Un
buen amigo me dijo hace no mucho una frase a propósito de la
complicada situación de la sociedad actual y de la actitud de
nuestros políticos frente a la misma: “Hace
falta menos simpatía y más empatía”.
Al margen de si estoy de acuerdo o no sobre la afirmación de mi
amigo, esta conversación me hizo reflexionar sobre la empatía y
cómo de importante es para el ser humano.
Según
el diccionario de la Real Academia Española, la empatía se define
como “Identificación
mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro.”
El concepto parece sencillo. Todos hemos conversado con algún amigo
o familiar, escuchando algún problema o conflicto que tiene en su
vida y le hemos intentado aconsejar sobre cómo actuar, diciéndole
frases del tipo “Si
yo fuera tú…”,
“En
tu caso yo lo que haría…”
o “Si
estuviera en tu lugar…”.
También todos hemos intentado animar a otro en momentos de bajo
estado de ánimo, tratando de convencerles, siendo supuestamente
objetivos y sin estar viviendo o sufriendo en primera persona ese
momento, que la situación mejorará y que saldrá del bache
emocional. Incluso, en algunos casos, nos atrevemos a asegurar que de
las malas experiencias, se aprende, se madura y se evoluciona como
persona.
En
muchas de estas ocasiones, estamos realmente convencidos de que somos
capaces de ponernos en el lugar del otro, de entender los problemas
de los demás, de saber cómo se sienten y de poder encontrar una
manera de solucionar o, al menos, ayudar a superar situaciones
complicadas.
Sin
embargo, no es tan sencillo, en mi opinión. Cada individuo vive su
propia vida desde un punto de vista único, el suyo propio,
completamente diferente de cualquier otro, por muy cercano que éste
sea. No conocemos nada más que aquella información que somos
capaces de percibir por nuestros cinco sentidos y que nuestro
cerebro, tras procesar y analizar en milésimas de segundo,
transforma en una imagen mental que entendemos como realidad. Por
tanto, para que dos personas tengan exactamente la misma percepción
de la realidad, es necesario que sus respectivos sentidos capten la
misma información y sus respectivos cerebros la procesen de la misma
manera.
Esto
también parece algo muy obvio. Seguramente al lector de estas líneas
también se lo parezca. Pero precisamente en esa aparente sencillez,
se esconde su inmensa complejidad.
¿Conoces
a alguien daltónico que distingue las luces de un simple semáforo
por su posición y no por su color? ¿Hay alguien en tu familia que
no coma algún alimento en particular porque su sabor le resulta
desagradable, aunque se cocine con la mejor receta posible y todos
los demás disfruten de él como un manjar? ¿Has oído un ruido
extraño en mitad de la noche y tu compañero o compañera te dice
que no ha escuchado nada? ¿Has percibido un olor que no sabes
identificar y al preguntar a la gente que te rodea nadie huele nada
extraño? ¿Alguna vez has comentado en casa o en el trabajo que
tienes frío y alguien, sentado justo a tu lado, ha respondido que
hace calor?
Si
has respondido que sí a tan sólo una de las preguntas anteriores,
acabas de descubrir que es prácticamente imposible que dos personas
tengan exactamente la misma percepción de la realidad. Cada persona
percibe la información sensorial de manera distinta y, por supuesto,
su cerebro la procesa de manera diferente. Y si esto ocurre con
aspectos relativamente simples y objetivamente medibles como un
color, un sabor, un sonido, un olor o una temperatura, ¿qué ocurre
con sentimientos más complejos, como la tristeza, la alegría o la
angustia?
Analicemos
un ejemplo típico de uno de estos sentimientos: el miedo. No es
extraño que los niños, en edades muy tempranas, sientan miedo a la
oscuridad. Precisamente por su corta edad, aún no han tenido tiempo
de aprender que, aunque no perciban nada a través de la vista debido
a la ausencia de luz, su realidad sigue existiendo aún si no la
pueden ver. En la práctica totalidad de los casos, el paso del
tiempo y, por tanto, el aprendizaje, les hace darse cuenta de que la
oscuridad no es algo de lo que tener miedo. Sin embargo existen
personas que no consiguen superar ese miedo y lo mantienen siendo
adultos, incluso cuando ya tienen un pensamiento supuestamente más
racional que el de un niño.
Esta
reflexión es extrapolable al resto de los sentimientos humanos. Los
sentimientos personales se basan, no sólo en la percepción
sensorial de la realidad, sino en los complejos procesos mentales que
relacionan todas esas percepciones. Y estos procesos mentales están
totalmente influenciados por la experiencia vital que ha tenido una
persona con el paso del tiempo: educación, sociedad, relaciones
personales, entorno geográfico, situación económica… Son
innumerables los aspectos que influyen en cómo el cerebro humano
procesa la información y la transforma en sentimientos que afectan
al estado anímico de una determinada persona.
En
definitiva, y tratando de extraer alguna conclusión práctica a
estas líneas, es prácticamente imposible comprender realmente cuál
es el estado de ánimo de una persona que no sea uno mismo. Y, por
tanto, es prácticamente imposible que exista realmente la empatía.
Si
se me permite el consejo, el lector debería tener en cuenta esta
conclusión en el momento de intentar resolver un conflicto con otra
persona. Por mucho que se esmere, nunca podrá realmente entender
cómo se siente “el otro”. En consecuencia, lo que a uno le
parece obvio y evidente en una determinada situación, puede no serlo
en absoluto para el otro.
Sin duda esta
reflexión sobre la empatía no es nueva y muchos otros antes que yo,
incluido posiblemente el propio lector, habrán entendido previamente
lo expuesto aquí por iniciativa propia. Como ejemplo reconocido de
esta misma idea y como colofón a la misma, cito un fragmento de un
poema de Ramón de Campoamor, poeta español del siglo XIX:
Y
es que en el mundo traidor
nada
hay verdad ni mentira:
todo
es según el color
del
cristal con que se mira.