Había una vez una Genia que vivía dentro
de una lámpara mágica. Aunque la lámpara era pequeñita, la Genia era feliz
porque con su lámpara viajaba por todo el mundo. Y eso era lo que más le
gustaba. Cada nuevo país que visitaba, cada nuevo paisaje que contemplaba, cada
nueva comida que probaba, cada nueva melodía que escuchaba, cada nuevo aroma
que descubría, la hacía más y más feliz.
En todos los lugares que conocía, la Genia
dejaba una huella imborrable. Los que tenían la suerte de conocerla, hablaban
maravillas de ella. Todos la llamaban la Genia de la lámpara Garavillosa.
Sin embargo, la Genia tenía desde siempre
un sueño que no había podido cumplir. Nunca había podido viajar a la Luna, su
lugar favorito. Dentro de su lámpara no podía viajar tan lejos y aunque la
Genia podía conceder deseos a los demás, no podía concedérselos a ella misma.
Eso no les estaba permitido a los genios. No paraba de buscar el modo de hacer
realidad su sueño, pero no lograba descubrir cómo conseguirlo.
En uno de sus múltiples viajes, la Genia se encontró, casi por casualidad, con un trovador. Se llamaba Al-Habino. Al trovador le gustaba mucho inventar historias, aunque pocas veces se atrevía a contarlas en público. Pensaba que sus versos y sus cuentos no eran suficientemente buenos y le daba vergüenza que los demás los escucharan. Así que se conformaba con escribirlos sólo para poder releerlos cuando le apetecía recordar alguno.
La Genia y Al-Habino comenzaron a hablar y
descubrieron que se sentían bien. Al trovador le gustaba hablar con la Genia y
a la Genia le divertía hablar con el trovador. Decidieron seguir hablando y
seguir en contacto, aunque estuvieran a miles de kilómetros de distancia. El
trovador compartía a veces con la Genia alguna de sus historias, venciendo el
pudor que le daba que alguien tan viajado pudiera apreciar algo interesante en
sus relatos. La Genia disfrutaba de las historias y eso animaba al trovador a
seguir inventándolas.
Un día la Genia le contó al trovador su
sueño de viajar a la Luna y de cómo le gustaría poder hacerlo realidad.
Al-Habino se quedó pensando cómo podía ayudar a la Genia a cumplirlo. Pensó en
construir un cohete espacial, pero no tenía los medios suficientes para
hacerlo. Pensó en atar una cuerda a la Luna y acercarla a la Tierra, para que
la Genia pudiera llegar, pero eso era imposible para un simple trovador. Pensó
y pensó y pensó y pensó... Hasta que se le ocurrió la manera.
Al-Habino pasó días y días escribiendo un
cuento para la Genia. En el cuento describía con todo detalle el viaje a la Luna de una
guapa muchacha de ojos grandes y verdes: los preparativos del
viaje, la sensación de volar por el espacio, el momento de la llegada y el
alunizaje, los paisajes lunares, los paseos sin gravedad por la superficie, las
vistas del universo y las infinitas estrellas que le rodeaban, lo pequeña y
frágil que parecía la Tierra desde allí, el accidentado viaje de regreso, las
explicaciones al volver del viaje a todos sus amigos y conocidos, los
sentimientos de la muchacha al recordar toda la aventura...
Cuando tuvo terminado su cuento, Al-Habino
se lo contó a la Genia. No podía regalarle la Luna, pero sí intentar con su cuento
que la Genia sintiera cómo sería un viaje hasta allí. Con los ojos cerrados, la
Genia escuchó con atención el cuento del trovador y pudo imaginar el viaje que
tanto había deseado.
La Genia disfrutó tanto del cuento, que
decidió conceder al trovador un deseo, el que quisiera: riquezas infinitas,
fama mundial, salud eterna, amor verdadero... Al-Habino, tras unos momentos de
reflexión, tuvo claro qué pedir. Pidió a la Genia que le siguiera inspirando
para inventar cuentos. Le bastaba que le concediera el don de la inspiración y
disfrutar de la sensación de que los cuentos que imaginaba pudieran gustar a la
Genia. "Eso es muy fácil", dijo la Genia. Y sonrió al trovador.
La imagen de la Genia sonriendo quedó ya
para siempre grabada en la memoria de Al-Habino. A partir de ese momento, cada
vez que volvía a recordar la sonrisa de la Genia, el trovador sentía la
inspiración necesaria para crear una nueva historia que contar. Y, cuando
estaba terminada, al trovador le gustaba imaginar que, en algún lugar del
mundo, la Genia de la lámpara Garavillosa leería su cuento y volvería a sonreír.