Un
jugador de ajedrez lo piensa todo, es a lo que nos dedicamos: a
pensar. Analizamos la situación de nuestras piezas y las del
oponente, imaginamos los posibles movimientos y sus consecuencias,
evaluamos los riesgos antes de decidir la jugada y, finalmente,
jugamos.
Yo soy
jugador de ajedrez. Además, soy consciente que de los buenos, de los
muy buenos. Mi carrera ha sido meteórica desde que me dediqué
profesionalmente a ello. Destaqué desde joven, siendo el único que
consiguió tablas con el campeón del momento en una partida
simultánea con otros veinte jóvenes aficionados. Los patrocinadores
se fijaron en mí y en mi talento natural para anticiparme a mis
rivales. Disfruto tanto con este deporte que no hay horas suficientes
para seguir jugando.
La
vida para mí es un enorme tablero de ajedrez. Las personas que me
rodean son las piezas a las que observar y a las que conocer para
saber su siguiente movimiento.
Algunos
me achacan que me lo tengo muy creído, que me creo superior a mis
rivales. A los que me dicen eso, simplemente les reto a una partida y
saben que se tienen que retractar. Hay quién dice que llevo los
duelos casi al terreno personal, tratando a mis compañeros como
simples peones a mi servicio. Y la verdad es que no me importa
sacrificar alguno si me compensa lo que consigo a cambio. Se trata de
ser el mejor, caiga quién caiga.
Pero,
a la vez, sé cuidar muy bien de mis colaboradores más importantes,
no debo perderlos. Sé que ellos son las torres que me protegen de
ataques de los medios de comunicación, de supuestos expertos en
ajedrez y de algún listillo que pretende aprovecharse de mi para
hacerse famoso.
Y,
entre todos mis colaboradores, nadie tan importante como mi Dama. La
conocí en mi primer campeonato profesional, justo cuando ella se me
acercó para darme la enhorabuena por haberlo ganado. Antes hubiera
sido imposible, no atendía a nadie para no distraerme ni perder la
concentración. Su admiración hacia mí se convirtió en amor y
comenzamos una relación en la que ella entendía que el ajedrez era
lo primero. Después de unos años, consiguió que nos prometiéramos
y ahora estamos a sólo un mes de casarnos.
Acabo
de llegar al restaurante donde hemos quedado a cenar y hablar,
seguramente de los últimos detalles de la boda. Me resulta imposible
no estar eufórico por mi última entrevista en la revista “Enroque“.
No solo aparezco en la portada por mi primera vez, sino que, además,
me dedican un reportaje de cinco páginas. Reconozco que llevo la
primera hora de la conversación hablando sobre las aperturas que
había comentado, las comparaciones con mi eterno rival, los absurdos
argumentos sobre si la máquina conseguirá ganarme en algún momento
y la enorme presión que tendré que soportar de cara al próximo
mundial.
Cuando
termino de contar todos los detalles de mi entrevista, me fijó en
ella casi por primera vez desde que he llegado. Cara seria, ojeras
parcialmente ocultas por el maquillaje, dedos nerviosos jugando con
su anillo de compromiso, ojos que amenazan con convertirse en
lágrimas.
Justo
antes de levantarse de la mesa para salir por la puerta del
restaurante, me dice: “Alberto, te dejo”.
Jaque
mate.