El
chico entra en clase y gran parte de sus compañeros le miran.
Algunos de ellos, sus mejores amigos, se acercan con admiración en
sus ojos y exclamaciones en sus voces. Le da un poco de vergüenza
ser el centro de atención, pero hoy se lo merece. Hoy es su
cumpleaños. Y, además de eso, trae su regalo bien visible.
Sus
padres se lo han entregado por la mañana, un paquete rectangular
envuelto en un papel azul brillante. Casi sin prestar atención al
desayuno, lo ha abierto lo más rápido posible. Al romper el papel
encuentra el escudo de su equipo de futbol favorito, bien visible en
la parte superior de una caja. Y, a través del celofán de la parte
delantera, puede ver la camiseta que tanto adora. Blanca, inmaculada,
tan bonita como la que se había probado en la tienda unos días
antes. Pero con una diferencia: esta es ya suya.
Le
cuesta poco convencer a su madre de que le deje llevarla al cole. No
lo quiere reconocer, pero sabe que si la lleva puesta, todos van a
alucinar. Su madre accede sonriendo, a cambio de que se la ponga por
encima del jersey, que aún hace frío y se puede resfriar.
"Mejor, más se ve", piensa el chico.
Y
ahora, en clase, todos ven que lleva la camiseta que muchos querrían
tener. "¿De qué jugador es?", pregunta uno mirándole a
la espalda. "Lleva el siete, pero pone mi nombre", responde
orgulloso. Se escapa más de un "¡Hala!" entre sus
compañeros. "Entonces no es de verdad", le dice Miguel. Y
lo ha dicho en voz bien alta, para que todos le oigan. Todos saben
que Miguel es un tonto y un envidioso, a nadie le cae bien. "Sí
es de verdad, venía en la caja oficial y es de la tienda oficial",
le responde el chico, para que todos le oigan. "Ya, pero no es
la que lleva en los partidos oficiales. En los partidos oficiales no
hay ningún jugador que lleve tu nombre en la camiseta. No es la de
verdad". Menos mal que nadie suele hacer caso a lo que dice
Miguel.
A
la hora del recreo toca partido. Al chico le dejan elegir compañeros,
que para eso es su cumpleaños. Mientras los equipos se organizan y
empiezan a corretear por el campo de juego, el chico cae en la cuenta
de que puede mancharse la camiseta con el balón. Si el primer día
se la mancha, su madre le va a regañar y la camiseta irá directa a
la lavadora. Y seguro que al lavarla se van borrando las letras. Lo
había visto en camisetas de su padre. Recordaba a su madre
intentando convencerle de que estaban para tirar a la basura. El
chico se quita su camiseta y la guarda en la mochila, apilada junto a
todas las demás al lado de una de las porterías. "Ahí no se
manchará", piensa.
Cuando
acaba el recreo vuelven a clase. El chico ha sudado muchísimo, por
el esfuerzo del partido y por el jersey que su madre se empeñó en
que llevará puesto. "Si me pongo ahora la camiseta, mi madre
dirá que huele mal y la lavará". Volvió a su mente la imagen
de algunas de las camisetas de su padre.
Al
acabar las clases todos se despiden de él y le vuelven a felicitar
mientras reciben alguno de los caramelos que el chico ha llevado para
celebrar su cumpleaños. Miguel es el último en despedirse. El chico
le da también caramelos, aunque preferiría no tener que hacerlo.
"Gracias", le dice Miguel con tono de burla y sonrisa
falsa. "Qué idiota...", piensa el chico.
Ya
sólo queda el profesor en la clase. El chico abre su mochila para
volver a ponerse la camiseta y hacer el recorrido de vuelta a casa
con ella puesta. Pero no está. No está en su mochila. La busca
entre sus libros, en el fondo, en el bolsillo lateral... No está.
"Venga, que te quedas pensando en las musarañas", le
apremia el profesor. "¡Tiene que estar! ¡La guardé aquí!",
piensa mientras sigue rebuscando sin éxito. Mira debajo de la mesa,
al lado de la silla, de nuevo en su mochila. Pero nada.
Los
ojos se le empiezan a llenar de lágrimas. "Vengaaaa...",
insiste el profesor. El chico se dirige despacio hacia la puerta,
mirando en todas direcciones, buscando en cada rincón, fijándose en
las perchas... Pero nada. Sale de la clase, con unas ganas enormes de
llorar, justo delante del profesor, que cierra la puerta tras él. El
chico echa un último vistazo rápido a la clase a través del
cristal, por si ocurriera un milagro de esos que cuenta su abuela.
Pero nada.
En
el pasillo vuelve a mirar dentro de su mochila. Pero nada. Sale
corriendo al patio, tan rápido como sus piernas le dejan, yendo
directamente hacia la portería del campo de futbol. A lo mejor se le
cayó de su mochila sin darse cuenta. Al lado de uno de los postes ve
tirado algo en el suelo. No parece blanco, pero podría ser… Pero
nada.
En
el camino a casa ya no reprime las lágrimas. Ya sólo puede pensar
en que es el peor cumpleaños que una persona puede tener en la vida.