Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

domingo, 2 de noviembre de 2014

El cuaderno



Aquel verano acompañó a sus padres a pasar unos días en el pueblo. Su tía abuela se encontraba delicada de salud y su madre quería aprovechar para estar unos días con ella. Las tardes eran largas y aburridas en aquella casa. Las conversaciones giraban en torno a personas del pueblo que él no conocía o a parientes de parientes, ya fallecidos, de los que se recordaban anécdotas que había escuchado ya otras cientos de veces. Así que aprovechó para revisar los viejos libros que aún se conservaban en la biblioteca, a la que llamaban así a pesar de ser sólo una pequeña habitación con una única estantería repleta y a punto de caerse por el peso.
Al intentar alcanzar uno de ellos, perdido entre otros tantos ejemplares en el estante superior, una nube de polvo cayó sobre él. Estaba claro que la limpieza no llegaba hasta allí desde hacía años. Dentro del libro, escondido entre sus páginas, encontró uno mucho menos abultado. No tenía título ni en la portada ni en el lomo y, por el tipo de encuadernación, parecía más algún tipo de cuaderno de notas que un libro como tal. Lo abrió para hojearlo y se encontró con múltiples textos manuscritos y fechados. Le pareció evidente que se trataba de una especie de diario o similar, aunque sin entradas de todos los días. Su curiosidad se despertó de golpe, venciendo al sopor de aquella tarde calurosa y estival. Le invitaba a saber más de aquel regalo que había llegado por casualidad, obviando el reparo inicial que le daba leer un diario que parecía personal.
La primera entrada, fechada en Octubre de 1978, decía lo siguiente:
Nunca pensé que lo haría. No sé si seré capaz de volver a repetirlo”.
Fuera lo que fuese, le incitaba a seguir leyendo. La siguiente entrada, de Enero de 1979, era aún más inquietante:
Tengo pesadillas por las noches. No quiero seguir. Pero necesito el dinero. Ya no hay marcha atrás”.
Y continuaba con una lista de varios nombres y apellidos, junto con unas fechas que comprendían desde Octubre de 1978 hasta Enero de 1983.
Su madre apareció de pronto en la puerta de la biblioteca, con los ojos aún entreabiertos y alguna arruga en la mejilla, señal inequívoca que acababa de levantarse de la siesta. “¿Qué haces aquí? Anda, vete un rato con la tía, que pregunta por ti…”
Sin tiempo casi para contestar, le agarró del brazo y ambos volvieron al salón. Su padre preparaba café mientras la tía daba cuerda a su viejo reloj de pared, justo antes de que dieran las cinco en punto de la tarde. Aún llevaba en la mano el polvoriento diario que había encontrado en la biblioteca y preguntó a su tía: “¿Me lo puedo llevar? Es para leer en el viaje de vuelta… Estaba en la biblioteca y me apetece leerlo…” Su tía ni siquiera miró lo que le mostraba en sus manos. “Claro, hijo… Llévate lo que quieras… A tu difunto abuelo seguro que no le importaría que disfrutes de su colección de libros…”
Poco sabía de su abuelo por la familia. Casi nunca le mencionaban cuando estaban en el pueblo y, las veces que les preguntaba, no sacaba mucha información: fue transportista y se pasaba la mayor parte de los días viajando de aquí para allá. En uno de esos viajes se marchó para no volver, dejando a la abuela sola y con cinco hijos que alimentar. No volvieron a saber de él y, aunque nunca hubo ningún entierro, todos le dieron por muerto.
Pasó el resto de la tarde revisando los comentarios del cuaderno. Todos desprendían un enorme sentimiento de culpa y, a la vez, una alta dosis de resignación. Aquello parecía una autentica confesión por escrito, a la que sólo le faltaba el epílogo de la penitencia. El último texto del cuaderno no llevaba fecha y sólo decía “Que Dios me perdone”.
Después de la cena se encerró de nuevo en la biblioteca. Comparó la escritura del cuaderno con algunas cartas que se guardaban en el cajón del aparador. El mismo trazo, la misma inclinación, el mismo rabito de la ‘a’… Aquel cuaderno, sin la menor duda, había sido escrito por la misma mano de su abuelo.
A la mañana siguiente visitó el registro local, buscando alguna información de los nombres que aparecían en el cuaderno. Se estremeció al comprobar que muchos de ellos aparecían en el registro de fallecidos. Pero lo que casi le hizo gritar fue que todos ellos murieron el mismo día de su nacimiento. No podía ser una casualidad. ¿Qué significaba todo aquello?
Los certificados de defunción estaban todos firmados por un tal doctor Ricardo Alcázar. La secretaria del registro, una cincuentona con pelo canoso, algún quilo de más y muchas ganas de conversación, le comentó que fue el médico del pueblo durante algunos años. “Aún vive el viejo doctor, aquí cerca del registro. Es casi un ermitaño, no sale ni para hacer la compra, se la llevan a casa. En el pueblo todos dicen que está medio loco y nadie se le acerca”. Consiguió su dirección a cambio de escuchar un montón de chismes intrascendentes y se dirigió hacia su casa con la esperanza de aclarar algo.
El doctor resultó ser un anciano con más arrugas que años, de estatura menuda y peso aún más menudo. Se mostró bastante desconfiado al abrir la puerta y contemplar a un joven que no conocía de nada. Pero bastó con explicarle el parentesco que le unía con su abuelo para que le dejara pasar con un cierto alivio en la mirada. Le ofreció una vieja silla del salón mientras él se sentaba a duras penas en un sofá de tela verde, desgastado por el uso.
Sabía por experiencia que la mejor manera de interrogar a sus fuentes era ser directo. Le solía funcionar. Así no les daba tiempo a pensar y la gente solía ser más sincera. O, al menos, se le notaban más las mentiras. “He estado en el registro y he visto los partes de defunción de esos niños, del año 78 al 83 ¿Qué pasó?”
Para su sorpresa, aquel viejo médico, acorralado por los años y por la sinceridad de su interlocutor, se echó a llorar. Fue un llanto sordo y sin lágrimas, pero que inundó toda la habitación de una enorme tristeza. Después de unos minutos de eterno silencio, le relató la historia que nunca hubiera querido oír:
Nos pagaban muy bien. A tu abuelo y a mí. Y lo que hacíamos era sencillo, si es que había algo sencillo en esta historia. Cuando nacía un niño en una familia de las más pobres del pueblo, yo certificaba su muerte. A los padres era fácil convencerles. Lo que decía el médico era incuestionable. Entonces lo envolvíamos en unas mantas y tu abuelo se lo llevaba en su camión. Lo llevaba a la casa que le habían dicho, recogía el dinero y me daba mi parte cuando volvía. Yo nunca supe dónde iban, era mejor así. Los dos necesitábamos el dinero: tu abuelo por su familia y yo por mis excesos. Y así hasta la siguiente ocasión. No muy seguido, para no levantar sospechas en el pueblo. Cuando la culpa nos corroía por dentro, nos convencíamos de que era lo mejor para los niños, que ahora estaban mucho mejor que si los hubiéramos dejado con sus auténticos padres. Pero tu abuelo no lo pudo soportar y decidió marcharse para siempre. Yo no tuve el valor de hacerlo. Me quedé viviendo con mis remordimientos y me siguen visitando cada noche. Aún se me aparecen esos niños en mis pesadillas, llorando para que les deje quedarse con sus padres…”
Volvió su llanto sordo y sin lágrimas. Entendió que las había gastado todas después de tantos años de sufrimiento. Se levantó y salió de la casa sin despedirse del viejo doctor. Ya no quería saber nada más. Sólo pensaba que ojalá nunca hubiera encontrado aquel maldito cuaderno.