Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

martes, 16 de junio de 2015

Café solo



- Café solo, por favor.

Lo pide el mismo cliente que, en los últimos diez días y sin faltar ni uno, entra al bar a las 10:30. Siempre puntual. Poco más de metro sesenta, con bastantes kilos de más y con una cara regordeta, brillante y demasiado infantil. Pelo más bien escaso y peinado con raya hacia un lado, para intentar disimular unas entradas que ya no hay quien disimule. Traje de chaqueta que no es de su talla y corbata de nudo Windsor mal ajustada, que lleva varios días sin deshacer. Parece una caricatura de sí mismo.

Se sienta solo al final de la barra, en la parte más cercana a la entrada a los baños. Escribe sin parar en su teléfono móvil hasta que le sirven su café. Se lo toma a sorbos cortos y rápidos. En menos de tres minutos ha apurado la taza y pide la cuenta. Aunque sabe que siempre será un euro con cincuenta, deja dos euros, por la propina. Vuelve a escribir en el móvil y se marcha.
 
Los camareros empiezan a especular sobre el cliente rechoncho. Están acostumbrados a que los habituales les saluden, hablan del tiempo o sonrían al despedirse. De alguno incluso saben dónde trabajan y hasta qué opinan de su jefe. Pero este apenas habla, a pesar de algún intento de los camareros por sacarle información. Cualquier pregunta o comentario es respondida con monosílabos, sin tono, casi sin mirarles. Prefiere conversar con su teléfono antes que con ellos. "Será tímido.", le justifica el menor de los camareros. "Será. Pero este tío da mal rollo.", sentencia el mayor de los dos.
 
Varios días después, en los que el cliente repite su breve coreografía sin variar ni un paso, los camareros deciden ponerle a prueba. Convencen a uno de sus clientes para que se siente al final de la barra, en la parte más cercana a la entrada a los baños. La excusa de gastar una broma al nuevo es motivo más que suficiente para que acceda. A las 10:27 los dos camareros y el cliente esperan sonrientes e impacientes que pasen los tres minutos. A la hora de cada día, la cara aniñada entra por la puerta acristalada del bar. Se detiene al ver su lugar ocupado y, sin decir ni una palabra, da media vuelta y se marcha. Las carcajadas de los camareros y el cliente se oyen desde la calle. "¡El gordo este ya no vuelve más por aquí!", se escucha nítidamente entre las risas.
 
Un día más tarde, a las 10:30, el cliente del móvil aparece de nuevo por la puerta y repite su rutina diaria.

- Café solo, por favor.
 
Los dos camareros se miran un poco desconcertados. El más joven se dirige hacia la máquina y lo prepara de inmediato. Se alegra de que el hombre esté escribiendo frenéticamente en su móvil cuando se lo sirve, así no podrá ver la vergüenza que reflejan sus ojos. Sin embargo, el tono tembloroso de la voz del joven camarero le delata: "Aquí tiene.". Y ni una palabra más de nadie en ese bar en los siguientes tres minutos. Sorbos cortos y rápidos, cuenta, dos euros encima del mostrador y sale del bar por la puerta acristalada. El camarero veterano se indigna: "¡Este tío ha venido a reírse de nosotros, a devolvernos la de ayer! Pues se va a enterar mañana, que le voy a estar esperando".

Llega mañana. Y le están esperando. En el mismo momento que el hombre regordete entra por la puerta, el camarero mayor le dice en voz alta "No nos queda café.". El tono es altivo, chulesco, incluso un poco despectivo. Desde el umbral de la puerta el cliente parece dudar. Mira hacia una de las mesas y ve una taza humeante de líquido negro. Puede oler el aroma que llega desde ella y casi siente la cafeína recorriendo su garganta. Escucha el ritmo machacón de la penúltima canción del verano, escupida por los altavoces del bar, martilleando su cerebro. Vuelve la vista al camarero, que le sostiene firme la mirada con los labios apretados. Parece que va a decir algo, pero se da la vuelta y se marcha del bar. "¡Hala! ¡A tocar las narices a otro sitio!" se oye en todo el local.

Un día más, llegan las 10:30. La cara aniñada se asoma al otro lado de la puerta de cristal del bar. Puede ver a los dos camareros charlando y riendo detrás de la barra. Se imagina que hablan de él y siente rabia por las burlas. En la mesa de la derecha está sentado el hombre que le quitó su sitio. Ríe las bromas de los dos camareros. Incluso parece que infla los mofletes, tratando de imitar su cara regordeta. Hay un anciano sentado en otra de las mesas, leyendo un periódico y sin prestar atención a la conversación de los otros tres.

Entra y se dirige directamente al final de la barra, en la parte más cercana a la entrada a los baños. Ignora el insulto del camarero mayor y la mirada incrédula del más joven. Obvia la risa divertida del cliente de la mesa de la derecha y ya ni siquiera recuerda al anciano del periódico.
 
- Café solo, por favor.
 
"¿Usted sabe qué es el derecho de admisión?", la voz de uno de los camareros le llega amenazante, desde muy lejos. Mira al camarero y siente que se abalanza sobre él, con los ojos rojos y los colmillos afilados. Una de las garras le sujeta por la corbata, siente el calor de unas llamas a su alrededor y oye los tambores de la muerte más y más cerca. Ve con claridad una guadaña en la otra garra de su atacante, acercándose a cámara lenta a su cuello. Se lleva la mano al bolsillo interno de la chaqueta y saca su revólver. Dos disparos a quemarropa y la bestia cae al suelo, a plomo, con un golpe seco que apaga su grito de dolor. Una segunda bestia, que seguro es hija de la primera, intenta también abalanzarse sobre él, con intención de matarle. Otro disparo más y la bestia hija rueda por el suelo entre alaridos horribles. A su espalda escucha más gritos y descubre una criatura sin forma, ni cara, ni extremidades, una especie de gusano gigante que huye arrastrándose hacia la puerta. Dos disparos por la espalda y el gusano se retuerce, esparciendo a su alrededor un viscoso líquido verde. El hombre de cara aniñada se gira y ve a un anciano palidísimo, los ojos cerrados, la boca abierta y un periódico aferrado entre las manos.

Esquivando los cuerpos sin vida de las bestias y el gusano, sale a la calle escribiendo en su móvil y preguntándose dónde podría tomarse hoy un café solo, por favor.