casos, nos atrevemos a asegurar que de las malas experiencias, se aprende, se madura y se evoluciona como persona.

En muchas de estas ocasiones, estamos realmente convencidos de que somos capaces de ponernos en el lugar del otro, de entender los problemas de los demás, de saber cómo se sienten y de poder encontrar una manera de solucionar o, al menos, ayudar a superar situaciones complicadas.

Sin embargo, no es tan sencillo, en mi opinión. Cada individuo vive su propia vida desde un punto de vista único, el suyo propio, completamente diferente de cualquier otro, por muy cercano que éste sea. No conocemos nada más que aquella información que somos capaces de percibir por nuestros cinco sentidos y que nuestro cerebro, tras procesar y analizar en milésimas de segundo, transforma en una imagen mental que entendemos como realidad. Por tanto, para que dos personas tengan exactamente la misma percepción de la realidad, es necesario que sus respectivos sentidos capten la misma información y sus respectivos cerebros la procesen de la misma manera.

Esto también parece algo muy obvio. Seguramente al lector de estas líneas también se lo parezca. Pero precisamente en esa aparente sencillez, se esconde su inmensa complejidad.

¿Conoces a alguien daltónico que distingue las luces de un simple semáforo por su posición y no por su color? ¿Hay alguien en tu familia que no coma algún alimento en particular porque su sabor le resulta desagradable, aunque se cocine con la mejor receta posible y todos los demás disfruten de él como un manjar? ¿Has oído un ruido extraño en mitad de la noche y tu compañero o compañera te dice que no ha escuchado nada? ¿Has percibido un olor que no sabes identificar y al preguntar a la gente que te rodea nadie huele nada extraño? ¿Alguna vez has comentado en casa o en el trabajo que tienes frío y alguien, sentado justo a tu lado, ha respondido que hace calor?

Si has respondido que sí a tan sólo una de las preguntas anteriores, acabas de descubrir que es prácticamente imposible que dos personas tengan exactamente la misma percepción de la realidad. Cada persona percibe la información sensorial de manera distinta y, por supuesto, su cerebro la procesa de manera diferente. Y si esto ocurre con aspectos relativamente simples y objetivamente medibles como un color, un sabor, un sonido, un olor o una temperatura, ¿qué ocurre con sentimientos más complejos, como la tristeza, la alegría o la angustia?

Analicemos un ejemplo típico de uno de estos sentimientos: el miedo. No es extraño que los niños, en edades muy tempranas, sientan miedo a la oscuridad. Precisamente por su corta edad, aún no han tenido tiempo de aprender que, aunque no perciban nada a través de la vista debido a la ausencia de luz, su realidad sigue existiendo aún si no la pueden ver. En la práctica totalidad de los casos, el paso del tiempo y, por tanto, el aprendizaje, les hace darse cuenta de que la oscuridad no es algo de lo que tener miedo. Sin embargo existen personas que no consiguen superar ese miedo y lo mantienen siendo adultos, incluso cuando ya tienen un pensamiento supuestamente más racional que el de un niño.

Esta reflexión es extrapolable al resto de los sentimientos humanos. Los sentimientos personales se basan, no sólo en la percepción sensorial de la realidad, sino en los complejos procesos mentales que relacionan todas esas percepciones. Y estos procesos mentales están totalmente influenciados por la experiencia vital que ha tenido una persona con el paso del tiempo: educación, sociedad, relaciones personales, entorno geográfico, situación económica… Son innumerables los aspectos que influyen en cómo el cerebro humano procesa la información y la transforma en sentimientos que afectan al estado anímico de una determinada persona.

En definitiva, y tratando de extraer alguna conclusión práctica a estas líneas, es prácticamente imposible comprender realmente cuál es el estado de ánimo de una persona que no sea uno mismo. Y, por tanto, es prácticamente imposible que exista realmente la empatía.

Si se me permite el consejo, el lector debería tener en cuenta esta conclusión en el momento de intentar resolver un conflicto con otra persona. Por mucho que se esmere, nunca podrá realmente entender cómo se siente “el otro”. En consecuencia, lo que a uno le parece obvio y evidente en una determinada situación, puede no serlo en absoluto para el otro.

Sin duda esta reflexión sobre la empatía no es nueva y muchos otros antes que yo, incluido posiblemente el propio lector, habrán entendido previamente lo expuesto aquí por iniciativa propia. Como ejemplo reconocido de esta misma idea y como colofón a la misma, cito un fragmento de un poema de Ramón de Campoamor, poeta español del siglo XIX:

Y es que en el mundo traidor
nada hay verdad ni mentira:
todo es según el color
del cristal con que se mira.

miércoles, 24 de junio de 2015

Gente corriente





Nunca me han gustado los aeropuertos. Alguien me dijo alguna vez que es por mi miedo a volar, pero no es sólo por eso.



He llegado en un taxi a las seis en punto de la mañana. El taxista se ha marchado rápidamente en busca de su próximo cliente. No me ha dado las gracias por la propina y no se ha despedido. Ni siquiera él va a despedirse hoy de mí. A pesar de que aún no ha amanecido, ya hay mucho movimiento en la terminal.



Un ejecutivo habla en voz demasiado alta por su teléfono móvil mientras se dirige a toda prisa a la puerta de embarque. El traje de chaqueta impecable, una gabardina de color camel en una de sus manos y una bolsa negra de ordenador portátil colgada en bandolera. El pelo brillante y repeinado, con demasiada gomina, en mi opinión. Intenta desesperadamente retrasar alguna reunión a la que no le da tiempo a llegar.



Una pareja de chicos jóvenes, muestran sin pudor su enamoramiento con caricias en las mejillas y miradas tiernas. Ella llora, abrazada a la cintura de él, sin querer separarse ni un centímetro. Él mira muy serio al infinito, intentando vislumbrar un futuro que ve demasiado lejano. Me temo que se trata de una despedida demasiado dolorosa.



Una señora de avanzada edad mira perpleja los enormes paneles informativos, buscando en la lista interminable de vuelos el que le llevará a su destino. Aún lleva puesta una bufanda gris, envolviendo su garganta para evitar resfriados. Sujeta su maleta con fuerza, para no dejar escapar los recuerdos que volarán con ella.



Una voz metálica, impersonal, gris y fría, como la mañana que reina fuera, anuncia que no se emitirán anuncios. Lo repite en otro idioma, por si alguien aún no ha entendido que está anunciando que no se emiten anuncios. La voz metálica suena exactamente igual cada media hora.



Una limpiadora vestida de uniforme recorre la zona empujando lentamente su carrito. Lleva unos cascos puestos, escucha cualquier cosa que le distraiga en su jornada laboral. Recoge de vez en cuando con un cepillo algún papel que ha quedado olvidado por el suelo. Igual de olvidada que se siente ella en este país.



En los mostradores de las líneas aéreas, sólo dos mujeres del personal de tierra atienden a los pasajeros. Las dos con semblante desganado, repitiendo una y otra vez las mismas preguntas y repitiendo una y otra vez la misma información. Puede que no les quede mucho para ser sustituidas por una máquina que haga su mismo trabajo sin cobrar ningún sueldo.



Un grupo de cinco jóvenes aparece por una de las puertas de salida con cara de cansancio. Un par de ellos llevan gafas de sol, intentando ocultar las ojeras. Destaca el más alto de todos, no por alto si no porque va disfrazado de vaca, arrastrando parte de su disfraz mugriento por el suelo. Los demás lo que arrastran son los pies, agotados después de un fin de semana de fiesta y excesos continuos.



Un repartidor mira angustiado el enorme reloj que preside el hall y acelera el paso, haciendo tambalear parte de la carga que lleva. Casi corre y, a pesar de ir en camiseta de manga corta y que estamos en pleno invierno, suda como un atleta en mitad de una  competición. Gira bruscamente por uno de los pasillos y provoca que una de las cajas pierda definitivamente el equilibrio. Cae dejando un enorme estruendo en el aire y una alfombra de periódicos por todo el suelo. El repartidor resopla y pone sus brazos en jarra, intentando calcular cuánto tiempo más le va a retrasar esto.



En uno de los bancos hay tumbada una persona. Está tapada hasta la cabeza, no hay manera de saber si es un hombre o una mujer. Toda su ropa necesita con urgencia un buen lavado y planchado. Se apoya en una mochila enorme, más grande que ella, que tiene pinta de no oler demasiado bien. No le despierta ni la voz metálica que sigue sonando cada media hora ni el estruendo de los periódicos.



Un desgarbado guardia de seguridad camina despacio, observando desconfiado a todo el que se cruza con él. La porra se balancea a su paso y las esposas brillan al reflejo de las lámparas enormes que cuelgan del techo. En la mano lleva un vaso de plástico, humeante, recién sacado de la máquina. Ese café no debe saber a café.


Definitivamente, no me gustan los aeropuertos.

martes, 16 de junio de 2015

Café solo



- Café solo, por favor.

Lo pide el mismo cliente que, en los últimos diez días y sin faltar ni uno, entra al bar a las 10:30. Siempre puntual. Poco más de metro sesenta, con bastantes kilos de más y con una cara regordeta, brillante y demasiado infantil. Pelo más bien escaso y peinado con raya hacia un lado, para intentar disimular unas entradas que ya no hay quien disimule. Traje de chaqueta que no es de su talla y corbata de nudo Windsor mal ajustada, que lleva varios días sin deshacer. Parece una caricatura de sí mismo.

Se sienta solo al final de la barra, en la parte más cercana a la entrada a los baños. Escribe sin parar en su teléfono móvil hasta que le sirven su café. Se lo toma a sorbos cortos y rápidos. En menos de tres minutos ha apurado la taza y pide la cuenta. Aunque sabe que siempre será un euro con cincuenta, deja dos euros, por la propina. Vuelve a escribir en el móvil y se marcha.
 
Los camareros empiezan a especular sobre el cliente rechoncho. Están acostumbrados a que los habituales les saluden, hablan del tiempo o sonrían al despedirse. De alguno incluso saben dónde trabajan y hasta qué opinan de su jefe. Pero este apenas habla, a pesar de algún intento de los camareros por sacarle información. Cualquier pregunta o comentario es respondida con monosílabos, sin tono, casi sin mirarles. Prefiere conversar con su teléfono antes que con ellos. "Será tímido.", le justifica el menor de los camareros. "Será. Pero este tío da mal rollo.", sentencia el mayor de los dos.
 
Varios días después, en los que el cliente repite su breve coreografía sin variar ni un paso, los camareros deciden ponerle a prueba. Convencen a uno de sus clientes para que se siente al final de la barra, en la parte más cercana a la entrada a los baños. La excusa de gastar una broma al nuevo es motivo más que suficiente para que acceda. A las 10:27 los dos camareros y el cliente esperan sonrientes e impacientes que pasen los tres minutos. A la hora de cada día, la cara aniñada entra por la puerta acristalada del bar. Se detiene al ver su lugar ocupado y, sin decir ni una palabra, da media vuelta y se marcha. Las carcajadas de los camareros y el cliente se oyen desde la calle. "¡El gordo este ya no vuelve más por aquí!", se escucha nítidamente entre las risas.
 
Un día más tarde, a las 10:30, el cliente del móvil aparece de nuevo por la puerta y repite su rutina diaria.

- Café solo, por favor.
 
Los dos camareros se miran un poco desconcertados. El más joven se dirige hacia la máquina y lo prepara de inmediato. Se alegra de que el hombre esté escribiendo frenéticamente en su móvil cuando se lo sirve, así no podrá ver la vergüenza que reflejan sus ojos. Sin embargo, el tono tembloroso de la voz del joven camarero le delata: "Aquí tiene.". Y ni una palabra más de nadie en ese bar en los siguientes tres minutos. Sorbos cortos y rápidos, cuenta, dos euros encima del mostrador y sale del bar por la puerta acristalada. El camarero veterano se indigna: "¡Este tío ha venido a reírse de nosotros, a devolvernos la de ayer! Pues se va a enterar mañana, que le voy a estar esperando".

Llega mañana. Y le están esperando. En el mismo momento que el hombre regordete entra por la puerta, el camarero mayor le dice en voz alta "No nos queda café.". El tono es altivo, chulesco, incluso un poco despectivo. Desde el umbral de la puerta el cliente parece dudar. Mira hacia una de las mesas y ve una taza humeante de líquido negro. Puede oler el aroma que llega desde ella y casi siente la cafeína recorriendo su garganta. Escucha el ritmo machacón de la penúltima canción del verano, escupida por los altavoces del bar, martilleando su cerebro. Vuelve la vista al camarero, que le sostiene firme la mirada con los labios apretados. Parece que va a decir algo, pero se da la vuelta y se marcha del bar. "¡Hala! ¡A tocar las narices a otro sitio!" se oye en todo el local.

Un día más, llegan las 10:30. La cara aniñada se asoma al otro lado de la puerta de cristal del bar. Puede ver a los dos camareros charlando y riendo detrás de la barra. Se imagina que hablan de él y siente rabia por las burlas. En la mesa de la derecha está sentado el hombre que le quitó su sitio. Ríe las bromas de los dos camareros. Incluso parece que infla los mofletes, tratando de imitar su cara regordeta. Hay un anciano sentado en otra de las mesas, leyendo un periódico y sin prestar atención a la conversación de los otros tres.

Entra y se dirige directamente al final de la barra, en la parte más cercana a la entrada a los baños. Ignora el insulto del camarero mayor y la mirada incrédula del más joven. Obvia la risa divertida del cliente de la mesa de la derecha y ya ni siquiera recuerda al anciano del periódico.
 
- Café solo, por favor.
 
"¿Usted sabe qué es el derecho de admisión?", la voz de uno de los camareros le llega amenazante, desde muy lejos. Mira al camarero y siente que se abalanza sobre él, con los ojos rojos y los colmillos afilados. Una de las garras le sujeta por la corbata, siente el calor de unas llamas a su alrededor y oye los tambores de la muerte más y más cerca. Ve con claridad una guadaña en la otra garra de su atacante, acercándose a cámara lenta a su cuello. Se lleva la mano al bolsillo interno de la chaqueta y saca su revólver. Dos disparos a quemarropa y la bestia cae al suelo, a plomo, con un golpe seco que apaga su grito de dolor. Una segunda bestia, que seguro es hija de la primera, intenta también abalanzarse sobre él, con intención de matarle. Otro disparo más y la bestia hija rueda por el suelo entre alaridos horribles. A su espalda escucha más gritos y descubre una criatura sin forma, ni cara, ni extremidades, una especie de gusano gigante que huye arrastrándose hacia la puerta. Dos disparos por la espalda y el gusano se retuerce, esparciendo a su alrededor un viscoso líquido verde. El hombre de cara aniñada se gira y ve a un anciano palidísimo, los ojos cerrados, la boca abierta y un periódico aferrado entre las manos.

Esquivando los cuerpos sin vida de las bestias y el gusano, sale a la calle escribiendo en su móvil y preguntándose dónde podría tomarse hoy un café solo, por favor.

martes, 9 de junio de 2015

Diario

 

2 de mayo de 2015

He estado hablando del tema con Ricardo. Le he explicado el plan que tengo en mente, sin entrar en detalles, por si acaso. Al principio le ha parecido una locura. La verdad es que, pensándolo fríamente y desde fuera, es una locura. He tenido que confesarle las circunstancias tan particulares que me obligan a llevarlo a cabo. Bueno, "obligar" puede que no sea la palabra correcta. Pero si quiero que algo cambie, tengo que tomar medidas. Y lo que tengo clarísimo es que algo tiene que cambiar.

Al final me ha dicho que no quiere participar. Aunque sabe que si la cosa sale bien todo será diferente también para él, no quiere correr riesgos innecesarios. Me ha prometido no contárselo a nadie y le creo. Si hay alguien que considero leal, ese es Ricardo.

Así que tendré que buscar otro socio. El problema es que no se me ocurre nadie más de quién pueda fiarme.


5 de mayo de 2015

Esta mañana me ha despertado el teléfono. No suelo recibir llamadas, así que he pensado que debía ser algo importante o una nueva oferta para cambiar de compañía. Ha resultado ser Ricardo. Me ha pedido que nos reunamos mañana para tomar una cerveza en el bar de siempre. No sé si será para volver a hablar del tema del otro día o para otra cosa. Me intriga.


6 de mayo de 2015

Al final Ricardo sí participa. Me ha confesado que la familia de su hermana ha recibido la notificación para su desahucio. Se quedarán en la calle antes de que acabe el mes. Su cuñado le importa una mierda, pero su hermana y, sobre todo, sus dos sobrinos son lo único que quiere en esta vida. No está dispuesto a que cada noche su conciencia le recuerde que no hizo nada por ellos, que les dejó en la estacada, como otros muchos le han dejado a él a lo largo de los años.

Hemos quedado mañana en mi casa para contarle todos los detalles y dejar el plan cerrado.

Me alegro de que Ricardo forme parte de esto. Le he prometido que todo saldrá bien, que lo tengo todo pensado y que, con un poco de suerte, todo será ya diferente para siempre. Espero no equivocarme.


7 de mayo de 2015

Ricardo ha estado todo el día en casa. Llegó por la mañana y le estuve explicando cómo irían las cosas. Creo que su papel está bastante claro y no ha tenido muchas dudas al respecto. Le preocupa bastante más lo que me toca hacer a mí. Aunque le he pedido que confíe, es normal que le cueste. En el fondo él también depende de lo que yo haga y no le culpo por no acabar de verlo claro.

Después de comer hemos vuelto a repasar los detalles. Ricardo ha hecho un par de llamadas y ha conseguido el coche que necesitamos. Yo de coches casi no entiendo, pero sé que él es un auténtico experto. Lo recogerá la semana que viene y lo dejará aparcado en una calle del extrarradio hasta el día que decidamos. Allí pasará desapercibido, según dice.

Cuando el asunto del coche ha quedado cerrado hemos revisado el calendario para fijar una fecha. El veinticinco nos ha parecido un buen día a los dos, así que no hay más que hablar.

Ya no hay marcha atrás.


24 de mayo de 2015

No puedo pegar ojo. Le estoy dando demasiadas vueltas a la cabeza y sé que no debo. Pero de pronto me ha venido la imagen de Ricardo largándose de allí y dejándome tirado, con todo el marrón para mí sólo. ¿Y si se raja a última hora? ¿Y si decide chivarse de todo y mañana me encuentro en una encerrona? El último día que hablamos me pareció notar que dudaba. No hablamos de lo de mañana, pero estaba más serio de lo habitual... A lo mejor pensaba en su hermana y sus sobrinos. O a lo mejor no se atrevía a decir que abandonaba.

Tengo en el cajón algo que me ayudaría a dormir, pero mañana tengo que estar en plena forma. Un descuido y todo se iría a la mierda... ¡Joder! ¿Por qué no inventan un botón para dejar de pensar? A mí me vendría de puta madre ahora mismo...


29 de Junio de 2015

He retomado este diario para hacer más llevadero el paso del tiempo. Aquí hay poco que hacer y los días son muy largos.

Ayer vino mi abogado y me ha comunicado que el juicio empieza el día quince del mes que viene. Si el juez se porta bien y tengo un poco de suerte, me caen cuatro años como mínimo. Intentará explicarles la situación desesperada que tenía y mis problemas con las drogas, a ver si sirve de atenuante. Pero parece que el policía de paisano que me pilló va a testificar que estaba muy sereno en ese momento. ¡Qué puta mala suerte! ¿Quién iba a pensar que el primer cliente del banco de toda la semana iba a ser un policía? Si no hubiera madrugado para estar allí a primera hora, no hubiera habido ningún problema y ahora yo estaría en Jamaica, disfrutando de la vida y sin preocupaciones.

No he querido preguntarle al abogado por Ricardo. No estoy seguro de si le pillaron también a él o pudo escarparse con el coche cuando vio que tardaba demasiado. Ojalá se diera cuenta de todo y ahora viva tranquilamente en su casa con su hermana y sus sobrinos.

Me quedan todavía mil cuatrocientos sesenta días en este infierno... Como poco…