Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

lunes, 19 de diciembre de 2016

La cita de Navidad




Aquel año, por primera vez la Navidad no había acudido a su cita. ¡Vaya sorpresa, le había dado plantón! ¿Cómo podía ser? Si él la seguía queriendo como siempre, vivía casi exclusivamente para ella. Pasaba todo el resto del año deseando que llegara el momento de su reencuentro anual. Y después de tanto tiempo juntos, no había venido.

Vale, era cierto que cada vez se cuidaba menos, que últimamente había ganado unos cuantos kilos de más. Y que su pelo sólo acumulaba canas y la barba no estaba tan cuidada como antes. También llevaba razón cuando le decía que tenía que pensar en cambiar de vestuario. Aunque a él le gustara su traje rojo y el gorro a juego, ella empezaba a cansarse de su escaso espíritu de renovación.

Era verdad que prefería la compañía de sus renos, sobre todo de Rudolf, y que casi nunca le respondía a las cartas que Navidad le mandaba para decirle que le echaba de menos. Pero es que, ¡recibía tantas! Ya le avisaba cada año que dedicaba demasiado tiempo a su trabajo, preparando los regalos, guardándolos y cargándolos en el trineo, para repartirlos todos de una vez. Navidad llevaba especialmente mal todos esos anuncios de publicidad que él tenía que hacer, como si fuera una estrella de cine. “Te veo más en la televisión que en persona”, solía decirle.

La distancia también era un problema en su relación. El polo norte no es precisamente un sitio cercano y no es especialmente agradable para vivir. Pero su trabajo estaba allí, era impensable mudarse a vivir con Navidad, por mucho que ella le insistiera.

Reconocía que pasaban muy poco tiempo juntos por culpa de sus viajes, pero es que tenía muchos amigos que le reclamaban y le absorbían casi por completo.  Y aunque Navidad le repetía a menudo que tenía que dejar de colarse en las casas por la chimenea, él no podía evitar hacerlo. "Un día acabarás delante de un juez por allanamiento de morada", le advertía. Para colmo, era consciente que esos tres amigotes de Oriente pretendían a Navidad y que eran muy atentos con ella, con todos esos regalos cuando ya empezaba a caer en el olvido. Algún día le abandonaría para irse con alguno de ellos. Claro, siendo reyes...

Así que, después de todos estos años, casi podía entender que Navidad hubiera decidido no acudir a su cita. Pero ahora lo único que podía hacer era volver a casa después del trabajo y esperar que el año próximo le hubiera perdonado, para que todo volviera a ser como antes.

Y si no, no le quedaría más remedio que buscar otra festividad que quisiera celebrar con él una cita anual.


Publicado en la edición de Navidad de la revista Cheshire http://www.revistacheshire.com

lunes, 12 de diciembre de 2016

Menú del día


- ¿Cuánto falta, papá? - me pregunta Lucas por tercera vez en menos de diez minutos.

Como cada domingo, vamos a la residencia a visitar a su abuelo. A Lucas no le gusta nada ir, dice que se aburre. No le culpo, el abuelo ya casi ni nos reconoce y la mayor parte del tiempo mira hacia el infinito sin vernos siquiera. Pocas veces hila tres o cuatro frases seguidas.

- ¿Qué comemos hoy? ¡Pizza! Por favor... - suplica Lucas, en claro chantaje emocional de niño de cinco años.

Accedo dando por hecho que acabaremos comiendo lo que él quiera. Cuando yo tenía su edad, se comía lo que hubiera ese día. Recuerdo la comida casera de mi madre, disfrutar de la mezcla de aromas al entrar en casa después del colegio. Y recuerdo a mi padre llegando del trabajo por la noche y jugando conmigo a adivinar el menú del día. Se colocaba delante de mí, me frotaba el pelo, me daba unos golpecitos suaves en la cabeza, como si llamara a la puerta, y se llevaba los nudillos a la nariz. Aspiraba profundamente, absorbiendo el olor de la comida que le llegaba desde mi cabeza hasta sus nudillos, se concentraba y hacía una pausa antes de decir:

- De primero... macarrones - sin dudar -. Y de segundo… ¿pollo con ensalada? - a veces titubeaba un poco, para no parecer demasiado seguro.
- ¡Sí! ¡Has acertado! - exclamaba entusiasmado.

Me parecía increíble, mi padre lo adivinaba siempre. Nunca me percaté de cómo mi madre se colocaba estratégicamente a mi espalda, para que no pudiera verla mientras le indicaba a mi padre cuál había sido el menú del día.

Cuando llegamos a la residencia el abuelo está sentado en su sillón de siempre. La mirada perdida de siempre. La inexpresividad de siempre.

- Hola, papá – le digo -. Lucas y yo hemos venido a verte. Anda, Lucas, dale un beso al abuelo.

Lucas se acerca y besa a su abuelo en la mejilla. Mi padre reacciona y besa también a Lucas en la cabeza. Entonces, le da unos golpecitos suaves en la cabeza y se lleva los nudillos a la nariz. Aspira profundamente y dice:

- Macarrones y pollo con ensalada.

Sonríe y le guiña un ojo a Lucas. El nudo de mi garganta sólo me deja decir:

- Sí, papá. Macarrones y pollo con ensalada.

martes, 15 de noviembre de 2016

El tren de los extraños



Me despierto con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla. Noto un leve traqueteo en el asiento. Al mirar hacia fuera veo un campo inmenso, amarillo y verde, sin ninguna casa ni construcción a la vista. Un poste de la luz pasa lentamente hacia atrás. Luego otro. Y otro. Sin duda, estoy en un tren que viaja muy despacio, pero a velocidad constante. El sol empieza a salir por el horizonte y me apunta directamente a los ojos. O quizás empieza a ponerse, no estoy seguro. Miro alrededor y no veo a nadie más en mi vagón. ¿Cómo he subido a este tren? ¿Hacia dónde se dirige? No consigo recordarlo.

Me levanto del asiento buscando con la mirada alguna señal que me ayude a conocer el destino. Nada. En la parte trasera del vagón hay una puerta. “A lo mejor en otro vagón alguien me puede ayudar”, pienso. Al abrir la puerta veo a varias personas extrañas sentadas en los asientos.

Un hombre muy mayor uniformado como un soldado prusiano me mira con odio. Tiene un bigote totalmente blanco y enorme, le tapa casi toda la cara. Lleva el casco puesto, con pincho incluido, y parece ridículo. Pero sus ojos me asustan, son profundos y transmiten una agresividad terrible. Me sigue mirando fijamente. Me lanza un grito desgarrador, rabioso. Paso de largo sin atreverme a seguir mirándole, con miedo a que se abalance sobre mí.

Una chica joven, de pelo rubio, largo y lacio, está haciendo malabares con varias pelotas. Las mantiene en constante movimiento, sin que ninguna haga el amago de salirse de su órbita. Me pregunto cómo puede conseguirlo dentro de un tren en movimiento. Tiene los ojos fijos en las pelotas, concentrada y seria. Cuando paso por su lado uno de sus ojos, sólo uno, me mira descaradamente. El otro ojo sigue fijo en las pelotas. Se ríe a carcajadas como una loca. Le faltan varios dientes y me resulta muy desagradable. Las pelotas siguen en movimiento vigiladas por un solo ojo.

Una pareja se besa apasionadamente en dos asientos contiguos. Parecen sacados de una fotografía de principios del siglo XX, vestidos de gala, como si estuvieran en una boda o una fiesta. Se tocan y acarician sin disimular lo más mínimo, riendo sin parar. Sin fijarse en nadie se levantan de los asientos, corren de la mano para entrar directamente en el baño del vagón. Parece que sí les avergüenza que les vean follar en público. No han pasado ni quince segundos cuando los dos salen del baño y se dirigen de nuevo a sus asientos. Ella va cogida de su brazo, seria y formal. Él anda muy erguido y digno. Al sentarse vuelven los besos, las caricias y la lujuria.

Al fondo del vagón un grupo de enanos cantan a coro una especie de himno funerario. Llevan camisetas deportivas sin mangas, todas iguales. Deduzco que son de algún club que van a alguna competición. Todos los enanos tienen la cara desfigurada. Unos con cicatrices enormes, otros con quemaduras grotescas. Sólo la directora del coro, equipada con los mismos colores que los enanos, tiene una cara sin marcas trágicas. Pero mueve los brazos compulsivamente, sin ritmo, sin armonía, desacompasada de la melodía que graznan los enanos, cada vez más lúgubre y grave.

La puerta por la que he llegado al vagón se abre a mi espalda. Me giro y veo al revisor, alto, esbelto, con barba perfectamente cuidada. “Al fin alguien normal”, pienso. Sin querer mirar al resto de pasajeros, me dirijo directamente hacia él.

- Disculpe, estoy un poco confuso – le digo frotándome la cabeza que ha empezado a dolerme de repente.
- ¿En qué puedo ayudarle? – la voz del revisor es pausada y agradable. La pregunta llega acompañada de una sonrisa que me tranquiliza.
- No recuerdo cuándo ni dónde ni cómo he subido a este tren. ¿Puede decirme el destino, por favor?
- ¿El destino? – parece dudar antes de responderme – Pues no hay un destino fijo. En realidad, no recuerdo que nadie haya bajado nunca de este tren. Los pasajeros suben, pero no bajan.

Ahora el que dudo soy yo. Vuelvo a mirar confuso al prusiano agresivo, la rubia malabarista, la pareja de amantes, el equipo de enanos y al revisor.

- Pero, entonces… ¿dónde va este tren? ¿Quiénes son estos pasajeros? No entiendo nada…
- Este es el tren de los extraños – me responde el revisor con mucha calma, como si fuera algo evidente –. A los raros del mundo los montan en este tren. Aquí no desentonan.
- ¿Qué les montan en el tren? ¿A los raros? – empiezo a sentirme mareado – Eso no tiene ningún sentido…
- Sí lo tiene, ya lo entenderá – me vuelve a sonreír condescendiente –. Por cierto, ¿su billete, por favor?

martes, 18 de octubre de 2016

Microcuento

Llueve, es martes y tú sonríes mientras pasas la última página del Libro de Páginas en Blanco.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Microcuento

La princesa del cuento se cansó de finales felices y de comer perdices. Los cambió por chocolate y principios auténticos.

martes, 19 de julio de 2016

De locos




Otro bombardeo más. Otro atentado más. Otro tiroteo más. Otra mujer asesinada más. Qué impotencia.
 
Cada vez que me entero de alguna noticia de este tipo se me revuelven las tripas. Me desespera no ser capaz de comprender por qué. Qué impulsa a un ser humano a decidir acabar con la vida de otro ser humano. Qué pasa por su cabeza para encontrar un motivo que considere suficiente para ser capaz de matar a otras personas. Por qué no pueden controlar ese instinto de animal depredador que elimina a quien amenaza su físico, su moral, su pensamiento, su creencia, su orgullo o cualquier otro motivo totalmente absurdo. Y me da pavor escuchar que la respuesta será contundente y que los culpables serán perseguidos y castigados. Eso sólo genera más violencia.

Además vivimos en una sociedad en la que se fomenta la violencia en películas y series de televisión. A veces, hasta pagamos por verlo. Se promociona la muerte de los demás y hasta se justifica en muchos casos. Se presenta incluso como heroicidades, como actos del bueno contra el malo. Es un punto de vista tan primario…
 
Me entristece pensar que es algo intrínseco al ser humano, como parte de nuestra naturaleza más primitiva y violenta. Si esto es así, no valen argumentos, ni rezos, ni conferencias de paz, ni campañas de concienciación.

Al final, en algún momento, algún ser humano olvidará cualquier explicación racional y se dejará llevar por su instinto. Será más fuerte que todos los pensamientos y hará caso a algo que no puede controlar. Y habrá una nueva noticia de este tipo.

Es de locos.

lunes, 11 de julio de 2016

Miradas



Hay miradas que lo dicen todo. La de Luz aquella mañana era más evidente que nunca. Habíamos terminado de desayunar, en silencio. El sol aún entraba por la ventana, desperezándose por el madrugón de domingo, iluminando la pila de cajas de cartón y maletas que se amontonaban en el salón. Ni siquiera la tertulia de la radio nos daba pie a una conversación. Estaba ya todo dicho. Cometí el error de intentar coger su mano, para hacerle sentir lo que todas mis palabras no podían expresar. Pero sólo sentí frío. Frío durante sólo un segundo, el tiempo que tardó Luz en retirarla de la mesa y guardarla en el bolsillo de su pantalón.

Me miré en el espejo, buscando respuestas a las preguntas que yo mismo me hacía. Esperando que alguien, al otro lado, supiera encontrar una explicación que pudiera convencerme. Pero al ver mis ojos reflejados sentí tanta vergüenza que tuve que apartar la mirada. Si ni yo me soportaba, cómo iba a hacerlo ella.

Eché la vista hacia atrás, intentando recordar cómo había llegado hasta aquí. ¿Cuál había sido el camino que me había colocado en este callejón sin salida? ¿Dónde estaba el desvío que tomé (o no tomé) y que me llevó a donde ahora estoy? Cuanto más atrás me remontaba en mis recuerdos, más atrás me quería remontar.

Recordé con nitidez la última escapada con Luz, apenas una semana antes. Paseamos por Toledo como si el mundo fuera nuestro, como si no hubiera nada que pudiera estropear lo que considerábamos, en apariencia, perfecto. Allí ninguno de los dos apartó la mano del otro. Recordé los planes de futuro, las risas desinhibidas por efecto del vino, los besos a escondidas de los demás, como si aún fuésemos unos adolescentes. Recordé la sensación de haber avanzado un pequeño paso para olvidar el pasado. Ahora sé que era un paso demasiado pequeño.

Y recordé también el momento en que decidí no tirar las cartas de Esmeralda. Fue mientras las guardaba en una de las cajas para la mudanza. “Ya habrá tiempo de tirarlas más adelante”, pensé entonces. Maldita costumbre de guardar todo aquello que tenía algún significado especial para mí. Preferí quedármelas para poder revivir todo lo que me contaba en ellas. Para volver a sentir lo que sentía la primera vez que las leía, nada más recibirlas desde hace ya muchos años y hasta hace tan sólo unos pocos días. Para mantener viva una historia que nunca fue lo que yo quise, pero que era mucho más de lo que nunca hubiese imaginado. Para aferrarme a lo único que realmente había despertado mi ilusión después de tanto tiempo.

Ahora el pasado ya se fue. Hacía mucho tiempo que se había ido, pero todavía hoy me cuesta asumirlo. Y el presente y el futuro con Luz se esfumaron de golpe al abrir en su casa la primera caja con mis cosas. Se esfumaron al caer al suelo cientos de cartas que nunca debieron estar ahí. Se esfumaron mientras ella las recogía extrañada y me preguntaba ingenuamente por qué guardaba esas cartas. Se esfumaron como las palabras muy poco convincentes que salían de mi boca y no llegaban a esbozar ni una triste mentira para excusarme.

Hay miradas que lo dicen todo. Y la de Luz aquella mañana decía “Vete”.

martes, 5 de julio de 2016

lunes, 16 de mayo de 2016

Microcuento

No tenía trastero para todos los recuerdos ni recuerdos que se pudieran reciclar.

miércoles, 20 de abril de 2016

Microcuento

Se enamoró del personaje, sin conocer a la persona. Cuando se quiso dar cuenta, ya era demasiado tarde.

jueves, 14 de abril de 2016

Microcuento

Tropezó dos veces con la misma piedra. La primera vez se levantó y siguió su camino. La segunda vez se llevo la piedra a casa.

lunes, 11 de abril de 2016

Oniria

 
Os aseguro que la historia que os voy a contar es totalmente verídica.

No suelo soñar demasiado. Y las pocas veces que tengo algún sueño, casi no recuerdo nada de ellos. Sólo alguna idea, alguna imagen o algunas palabras sueltas. Pero en este caso particular, lo recuerdo casi al completo.
 
En mi sueño estoy en una fiesta que se celebra en un bar. Una larga barra recorre todo el local, con tres camareros sirviendo copas sin parar. Un enorme espejo guarda las espaldas a los camareros y consigue que la sala parezca mucho más grande. Un juego de luces de colores giran y mutan de color: del verde al rojo, del rojo al amarillo, del amarillo al azul y de nuevo al verde. Se escucha música sin parar, aunque no soy capaz de identificar ni una sola de las canciones.

Yo no soy el protagonista de la fiesta, ni siquiera sé el motivo exacto por el que se celebra. Pero he ido allí con un grupo de amigos con los que charlo alegremente. Les reconozco a todos y me encuentro muy cómodo estando con ellos. En la fiesta hay mucha más gente, desconocida para mí y con la que no interactúo. Quizás son sólo el reflejo de nosotros mismos en el enorme espejo.

En un momento agacho la mirada para mirar mi reloj y ver qué hora es. Las nueve y veintiocho de la noche. Al levantar de nuevo la vista, mis amigos han desaparecido de repente. Me encuentro sólo y rodeado de extraños que me miran fijamente, muy serios. La música se ha apagado y todos los focos de colores me iluminan sólo a mí, como si fuera el actor principal de una obra de teatro actuando encima de un escenario.

De entre el grupo de gente que me rodea surge una mujer guapísima que se dirige directamente hacia mí. Calculo que debe tener unos treinta y pocos años, de piel más bien pálida y larga melena de finísimo pelo moreno. Los ojos más verdes que he visto en mi vida me hipnotizan y con la voz más dulce que nunca he escuchado me dice: “Ven”.

Me coge de la mano y tira de mí, abriéndose paso entre la gente que vuelve a beber y bailar al ritmo de la música, olvidándose por completo de nosotros. Avanzamos a un paso lento, pero firme, sin vacilar. Parece que la chica conoce bien el local.

- ¿Cómo te llamas? – le pregunto.
- María. – me responde. Y su boca de labios carnosos me devuelve una sonrisa imposible de olvidar.
- ¿Dónde vamos? – le vuelvo a preguntar.
- Fuera, lejos de aquí. Tenemos que huir. – la sonrisa desaparece.
- ¿Huir? ¿De qué?
- De quién, más bien.
 
Suena un timbre que reconozco como el tono de llamada de mi teléfono móvil y me despierto.
 
Con los ojos aún entrecerrados y tratando de despertarme, escuché perfectamente mi móvil sonando. Miré el reloj de la mesilla de noche y marcaba las nueve y veintiocho de la mañana. El número que continuaba llamando me era desconocido. Descolgué y pregunté aún medio dormido: “¿Dígame?”. Desde el otro lado de la línea parecían dudar un segundo. Finalmente, una voz de hombre, grave y decidida, me preguntó: “¿Está ahí María?”. Parecía enfadado. No sabía muy bien qué contestar, estaba un poco confuso. Miré torpemente al otro lado de la cama, sin saber muy bien qué buscaba. Vacía. “No, creo que se ha confundido…” respondí lentamente. El desconocido colgó sin más y yo grabé para siempre en mi memoria la imagen de María.

miércoles, 6 de abril de 2016

Microcuento


Cuando el silencio inundó la habitación vacía, descubrió en el espejo que ya no estaba solo.