Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

martes, 30 de junio de 2015

Sobre la empatía



Un buen amigo me dijo hace no mucho una frase a propósito de la complicada situación de la sociedad actual y de la actitud de nuestros políticos frente a la misma: “Hace falta menos simpatía y más empatía”. Al margen de si estoy de acuerdo o no sobre la afirmación de mi amigo, esta conversación me hizo reflexionar sobre la empatía y cómo de importante es para el ser humano.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la empatía se define como “Identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro.” El concepto parece sencillo. Todos hemos conversado con algún amigo o familiar, escuchando algún problema o conflicto que tiene en su vida y le hemos intentado aconsejar sobre cómo actuar, diciéndole frases del tipo “Si yo fuera tú…”, “En tu caso yo lo que haría…” o “Si estuviera en tu lugar…”. También todos hemos intentado animar a otro en momentos de bajo estado de ánimo, tratando de convencerles, siendo supuestamente objetivos y sin estar viviendo o sufriendo en primera persona ese momento, que la situación mejorará y que saldrá del bache emocional. Incluso, en algunos casos, nos atrevemos a asegurar que de las malas experiencias, se aprende, se madura y se evoluciona como persona.

En muchas de estas ocasiones, estamos realmente convencidos de que somos capaces de ponernos en el lugar del otro, de entender los problemas de los demás, de saber cómo se sienten y de poder encontrar una manera de solucionar o, al menos, ayudar a superar situaciones complicadas.

Sin embargo, no es tan sencillo, en mi opinión. Cada individuo vive su propia vida desde un punto de vista único, el suyo propio, completamente diferente de cualquier otro, por muy cercano que éste sea. No conocemos nada más que aquella información que somos capaces de percibir por nuestros cinco sentidos y que nuestro cerebro, tras procesar y analizar en milésimas de segundo, transforma en una imagen mental que entendemos como realidad. Por tanto, para que dos personas tengan exactamente la misma percepción de la realidad, es necesario que sus respectivos sentidos capten la misma información y sus respectivos cerebros la procesen de la misma manera.

Esto también parece algo muy obvio. Seguramente al lector de estas líneas también se lo parezca. Pero precisamente en esa aparente sencillez, se esconde su inmensa complejidad.

¿Conoces a alguien daltónico que distingue las luces de un simple semáforo por su posición y no por su color? ¿Hay alguien en tu familia que no coma algún alimento en particular porque su sabor le resulta desagradable, aunque se cocine con la mejor receta posible y todos los demás disfruten de él como un manjar? ¿Has oído un ruido extraño en mitad de la noche y tu compañero o compañera te dice que no ha escuchado nada? ¿Has percibido un olor que no sabes identificar y al preguntar a la gente que te rodea nadie huele nada extraño? ¿Alguna vez has comentado en casa o en el trabajo que tienes frío y alguien, sentado justo a tu lado, ha respondido que hace calor?

Si has respondido que sí a tan sólo una de las preguntas anteriores, acabas de descubrir que es prácticamente imposible que dos personas tengan exactamente la misma percepción de la realidad. Cada persona percibe la información sensorial de manera distinta y, por supuesto, su cerebro la procesa de manera diferente. Y si esto ocurre con aspectos relativamente simples y objetivamente medibles como un color, un sabor, un sonido, un olor o una temperatura, ¿qué ocurre con sentimientos más complejos, como la tristeza, la alegría o la angustia?

Analicemos un ejemplo típico de uno de estos sentimientos: el miedo. No es extraño que los niños, en edades muy tempranas, sientan miedo a la oscuridad. Precisamente por su corta edad, aún no han tenido tiempo de aprender que, aunque no perciban nada a través de la vista debido a la ausencia de luz, su realidad sigue existiendo aún si no la pueden ver. En la práctica totalidad de los casos, el paso del tiempo y, por tanto, el aprendizaje, les hace darse cuenta de que la oscuridad no es algo de lo que tener miedo. Sin embargo existen personas que no consiguen superar ese miedo y lo mantienen siendo adultos, incluso cuando ya tienen un pensamiento supuestamente más racional que el de un niño.

Esta reflexión es extrapolable al resto de los sentimientos humanos. Los sentimientos personales se basan, no sólo en la percepción sensorial de la realidad, sino en los complejos procesos mentales que relacionan todas esas percepciones. Y estos procesos mentales están totalmente influenciados por la experiencia vital que ha tenido una persona con el paso del tiempo: educación, sociedad, relaciones personales, entorno geográfico, situación económica… Son innumerables los aspectos que influyen en cómo el cerebro humano procesa la información y la transforma en sentimientos que afectan al estado anímico de una determinada persona.

En definitiva, y tratando de extraer alguna conclusión práctica a estas líneas, es prácticamente imposible comprender realmente cuál es el estado de ánimo de una persona que no sea uno mismo. Y, por tanto, es prácticamente imposible que exista realmente la empatía.

Si se me permite el consejo, el lector debería tener en cuenta esta conclusión en el momento de intentar resolver un conflicto con otra persona. Por mucho que se esmere, nunca podrá realmente entender cómo se siente “el otro”. En consecuencia, lo que a uno le parece obvio y evidente en una determinada situación, puede no serlo en absoluto para el otro.

Sin duda esta reflexión sobre la empatía no es nueva y muchos otros antes que yo, incluido posiblemente el propio lector, habrán entendido previamente lo expuesto aquí por iniciativa propia. Como ejemplo reconocido de esta misma idea y como colofón a la misma, cito un fragmento de un poema de Ramón de Campoamor, poeta español del siglo XIX:

Y es que en el mundo traidor
nada hay verdad ni mentira:
todo es según el color
del cristal con que se mira.