Nunca me han
gustado los aeropuertos. Alguien me dijo alguna vez que es por mi miedo a
volar, pero no es sólo por eso.
He llegado
en un taxi a las seis en punto de la mañana. El taxista se ha marchado
rápidamente en busca de su próximo cliente. No me ha dado las gracias por la
propina y no se ha despedido. Ni siquiera él va a despedirse hoy de mí. A pesar
de que aún no ha amanecido, ya hay mucho movimiento en la terminal.
Un ejecutivo
habla en voz demasiado alta por su teléfono móvil mientras se dirige a toda
prisa a la puerta de embarque. El traje de chaqueta impecable, una gabardina de
color camel en una de sus manos y una bolsa negra de ordenador portátil colgada
en bandolera. El pelo brillante y repeinado, con demasiada gomina, en mi
opinión. Intenta desesperadamente retrasar alguna reunión a la que no le da
tiempo a llegar.
Una pareja
de chicos jóvenes, muestran sin pudor su enamoramiento con caricias en las
mejillas y miradas tiernas. Ella llora, abrazada a la cintura de él, sin querer
separarse ni un centímetro. Él mira muy serio al infinito, intentando
vislumbrar un futuro que ve demasiado lejano. Me temo que se trata de una
despedida demasiado dolorosa.
Una señora
de avanzada edad mira perpleja los enormes paneles informativos, buscando en la
lista interminable de vuelos el que le llevará a su destino. Aún lleva puesta
una bufanda gris, envolviendo su garganta para evitar resfriados. Sujeta su
maleta con fuerza, para no dejar escapar los recuerdos que volarán con ella.
Una voz metálica,
impersonal, gris y fría, como la mañana que reina fuera, anuncia que no se
emitirán anuncios. Lo repite en otro idioma, por si alguien aún no ha entendido
que está anunciando que no se emiten anuncios. La voz metálica suena
exactamente igual cada media hora.
Una
limpiadora vestida de uniforme recorre la zona empujando lentamente su carrito.
Lleva unos cascos puestos, escucha cualquier cosa que le distraiga en su
jornada laboral. Recoge de vez en cuando con un cepillo algún papel que ha
quedado olvidado por el suelo. Igual de olvidada que se siente ella en este
país.
En los
mostradores de las líneas aéreas, sólo dos mujeres del personal de tierra atienden
a los pasajeros. Las dos con semblante desganado, repitiendo una y otra vez las
mismas preguntas y repitiendo una y otra vez la misma información. Puede que no
les quede mucho para ser sustituidas por una máquina que haga su mismo trabajo
sin cobrar ningún sueldo.
Un grupo de
cinco jóvenes aparece por una de las puertas de salida con cara de cansancio.
Un par de ellos llevan gafas de sol, intentando ocultar las ojeras. Destaca el
más alto de todos, no por alto si no porque va disfrazado de vaca, arrastrando
parte de su disfraz mugriento por el suelo. Los demás lo que arrastran son los
pies, agotados después de un fin de semana de fiesta y excesos continuos.
Un
repartidor mira angustiado el enorme reloj que preside el hall y acelera el
paso, haciendo tambalear parte de la carga que lleva. Casi corre y, a pesar de
ir en camiseta de manga corta y que estamos en pleno invierno, suda como un
atleta en mitad de una competición. Gira bruscamente por uno de los
pasillos y provoca que una de las cajas pierda definitivamente el equilibrio. Cae
dejando un enorme estruendo en el aire y una alfombra de periódicos por todo el
suelo. El repartidor resopla y pone sus brazos en jarra, intentando calcular
cuánto tiempo más le va a retrasar esto.
En uno de
los bancos hay tumbada una persona. Está tapada hasta la cabeza, no hay manera
de saber si es un hombre o una mujer. Toda su ropa necesita con urgencia un
buen lavado y planchado. Se apoya en una mochila enorme, más grande que ella,
que tiene pinta de no oler demasiado bien. No le despierta ni la voz metálica
que sigue sonando cada media hora ni el estruendo de los periódicos.
Un
desgarbado guardia de seguridad camina despacio, observando desconfiado a todo
el que se cruza con él. La porra se balancea a su paso y las esposas brillan al
reflejo de las lámparas enormes que cuelgan del techo. En la mano lleva un vaso
de plástico, humeante, recién sacado de la máquina. Ese café no debe saber a
café.