"Esto sí es vida",
piensa. "Levantarme bien temprano, cuando el sol aún no ha
empezado a asomarse por el horizonte, zamparme un buen desayuno y
salir a caminar por el monte con Samba".
El sendero lleva justo
hasta el mirador, en lo más alto de la colina, a un poco menos de
diez kilómetros de su casa de veraneo. Es un camino pedregoso, en
continúa cuesta arriba. A un lado queda el barranco, escarpado y
recubierto de matorrales que han crecido sin control, pintando de
marrones y verdes las rocas que sobresalen desde la pared. Al otro,
un bosque de pinos casi centenarios, formando un laberinto de troncos
que abarrotan la ladera hasta casi la cima.
Empieza la ascensión a
buen ritmo, como le recomendó su médico. Es importante para su
recuperación, según le dijo. Respira profundamente, dejando que el
aire aún fresco de la mañana llegue al fondo de sus pulmones.
Inevitablemente le llega el aroma a tierra mojada por la tormenta de
la noche anterior. Y, también inevitablemente, se mezcla con el olor
de los restos de la digestión de las vacas que pastan por la zona.
Samba va y viene. Es un
cruce de labrador con mastín, de ojos inteligentes, pelo negro y
cresta rebelde. Acostumbrada al camino, disfruta de él tanto o más
que su dueño. A veces se para unos metros por delante, se gira
agitando el rabo y le mira para asegurarse de que le sigue. Otras
veces desaparece detrás de alguna curva y vuelve corriendo, como
para estirar las patas y no perder su excelente tono muscular. Cuando
se queda quieta, fija, con las orejas levantadas, es seguro que algún
animalillo silvestre anda cerca.
Casi sin darse cuenta
lleva ya cuatro kilometros recorridos. Es el momento de mirar hacia
atrás y, con un poco de suerte, poder contemplar como el sol
anaranjado va apareciendo, dibujando la silueta de los montes que
encajonan al valle. Hoy decide esperar a que salga del todo, a que le
empiece a molestar en los ojos, escondidos detrás de sus gafas
oscuras. Le apetece notar como tiene que ir cerrándolos, poco a
poco, dejando algunas cuantas patas de gallo de más y sintiendo como
calienta su cara.
Reanuda su camino y
siente el dolor en la rodilla, como la última vez. Las secuelas de
su operación de menisco no son graves, pero sí molestas. Y más a
su edad, en la que hay que empezar a tener en cuenta otros achaques
del implacable paso del tiempo. Nunca había sido un deportista,
precisamente. Por eso le sorprendió su lesión. Y por eso se tomó
tan mal la rehabilitación que le recomendó su médico: "Pasear,
andar y caminar." Aunque ahora, unos meses después, había
empezado a darse cuenta de lo que se había estado perdiendo durante
tantos años.
Intenta no pensar en su
articulación y sigue su camino. Sabe que obviar el dolor a veces
ayuda a superarlo. Se concentra en escuchar el canto de los pájaros,
le cuesta distinguir si es sólo uno multiplicado por el eco o una
banda que ha decidido formar su propio grupo musical. Oye a Samba
ladrando, seguramente a alguna ardilla que se le ha cruzado en el
camino.
La parte final del camino
se le hace más dura. El cansancio se le acumula en las piernas, en
especial en la rodilla. Siente la espalda mojada por el sudor y
algunas gotas caen desde su pelo canoso, le resbalan por las mejillas
y se atrincheran en su barba. El sol está cada vez más alto y ha
olvidado coger la gorra que le regaló su nieto. Se arrepiente de no
haber avisado a su vecino para que le recogiera en el mirador, se
hubiera ahorrado el camino de vuelta. "Venga, un esfuerzo más y
llego", piensa. Siente un pinchazo en el brazo izquierdo, pero
no se ve ningún insecto posado en él ni parece que haya ninguna
rama cerca. Samba casi ha debido llegar al mirador y le esperará un
poco más arriba.
Se le nubla un poco la
vista y siente que se marea. Mira al suelo. El sudor es más frío.
El dolor del brazo izquierdo se hace más y más intenso. Se sienta
con mucha dificultad, apoyándose en una roca que parece puesta allí
a propósito. Se agarra el brazo izquierdo con la mano derecha,
intentando sujetar el dolor que es cada vez más insoportable. Busca
a Samba pero no la ve ni la oye. Cierra los ojos y cae de rodillas al
camino. El dolor es demasiado intenso como para que nadie pueda
soportarlo.
"Esto no es
vida...", piensa por última vez.