Bruno entró deprisa en el bar.
Eran casi las tres de la madrugada de la nochevieja del año dos mil diez.
Posiblemente, una de las últimas oportunidades que le quedaban de disfrutar de
la vida nocturna como a él le gustaba. Como realmente le gustaba.
Buscó con la mirada entre los
grupos de gente que abarrotaban el bar. Chicas jóvenes con vestidos de fiesta,
chicos jóvenes con traje y corbata, algún adolescente que seguramente se habría
colado, grupos de amigos bebiendo y bailando al ritmo machacón de la música a
todo volumen… Entre tanta gente, estaba seguro que encontraría a alguien.
Se movió como pudo entre la
muchedumbre, empujando levemente a alguno de los asistentes a la fiesta para
poder pasar. Consiguió llegar a la escalera que subía al piso superior, en la
que estaban las mesas para los que querían sentarse un rato para poder aguantar
hasta la mañana siguiente. Desde el rellano echó un vistazo a cada una de las
mesas, escondidas entre tanta diversión. Era un vistazo rápido, pero suficiente
para intentar localizar su objetivo.
Al fondo pudo ver un grupo de
cinco chicas, sentadas en círculo en varios taburetes. Se acercó un poco más a
ellas mientras sentía que se le aceleraba el pulso. El corazón le latía
acompasado con el último éxito musical que retumbaba en los altavoces. Una gota
de sudor le recorrió la espalda, desde la nuca, diluyéndose en el tejido de su
camisa. Al llegar a unos pocos metros del grupo se dio cuenta de que no se
había equivocado.
Dos de las chicas fumaban, una
morena y otra pelirroja. Pudo ver los cigarrillos encendidos sujetos en sus
manos. La morena era muy guapa, pero la pelirroja tenía algo especial. Algo que
ya había sentido otras veces. Apoyaba en el reposapiés su pie derecho, calzada
con botines negros de charol, y cruzaba la otra pierna, dejando ver hasta medio
muslo por la apertura lateral de la falda. Llevaba un vestido negro largo, de
manga corta y escote generoso. Sobre los
hombros un pañuelo de encaje negro, que casi no dejaba ver su cuello. De piel muy
pálida, casi de aspecto enfermizo. Los ojos oscuros parecían dos puntos en un
lienzo en blanco. Una melena larga, rizada y brillante la coronaba como su miss
nochevieja dos mil diez.
Pero lo que más destacaba para
Bruno era su boca. Roja y carnosa. Cada calada al cigarrillo formaba una O
perfecta, sin arrugas, sin comisuras. Aspiraba levemente y la punta del
cigarrillo se encendía, brillaba con el mismo tono de los labios de la
pelirroja. Y Bruno se encendía también. Exhalaba el humo en círculos y reía.
Reía a carcajadas. Todo su cuerpo se estremecía con la risa, envuelta en el
humo que la rodeaba. Y Bruno se estremecía también. Otra calada más, un poco
más larga, recreándose en el sabor del tabaco que se extendía por toda la boca.
Y Bruno se recreaba también. En la boquilla quedaba marcado el pintalabios de
la pelirroja, un poco más cada vez. Y Bruno saboreaba el sabor de ese
pintalabios. La pelirroja acariciaba con el pulgar su cigarrillo lentamente, entre
calada y calada, golpeándolo suavemente para que la ceniza cayera. Y Bruno se
acariciaba los labios con su pulgar, entre calada y calada.
Cuando la pelirroja estaba a
punto de consumir el cigarrillo y apuraba los últimos restos de nicotina, Bruno
supo que era su oportunidad. Posiblemente, una de las últimas oportunidades.
Sacó un cigarrillo del paquete que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y se
acercó a la pelirroja. Con su mejor sonrisa, le preguntó: “Disculpa, ¿tienes
fuego?”