Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

miércoles, 24 de junio de 2015

Gente corriente





Nunca me han gustado los aeropuertos. Alguien me dijo alguna vez que es por mi miedo a volar, pero no es sólo por eso.



He llegado en un taxi a las seis en punto de la mañana. El taxista se ha marchado rápidamente en busca de su próximo cliente. No me ha dado las gracias por la propina y no se ha despedido. Ni siquiera él va a despedirse hoy de mí. A pesar de que aún no ha amanecido, ya hay mucho movimiento en la terminal.



Un ejecutivo habla en voz demasiado alta por su teléfono móvil mientras se dirige a toda prisa a la puerta de embarque. El traje de chaqueta impecable, una gabardina de color camel en una de sus manos y una bolsa negra de ordenador portátil colgada en bandolera. El pelo brillante y repeinado, con demasiada gomina, en mi opinión. Intenta desesperadamente retrasar alguna reunión a la que no le da tiempo a llegar.



Una pareja de chicos jóvenes, muestran sin pudor su enamoramiento con caricias en las mejillas y miradas tiernas. Ella llora, abrazada a la cintura de él, sin querer separarse ni un centímetro. Él mira muy serio al infinito, intentando vislumbrar un futuro que ve demasiado lejano. Me temo que se trata de una despedida demasiado dolorosa.



Una señora de avanzada edad mira perpleja los enormes paneles informativos, buscando en la lista interminable de vuelos el que le llevará a su destino. Aún lleva puesta una bufanda gris, envolviendo su garganta para evitar resfriados. Sujeta su maleta con fuerza, para no dejar escapar los recuerdos que volarán con ella.



Una voz metálica, impersonal, gris y fría, como la mañana que reina fuera, anuncia que no se emitirán anuncios. Lo repite en otro idioma, por si alguien aún no ha entendido que está anunciando que no se emiten anuncios. La voz metálica suena exactamente igual cada media hora.



Una limpiadora vestida de uniforme recorre la zona empujando lentamente su carrito. Lleva unos cascos puestos, escucha cualquier cosa que le distraiga en su jornada laboral. Recoge de vez en cuando con un cepillo algún papel que ha quedado olvidado por el suelo. Igual de olvidada que se siente ella en este país.



En los mostradores de las líneas aéreas, sólo dos mujeres del personal de tierra atienden a los pasajeros. Las dos con semblante desganado, repitiendo una y otra vez las mismas preguntas y repitiendo una y otra vez la misma información. Puede que no les quede mucho para ser sustituidas por una máquina que haga su mismo trabajo sin cobrar ningún sueldo.



Un grupo de cinco jóvenes aparece por una de las puertas de salida con cara de cansancio. Un par de ellos llevan gafas de sol, intentando ocultar las ojeras. Destaca el más alto de todos, no por alto si no porque va disfrazado de vaca, arrastrando parte de su disfraz mugriento por el suelo. Los demás lo que arrastran son los pies, agotados después de un fin de semana de fiesta y excesos continuos.



Un repartidor mira angustiado el enorme reloj que preside el hall y acelera el paso, haciendo tambalear parte de la carga que lleva. Casi corre y, a pesar de ir en camiseta de manga corta y que estamos en pleno invierno, suda como un atleta en mitad de una  competición. Gira bruscamente por uno de los pasillos y provoca que una de las cajas pierda definitivamente el equilibrio. Cae dejando un enorme estruendo en el aire y una alfombra de periódicos por todo el suelo. El repartidor resopla y pone sus brazos en jarra, intentando calcular cuánto tiempo más le va a retrasar esto.



En uno de los bancos hay tumbada una persona. Está tapada hasta la cabeza, no hay manera de saber si es un hombre o una mujer. Toda su ropa necesita con urgencia un buen lavado y planchado. Se apoya en una mochila enorme, más grande que ella, que tiene pinta de no oler demasiado bien. No le despierta ni la voz metálica que sigue sonando cada media hora ni el estruendo de los periódicos.



Un desgarbado guardia de seguridad camina despacio, observando desconfiado a todo el que se cruza con él. La porra se balancea a su paso y las esposas brillan al reflejo de las lámparas enormes que cuelgan del techo. En la mano lleva un vaso de plástico, humeante, recién sacado de la máquina. Ese café no debe saber a café.


Definitivamente, no me gustan los aeropuertos.