Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

martes, 30 de junio de 2015

Sobre la empatía



Un buen amigo me dijo hace no mucho una frase a propósito de la complicada situación de la sociedad actual y de la actitud de nuestros políticos frente a la misma: “Hace falta menos simpatía y más empatía”. Al margen de si estoy de acuerdo o no sobre la afirmación de mi amigo, esta conversación me hizo reflexionar sobre la empatía y cómo de importante es para el ser humano.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la empatía se define como “Identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro.” El concepto parece sencillo. Todos hemos conversado con algún amigo o familiar, escuchando algún problema o conflicto que tiene en su vida y le hemos intentado aconsejar sobre cómo actuar, diciéndole frases del tipo “Si yo fuera tú…”, “En tu caso yo lo que haría…” o “Si estuviera en tu lugar…”. También todos hemos intentado animar a otro en momentos de bajo estado de ánimo, tratando de convencerles, siendo supuestamente objetivos y sin estar viviendo o sufriendo en primera persona ese momento, que la situación mejorará y que saldrá del bache emocional. Incluso, en algunos casos, nos atrevemos a asegurar que de las malas experiencias, se aprende, se madura y se evoluciona como persona.

En muchas de estas ocasiones, estamos realmente convencidos de que somos capaces de ponernos en el lugar del otro, de entender los problemas de los demás, de saber cómo se sienten y de poder encontrar una manera de solucionar o, al menos, ayudar a superar situaciones complicadas.

Sin embargo, no es tan sencillo, en mi opinión. Cada individuo vive su propia vida desde un punto de vista único, el suyo propio, completamente diferente de cualquier otro, por muy cercano que éste sea. No conocemos nada más que aquella información que somos capaces de percibir por nuestros cinco sentidos y que nuestro cerebro, tras procesar y analizar en milésimas de segundo, transforma en una imagen mental que entendemos como realidad. Por tanto, para que dos personas tengan exactamente la misma percepción de la realidad, es necesario que sus respectivos sentidos capten la misma información y sus respectivos cerebros la procesen de la misma manera.

Esto también parece algo muy obvio. Seguramente al lector de estas líneas también se lo parezca. Pero precisamente en esa aparente sencillez, se esconde su inmensa complejidad.

¿Conoces a alguien daltónico que distingue las luces de un simple semáforo por su posición y no por su color? ¿Hay alguien en tu familia que no coma algún alimento en particular porque su sabor le resulta desagradable, aunque se cocine con la mejor receta posible y todos los demás disfruten de él como un manjar? ¿Has oído un ruido extraño en mitad de la noche y tu compañero o compañera te dice que no ha escuchado nada? ¿Has percibido un olor que no sabes identificar y al preguntar a la gente que te rodea nadie huele nada extraño? ¿Alguna vez has comentado en casa o en el trabajo que tienes frío y alguien, sentado justo a tu lado, ha respondido que hace calor?

Si has respondido que sí a tan sólo una de las preguntas anteriores, acabas de descubrir que es prácticamente imposible que dos personas tengan exactamente la misma percepción de la realidad. Cada persona percibe la información sensorial de manera distinta y, por supuesto, su cerebro la procesa de manera diferente. Y si esto ocurre con aspectos relativamente simples y objetivamente medibles como un color, un sabor, un sonido, un olor o una temperatura, ¿qué ocurre con sentimientos más complejos, como la tristeza, la alegría o la angustia?

Analicemos un ejemplo típico de uno de estos sentimientos: el miedo. No es extraño que los niños, en edades muy tempranas, sientan miedo a la oscuridad. Precisamente por su corta edad, aún no han tenido tiempo de aprender que, aunque no perciban nada a través de la vista debido a la ausencia de luz, su realidad sigue existiendo aún si no la pueden ver. En la práctica totalidad de los casos, el paso del tiempo y, por tanto, el aprendizaje, les hace darse cuenta de que la oscuridad no es algo de lo que tener miedo. Sin embargo existen personas que no consiguen superar ese miedo y lo mantienen siendo adultos, incluso cuando ya tienen un pensamiento supuestamente más racional que el de un niño.

Esta reflexión es extrapolable al resto de los sentimientos humanos. Los sentimientos personales se basan, no sólo en la percepción sensorial de la realidad, sino en los complejos procesos mentales que relacionan todas esas percepciones. Y estos procesos mentales están totalmente influenciados por la experiencia vital que ha tenido una persona con el paso del tiempo: educación, sociedad, relaciones personales, entorno geográfico, situación económica… Son innumerables los aspectos que influyen en cómo el cerebro humano procesa la información y la transforma en sentimientos que afectan al estado anímico de una determinada persona.

En definitiva, y tratando de extraer alguna conclusión práctica a estas líneas, es prácticamente imposible comprender realmente cuál es el estado de ánimo de una persona que no sea uno mismo. Y, por tanto, es prácticamente imposible que exista realmente la empatía.

Si se me permite el consejo, el lector debería tener en cuenta esta conclusión en el momento de intentar resolver un conflicto con otra persona. Por mucho que se esmere, nunca podrá realmente entender cómo se siente “el otro”. En consecuencia, lo que a uno le parece obvio y evidente en una determinada situación, puede no serlo en absoluto para el otro.

Sin duda esta reflexión sobre la empatía no es nueva y muchos otros antes que yo, incluido posiblemente el propio lector, habrán entendido previamente lo expuesto aquí por iniciativa propia. Como ejemplo reconocido de esta misma idea y como colofón a la misma, cito un fragmento de un poema de Ramón de Campoamor, poeta español del siglo XIX:

Y es que en el mundo traidor
nada hay verdad ni mentira:
todo es según el color
del cristal con que se mira.

miércoles, 24 de junio de 2015

Gente corriente





Nunca me han gustado los aeropuertos. Alguien me dijo alguna vez que es por mi miedo a volar, pero no es sólo por eso.



He llegado en un taxi a las seis en punto de la mañana. El taxista se ha marchado rápidamente en busca de su próximo cliente. No me ha dado las gracias por la propina y no se ha despedido. Ni siquiera él va a despedirse hoy de mí. A pesar de que aún no ha amanecido, ya hay mucho movimiento en la terminal.



Un ejecutivo habla en voz demasiado alta por su teléfono móvil mientras se dirige a toda prisa a la puerta de embarque. El traje de chaqueta impecable, una gabardina de color camel en una de sus manos y una bolsa negra de ordenador portátil colgada en bandolera. El pelo brillante y repeinado, con demasiada gomina, en mi opinión. Intenta desesperadamente retrasar alguna reunión a la que no le da tiempo a llegar.



Una pareja de chicos jóvenes, muestran sin pudor su enamoramiento con caricias en las mejillas y miradas tiernas. Ella llora, abrazada a la cintura de él, sin querer separarse ni un centímetro. Él mira muy serio al infinito, intentando vislumbrar un futuro que ve demasiado lejano. Me temo que se trata de una despedida demasiado dolorosa.



Una señora de avanzada edad mira perpleja los enormes paneles informativos, buscando en la lista interminable de vuelos el que le llevará a su destino. Aún lleva puesta una bufanda gris, envolviendo su garganta para evitar resfriados. Sujeta su maleta con fuerza, para no dejar escapar los recuerdos que volarán con ella.



Una voz metálica, impersonal, gris y fría, como la mañana que reina fuera, anuncia que no se emitirán anuncios. Lo repite en otro idioma, por si alguien aún no ha entendido que está anunciando que no se emiten anuncios. La voz metálica suena exactamente igual cada media hora.



Una limpiadora vestida de uniforme recorre la zona empujando lentamente su carrito. Lleva unos cascos puestos, escucha cualquier cosa que le distraiga en su jornada laboral. Recoge de vez en cuando con un cepillo algún papel que ha quedado olvidado por el suelo. Igual de olvidada que se siente ella en este país.



En los mostradores de las líneas aéreas, sólo dos mujeres del personal de tierra atienden a los pasajeros. Las dos con semblante desganado, repitiendo una y otra vez las mismas preguntas y repitiendo una y otra vez la misma información. Puede que no les quede mucho para ser sustituidas por una máquina que haga su mismo trabajo sin cobrar ningún sueldo.



Un grupo de cinco jóvenes aparece por una de las puertas de salida con cara de cansancio. Un par de ellos llevan gafas de sol, intentando ocultar las ojeras. Destaca el más alto de todos, no por alto si no porque va disfrazado de vaca, arrastrando parte de su disfraz mugriento por el suelo. Los demás lo que arrastran son los pies, agotados después de un fin de semana de fiesta y excesos continuos.



Un repartidor mira angustiado el enorme reloj que preside el hall y acelera el paso, haciendo tambalear parte de la carga que lleva. Casi corre y, a pesar de ir en camiseta de manga corta y que estamos en pleno invierno, suda como un atleta en mitad de una  competición. Gira bruscamente por uno de los pasillos y provoca que una de las cajas pierda definitivamente el equilibrio. Cae dejando un enorme estruendo en el aire y una alfombra de periódicos por todo el suelo. El repartidor resopla y pone sus brazos en jarra, intentando calcular cuánto tiempo más le va a retrasar esto.



En uno de los bancos hay tumbada una persona. Está tapada hasta la cabeza, no hay manera de saber si es un hombre o una mujer. Toda su ropa necesita con urgencia un buen lavado y planchado. Se apoya en una mochila enorme, más grande que ella, que tiene pinta de no oler demasiado bien. No le despierta ni la voz metálica que sigue sonando cada media hora ni el estruendo de los periódicos.



Un desgarbado guardia de seguridad camina despacio, observando desconfiado a todo el que se cruza con él. La porra se balancea a su paso y las esposas brillan al reflejo de las lámparas enormes que cuelgan del techo. En la mano lleva un vaso de plástico, humeante, recién sacado de la máquina. Ese café no debe saber a café.


Definitivamente, no me gustan los aeropuertos.

martes, 16 de junio de 2015

Café solo



- Café solo, por favor.

Lo pide el mismo cliente que, en los últimos diez días y sin faltar ni uno, entra al bar a las 10:30. Siempre puntual. Poco más de metro sesenta, con bastantes kilos de más y con una cara regordeta, brillante y demasiado infantil. Pelo más bien escaso y peinado con raya hacia un lado, para intentar disimular unas entradas que ya no hay quien disimule. Traje de chaqueta que no es de su talla y corbata de nudo Windsor mal ajustada, que lleva varios días sin deshacer. Parece una caricatura de sí mismo.

Se sienta solo al final de la barra, en la parte más cercana a la entrada a los baños. Escribe sin parar en su teléfono móvil hasta que le sirven su café. Se lo toma a sorbos cortos y rápidos. En menos de tres minutos ha apurado la taza y pide la cuenta. Aunque sabe que siempre será un euro con cincuenta, deja dos euros, por la propina. Vuelve a escribir en el móvil y se marcha.
 
Los camareros empiezan a especular sobre el cliente rechoncho. Están acostumbrados a que los habituales les saluden, hablan del tiempo o sonrían al despedirse. De alguno incluso saben dónde trabajan y hasta qué opinan de su jefe. Pero este apenas habla, a pesar de algún intento de los camareros por sacarle información. Cualquier pregunta o comentario es respondida con monosílabos, sin tono, casi sin mirarles. Prefiere conversar con su teléfono antes que con ellos. "Será tímido.", le justifica el menor de los camareros. "Será. Pero este tío da mal rollo.", sentencia el mayor de los dos.
 
Varios días después, en los que el cliente repite su breve coreografía sin variar ni un paso, los camareros deciden ponerle a prueba. Convencen a uno de sus clientes para que se siente al final de la barra, en la parte más cercana a la entrada a los baños. La excusa de gastar una broma al nuevo es motivo más que suficiente para que acceda. A las 10:27 los dos camareros y el cliente esperan sonrientes e impacientes que pasen los tres minutos. A la hora de cada día, la cara aniñada entra por la puerta acristalada del bar. Se detiene al ver su lugar ocupado y, sin decir ni una palabra, da media vuelta y se marcha. Las carcajadas de los camareros y el cliente se oyen desde la calle. "¡El gordo este ya no vuelve más por aquí!", se escucha nítidamente entre las risas.
 
Un día más tarde, a las 10:30, el cliente del móvil aparece de nuevo por la puerta y repite su rutina diaria.

- Café solo, por favor.
 
Los dos camareros se miran un poco desconcertados. El más joven se dirige hacia la máquina y lo prepara de inmediato. Se alegra de que el hombre esté escribiendo frenéticamente en su móvil cuando se lo sirve, así no podrá ver la vergüenza que reflejan sus ojos. Sin embargo, el tono tembloroso de la voz del joven camarero le delata: "Aquí tiene.". Y ni una palabra más de nadie en ese bar en los siguientes tres minutos. Sorbos cortos y rápidos, cuenta, dos euros encima del mostrador y sale del bar por la puerta acristalada. El camarero veterano se indigna: "¡Este tío ha venido a reírse de nosotros, a devolvernos la de ayer! Pues se va a enterar mañana, que le voy a estar esperando".

Llega mañana. Y le están esperando. En el mismo momento que el hombre regordete entra por la puerta, el camarero mayor le dice en voz alta "No nos queda café.". El tono es altivo, chulesco, incluso un poco despectivo. Desde el umbral de la puerta el cliente parece dudar. Mira hacia una de las mesas y ve una taza humeante de líquido negro. Puede oler el aroma que llega desde ella y casi siente la cafeína recorriendo su garganta. Escucha el ritmo machacón de la penúltima canción del verano, escupida por los altavoces del bar, martilleando su cerebro. Vuelve la vista al camarero, que le sostiene firme la mirada con los labios apretados. Parece que va a decir algo, pero se da la vuelta y se marcha del bar. "¡Hala! ¡A tocar las narices a otro sitio!" se oye en todo el local.

Un día más, llegan las 10:30. La cara aniñada se asoma al otro lado de la puerta de cristal del bar. Puede ver a los dos camareros charlando y riendo detrás de la barra. Se imagina que hablan de él y siente rabia por las burlas. En la mesa de la derecha está sentado el hombre que le quitó su sitio. Ríe las bromas de los dos camareros. Incluso parece que infla los mofletes, tratando de imitar su cara regordeta. Hay un anciano sentado en otra de las mesas, leyendo un periódico y sin prestar atención a la conversación de los otros tres.

Entra y se dirige directamente al final de la barra, en la parte más cercana a la entrada a los baños. Ignora el insulto del camarero mayor y la mirada incrédula del más joven. Obvia la risa divertida del cliente de la mesa de la derecha y ya ni siquiera recuerda al anciano del periódico.
 
- Café solo, por favor.
 
"¿Usted sabe qué es el derecho de admisión?", la voz de uno de los camareros le llega amenazante, desde muy lejos. Mira al camarero y siente que se abalanza sobre él, con los ojos rojos y los colmillos afilados. Una de las garras le sujeta por la corbata, siente el calor de unas llamas a su alrededor y oye los tambores de la muerte más y más cerca. Ve con claridad una guadaña en la otra garra de su atacante, acercándose a cámara lenta a su cuello. Se lleva la mano al bolsillo interno de la chaqueta y saca su revólver. Dos disparos a quemarropa y la bestia cae al suelo, a plomo, con un golpe seco que apaga su grito de dolor. Una segunda bestia, que seguro es hija de la primera, intenta también abalanzarse sobre él, con intención de matarle. Otro disparo más y la bestia hija rueda por el suelo entre alaridos horribles. A su espalda escucha más gritos y descubre una criatura sin forma, ni cara, ni extremidades, una especie de gusano gigante que huye arrastrándose hacia la puerta. Dos disparos por la espalda y el gusano se retuerce, esparciendo a su alrededor un viscoso líquido verde. El hombre de cara aniñada se gira y ve a un anciano palidísimo, los ojos cerrados, la boca abierta y un periódico aferrado entre las manos.

Esquivando los cuerpos sin vida de las bestias y el gusano, sale a la calle escribiendo en su móvil y preguntándose dónde podría tomarse hoy un café solo, por favor.

martes, 9 de junio de 2015

Diario

 

2 de mayo de 2015

He estado hablando del tema con Ricardo. Le he explicado el plan que tengo en mente, sin entrar en detalles, por si acaso. Al principio le ha parecido una locura. La verdad es que, pensándolo fríamente y desde fuera, es una locura. He tenido que confesarle las circunstancias tan particulares que me obligan a llevarlo a cabo. Bueno, "obligar" puede que no sea la palabra correcta. Pero si quiero que algo cambie, tengo que tomar medidas. Y lo que tengo clarísimo es que algo tiene que cambiar.

Al final me ha dicho que no quiere participar. Aunque sabe que si la cosa sale bien todo será diferente también para él, no quiere correr riesgos innecesarios. Me ha prometido no contárselo a nadie y le creo. Si hay alguien que considero leal, ese es Ricardo.

Así que tendré que buscar otro socio. El problema es que no se me ocurre nadie más de quién pueda fiarme.


5 de mayo de 2015

Esta mañana me ha despertado el teléfono. No suelo recibir llamadas, así que he pensado que debía ser algo importante o una nueva oferta para cambiar de compañía. Ha resultado ser Ricardo. Me ha pedido que nos reunamos mañana para tomar una cerveza en el bar de siempre. No sé si será para volver a hablar del tema del otro día o para otra cosa. Me intriga.


6 de mayo de 2015

Al final Ricardo sí participa. Me ha confesado que la familia de su hermana ha recibido la notificación para su desahucio. Se quedarán en la calle antes de que acabe el mes. Su cuñado le importa una mierda, pero su hermana y, sobre todo, sus dos sobrinos son lo único que quiere en esta vida. No está dispuesto a que cada noche su conciencia le recuerde que no hizo nada por ellos, que les dejó en la estacada, como otros muchos le han dejado a él a lo largo de los años.

Hemos quedado mañana en mi casa para contarle todos los detalles y dejar el plan cerrado.

Me alegro de que Ricardo forme parte de esto. Le he prometido que todo saldrá bien, que lo tengo todo pensado y que, con un poco de suerte, todo será ya diferente para siempre. Espero no equivocarme.


7 de mayo de 2015

Ricardo ha estado todo el día en casa. Llegó por la mañana y le estuve explicando cómo irían las cosas. Creo que su papel está bastante claro y no ha tenido muchas dudas al respecto. Le preocupa bastante más lo que me toca hacer a mí. Aunque le he pedido que confíe, es normal que le cueste. En el fondo él también depende de lo que yo haga y no le culpo por no acabar de verlo claro.

Después de comer hemos vuelto a repasar los detalles. Ricardo ha hecho un par de llamadas y ha conseguido el coche que necesitamos. Yo de coches casi no entiendo, pero sé que él es un auténtico experto. Lo recogerá la semana que viene y lo dejará aparcado en una calle del extrarradio hasta el día que decidamos. Allí pasará desapercibido, según dice.

Cuando el asunto del coche ha quedado cerrado hemos revisado el calendario para fijar una fecha. El veinticinco nos ha parecido un buen día a los dos, así que no hay más que hablar.

Ya no hay marcha atrás.


24 de mayo de 2015

No puedo pegar ojo. Le estoy dando demasiadas vueltas a la cabeza y sé que no debo. Pero de pronto me ha venido la imagen de Ricardo largándose de allí y dejándome tirado, con todo el marrón para mí sólo. ¿Y si se raja a última hora? ¿Y si decide chivarse de todo y mañana me encuentro en una encerrona? El último día que hablamos me pareció notar que dudaba. No hablamos de lo de mañana, pero estaba más serio de lo habitual... A lo mejor pensaba en su hermana y sus sobrinos. O a lo mejor no se atrevía a decir que abandonaba.

Tengo en el cajón algo que me ayudaría a dormir, pero mañana tengo que estar en plena forma. Un descuido y todo se iría a la mierda... ¡Joder! ¿Por qué no inventan un botón para dejar de pensar? A mí me vendría de puta madre ahora mismo...


29 de Junio de 2015

He retomado este diario para hacer más llevadero el paso del tiempo. Aquí hay poco que hacer y los días son muy largos.

Ayer vino mi abogado y me ha comunicado que el juicio empieza el día quince del mes que viene. Si el juez se porta bien y tengo un poco de suerte, me caen cuatro años como mínimo. Intentará explicarles la situación desesperada que tenía y mis problemas con las drogas, a ver si sirve de atenuante. Pero parece que el policía de paisano que me pilló va a testificar que estaba muy sereno en ese momento. ¡Qué puta mala suerte! ¿Quién iba a pensar que el primer cliente del banco de toda la semana iba a ser un policía? Si no hubiera madrugado para estar allí a primera hora, no hubiera habido ningún problema y ahora yo estaría en Jamaica, disfrutando de la vida y sin preocupaciones.

No he querido preguntarle al abogado por Ricardo. No estoy seguro de si le pillaron también a él o pudo escarparse con el coche cuando vio que tardaba demasiado. Ojalá se diera cuenta de todo y ahora viva tranquilamente en su casa con su hermana y sus sobrinos.

Me quedan todavía mil cuatrocientos sesenta días en este infierno... Como poco…

miércoles, 3 de junio de 2015

En el metro




Lo único que me gusta de viajar en metro es poder inmiscuirme por unos minutos en la vida de unos desconocidos sin que se den cuenta. A veces me tengo que conformar con mirarles e imaginarme cómo son. En otras ocasiones, ni siquiera hace falta que me invente nada. Por ejemplo, estas dos mujeres  que acaban de sentarse en frente. Aunque intentan ser discretas, se les oye perfectamente.



- Que me quiere, me dijo...



La que acaba de hablar debe tener treinta y pocos años. Viste traje de chaqueta oscuro que parece de los caros. Diría que es una ejecutiva de alguna de las empresas ubicadas en el centro, hacia donde se dirige el metro. Pelo largo y moreno, muy cuidado, y unos ojos verdes realmente bonitos. El maquillaje oscuro que los enmarcan hace que destaquen aún más.



- Pero ¿cómo que te quiere?



La otra mujer parece mayor, pasa los cuarenta con holgura. Le ha preguntado con cierta extrañeza, dudando. Aunque también va bien vestida, no llega al nivel de la de ojos verdes. En mi opinión, los vaqueros y la camiseta estampada son demasiado juveniles para ella. Lleva el pelo muy corto y teñido de rubio platino. Me temo que la crisis de los cuarenta le ha golpeado fuerte.



- Pues eso, que me quiere. Que está enamorado de mí.

- Pero si os conocéis de toda la vida, ¿no?

- Sí. Supongo que no me había dicho nada antes precisamente por eso, porque somos muy amigos y no lo quería estropear.



Los ojos verdes miran directamente hacia una de las ventanillas del metro, pero no se fijan en nada concreto.



- Y ha tenido que esperar hasta ayer, precisamente. No sabía que habías quedado con él.

- En principio era sólo para darle la invitación y ya está. Pero yo tenía tiempo porque José también había quedado con unos amigos y no quería estar sola en casa. Me propuso tomar unas cervezas y picar algo y me pareció buena idea.

- ¿Y te lo soltó así, sin más?

- ¡No! Estuvimos juntos y hablando un buen rato. Primero de la boda: le conté todo el rollo de los preparativos, los invitados, los agobios por organizarlo todo, lo poco que colabora José… Él escuchaba, como siempre. Luego, no sé cómo, empezamos a hablar de cuando nos conocimos nosotros y recordamos algunas batallitas.



Los ojos verdes brillan un poco. No sé si por la emoción o por la nostalgia.



- Después nos pasamos a los mojitos. Estaba borracho, seguro...



La mujer mayor alza mucho las cejas, casi alcanzan a sus pequeños vecinos rubios de arriba.



- Los borrachos siempre dicen la verdad.

- Ya. Y los niños.

- Este no es un niño, precisamente... Pero, entonces, ¿cómo te lo dijo?

- Pues en un momento de la conversación le dije que no entendía cómo él nunca se había casado. A ver, es cierto que no es un Adonis, pero no está mal. Y es un tío encantador, con mucho sentido del humor y muy buena persona...

- No te vayas por las ramas, ¿cómo te lo dijo?



Los ojos verdes vuelven a perderse en el oscuro túnel del metro. Parecen tristes. Suspira.



- Fue un poco raro. Cuando le dije eso, me contestó que porque estaba esperando a la mujer perfecta. Y me miraba fijamente, muy serio. Pensaba que estaba bromeando, como siempre. Yo me reí, creo que también estaba un poco borracha... Me metí con él diciéndole que siguiera esperando, que no existe la mujer perfecta. Él no dijo nada, me seguía mirando a los ojos.



Desde luego, a mí no me extraña. Esos ojos son dignos de mirar y admirar.



- ¿En serio?

- En serio. Entonces yo dejé de reírme. Y me dice que sí existe la mujer perfecta. Y que la tiene delante. Y que me quiere. Y que siempre me ha querido.



La mujer de pelo corto abre mucho la boca y casi más los ojos. Resopla.



- ¡Buff! ¡Qué fuerte! ¿Y qué hiciste?

- Pues no sabía qué hacer ni qué decir. Me quedé muy cortada. Creo que le dije que me tenía que ir. Me levanté y me marché del bar. Le dejé allí, con el mojito en la mano y la cuenta en la mesa.



Los ojos verdes vuelven a brillar. Y a perderse. Y ella vuelve a suspirar.



- ¿Y hoy no ha dado señales de vida? ¿No te ha llamado o te ha escrito algún mensaje?

- No.

- ¿Y tú? ¿No le has dicho nada a él?

- No.

- ¿Y no vas a volver a hablar con él del tema? ¿Vas a esperar a encontrártelo en la boda y disimular? Vamos, como si no hubiera pasado nada...



La chica de ojos verdes se toma unos segundos antes de responder.



- No creo que venga a la boda.

- ¿Cómo no va a ir? Es tu mejor amigo, sus padres y tus padres son amigos. En tu familia todos le conocen. Sería raro que no viniera, todos los que vamos a ir sabemos que está invitado.



La chica de ojos verdes hace una nueva pausa de unos segundos.



- Seguro que no viene.

- ¿Cómo estás tan segura? Igual espera al momento ese que el cura dice lo de "que hable ahora o calle para siempre" para volver a declararse allí, delante de todos. Y entonces sí que se lía…

- No, seguro que no lo hará. Y eso es sólo en las películas, en las bodas de verdad no es así.

- Bueno, ya me entiendes. ¿Por qué sabes que no irá?



Los ojos verdes vuelven a brillar. Ahora ya no parecen tristes.



- Porque no va a haber boda.